19 jun 2022

Y cuando no distingas el día de la noche

 

Tratado sobre la ceguera "el día de la pedid de mano" pensando en Goya y sus caprichosos de Carmen Mansilla


—¿Así me lo pagas?

—No te debo nada, Agustín —responde Elvira—. No debo nada a nadie.

—¡Necia! —El viejo profesor golpea con debilidad el apoyabrazos del sillón—. ¡Necia! ¡Estúpida! ¡Estúpida! ¡Estúpida!

—¿Qué es lo que pasa? —Dolores entra al salón y agarra del brazo a Elvira.

—¡Estúúúúúúúpida!

—Pero, ¡virgen santa!, señor Agustín, no le diga semejantes barbaridades.

—Déjale, Dolores, déjale. Yo me voy.

—¡Sí, que se vaya, que se vaya! ¡Necia, malcriada! ¡Fuera, desagradecida! ¡Fuera, estúpida!

Elvira nerviosa recoge su boso del extremo del sofá central y sale del salón. Detrás, a paso apurado, la sigue Dolores.

—Por Dios santo, no se lo tomes en cuenta, cielo, no se lo tomes…  —Elvira abre la puerta de la casa y sale al rellano—. Cariño, ya sabes que desde que le dio eso —se toca con el índice la sien—, no ha vuelto a ser el mismo. Él te quiere, lo sabes, ¿verdad? Oh, cielo, no llores ven aquí, anda, ven.  —La abraza con fuerza y Elvira solo piensa en el fracaso de Toulouse, sus consecuencias.

—Es que salió todo mal… todo mal…

—Bueno, bueno, ellos son franceses, no son como nosotros; hablan diferente, comen diferente, ellos pues son…, son franceses, muy franceses. —A Elvira se le escapa la risa, se separa un poco y se limpia los mocos con el dorso de la mano—. Cochina, espera, que te saco algo para que te limpies. —Entra en casa y al cabo de un minuto sale sacudiendo un trapo al aire—. Toma, hija, está limpio, del cajón. Pobrecita mía.

—Me superó  —dice devolviéndole el trapo—, no sabía que me fuera a costar tanto la estancia, ni 5 días pude aguantar, no lo soporto, es un país que me ahoga, no puedo, yo no, no puedo, no puedo, Dolores, aunque me suponga tirar a la mierda toda la investigación, no puedo estar allí, no puedo...

—¡Pues si no puedes, no puedes y se acabó! Que estoy yo de tanto héroe… ¿Te digo hasta dónde estoy de todos esos súper héroes que lo hacen todo bien?, ¿te lo digo? —Se acerca a ella y baja la voz—. Hasta el culito de delante, me entiendes, ¿no? —Agacha la cabeza y se mira la entre pierna—. ¡Hasta ahí! A esta vida hemos venido a pasárnoslo bien, que ya nos tocará sufrir en el purgatorio. Y si es tan humillante para el señor Agustín que te hayas vuelto, pues mira, que levante ese culo enrome del sillón y que lo encamine a Toulouse, que ¡aquí paz y luego gloria! —Las dos se ríen—. Eso, cielo, tú ríete, ríete que es muy bueno, la risa almidona el alma. Oye, ¿te parto un poco de sandía y te la llevas en un táper?, que con este calor te va a saber a gloria bendita.

Dice que no y la abraza de nuevo antes de irse.

Elvira entra en Pepe Botella. La cafetería tiene una luz demasiado tenue y tropieza con la primera mesa. Oye un “qué torpe” que llega dos mesas más adelante de dos chicos jóvenes que se ríen. Ella los mira, los sonríe  y les desea un glaucoma calentito a cada uno de ellos, porque para eso siempre es muy generosa.

Se sienta en la mesita junto a la ventana y se coloca el bolso sobre el regazo.

—¿Qué va a tomar?

Elvira levanta la cabeza y ve a una mujer de mediana edad frente a la mesa.

—Un café solo, por favor.

—Enseguida. ¿Se ha hecho daño?

—¿Cómo?

—Cuando se ha caído.

—No me he caído.

—Ya. Es por la luz, le pasa a mucha gente.

Elvira agacha la mirada lamentándose de su carácter. Se pellizca los pulgares.

—Tengo baja visión  —dice alzando la cabeza.

—Vaya, ¿quiere que suba la intensidad de la luz?

—No —sonríe—, es muy amable, junto a la ventana estoy bien.

La camarera se va y Elvira saca su móvil del bolso. Lo deja sobre la mesa y se detiene viendo, a través de la ventana, a una adolescente tomándose un selfie, y reflexiona sobre lo vieja que se ha hecho de repente porque aquella chica le parece insultantemente joven. Apoya el codo en la mesa y la cabeza en la mano y suspira.

—Señor, señor, señor, estas cafeterías tan antiguas son incómodas para todo. Lo de sentarse le lleva a una la mismísima eternidad. Eternidad, que por otro lado, ya no tengo.

En la mesa de al lado una vieja intenta sentarse. Es delgada, tremendamente arrugada y con un corte a lo Cleopatra, el pelo blanquísimo pero poca cantidad. Elvira no la considera especialmente elegante pero le llama la atención su largo abrigo blanco casi hasta los pies. La observa. Es ciega. Pliega el bastón y lo guarda en su bolso.

—Es un abrigo muy bonito y es usted muy valiente al llevarlo en esta ola de calor —dice Elvira un tanto sorprendida de sí misma, porque nunca entabla conversación con desconocidos.

La vieja gira la cabeza en busca de la voz.

—A mí edad, una ya no siente ni frío ni calor. ¿Te gusta? —pregunta acariciándose las solapas.

—Sí, mi madre tenía uno igual. No sé dónde estará ahora.

—¿El abrigo o tu madre?

—El abrigo —responde sonriendo.

—El café —anuncia la camarera depositándolo sobre la mesa—. Y usted, ¿qué va a tomar, señora?

—¿Yo? —pregunta la vieja—. Soy ciega no sé a quién pregunta.

—Oh, lo lamento, sí, le digo a usted, señora.

—Un café solo, por favor.

La camarera se va y Elvira la sigue observando detenidamente.

—¿Qué miras?

Elvira da un respingo.

—Pensaba que era ciega.

—Lo soy, pero tienes la respiración de un jabalí y está en mi dirección.

Elvira se ríe, después pregunta:

—¿Cómo es? ¿Cómo es ser ciega?

—¿Qué quieres escuchar? ¿Que es un regalo de Dios? ¿Que es un aprendizaje diario? ¿Que es un reto apasionante? ¿Que las cosas ocurren por algo? ¿Qué quieres que te diga?

—La verdad.

La vieja se atusa el flequillo y se ahueca su fina melena.

—Ser ciega es la mayor tragedia de mi vida, pero a todo se acostumbra una. El cuerpo, desgraciadamente, se adapta y entonces tú te adaptas con él. Y todos los pensamientos de acabar con tu vida, todas las diferentes maneras de poner fin a tu existencia empiezan a evaporarse porque la tragedia pasó a ser simple resignación. Está bien, dices, vale, mi vida ahora es así, bien, bien y, mira, seamos sinceras, lo agradeces porque suicidarse es un jaleo, que si me ahorco pero el nudo nunca te lo haces demasiado fuerte y te quedas tirada en el suelo del salón con la cuerda en la mano y con cara de idiota, que si me corto las venas ya que parece fácil en las películas, lo consiguen con dos pequeños cortes en la muñeca, pero ¡virgen santa del amor misericordioso!, ¿alguien me puede decir cuántas venas tienes que cortarte para morirte? —Elvira estalla en una carcajada—. Así que optas por quedarte, vivir a oscuras y esperar a morirte algún día.

—Supongo que eso lo esperamos todos.

—¿Hoy no ha sido un buen día?

—¿Cuándo lo es?

—Vaya, vaya, vaya. Huelo a drama. —Elvira, con calma y confianza, le relata su bochornosa huida de Toulouse y, como consecuencia, su fracaso en la investigación de más de 4 años, y del poco sentido que tiene nada—. Tranquila, tranquila, la terminarás, de verdad, terminarás esa dichosa investigación.

—¿ Y luego?

 —¿Luego? Luego te preguntarás y ahora qué. Y entonces intentarás lo de la cuerda dos veces y lo de la cabeza en el horno una, solo por emular a Sylvia Plath porque tu horno será eléctrico. Te separarás porque tu dolor ensuciará el amor de odio. Verás a tu hermano morir de otra enfermedad heredada de tu padre y aborrecerás tanto que él siga vivo, mientras que a los que amaste murieron, que creerás volverte loca, hasta desear matarlo con tus propias manos, y tendido en la cocina lo dejarás con un suspiro de aire para hacerlo sufrir en su propia agonía. Marcharás lejos, a una pequeña casa en mitad de la sierra manchega, y asumirás tu cegara sin tratamiento pasando las tardes en una descolchada silla en el jardín mirando al frente y, cuando no distingas el día de la noche, te cortarás las venas y corriendo buscarás tiritas porque tu cuerpo no desparramará suficiente sangre como para dejarte sin vida, y comprenderás que estás condenada a vivir. Mirarás, entonces, a tu perro Orfeo y le explicarás que es hora de volver a la civilización. Regresarás a Madrid y vivirás en una nueva buhardilla del centro, y te llamarán la loca del abrigo blanco. Y ansiarás encontrarte con tu yo de hace 45 años para decirle que no sufra, que nada importa, que no intente cambiar las cosas porque todo vuelve al mismo lugar. Aquí.

 —El café solo, señora. Se lo digo a usted. —La camarera toca el antebrazo de la vieja y se va.


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