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Bésame mucho. Tercer acto de Camila López |
Entré en casa de Almudena. Dejé sobre la mesa de la
cocina el pan y los huevos que me había pedido comprar. Le pregunté a Abel por
su madre. El chico veía la tele en el salón. No me contestó. Su abuela, en
cambio, me sonrió sentada a su lado. Ha subido donde la vecina un momentín, me
dijo. Me acerqué a ella y la besé en la cabeza. Solo mirarla me provocaba
lástima. Hacía 6 semanas que vivía en Madrid y no entendía muy bien por qué. Era
mayor y quizá estar sola no era lo más conveniente pero Madrid la estaba
matando. Le pregunté si echaba de menos su casa en la Mancha. Cada día, me
dijo. Me senté en el reposabrazos del sofá y le dije que a mí me pasaba lo
mismo con Singapur. Ella se sorprendió. Le conté que allí conocí al hombre más espectacular
del mundo. Se rio con pudor y luego me llamó sinvergüenza. Me levanté y abracé
por detrás del sofá a Abel, aspiré con todas mis fuerzas el olor de su cuello y
lo besé en la oreja. De una cachetada me apartó. Oí la puerta de casa.
Corrí y desde el pasillo saludé a Almudena. Se ladeó y mostrándome una mejilla
me pidió un beso. Se lo di y cogidas del brazo entramos en la cocina.
—¿Has traído los huevos? —preguntó. Señalé la mesa—.
Gracias. Voy a hacer una tortilla, quédate a cenar.
—No, solo quería daros un beso. ¿Estás bien?
Almudena asintió con la cabeza pero con los labios
apretados. Sonreí, besé la punta de los dedos de mi mano y luego se los estampé
en la frente.
Llegué a la calle Princesa. Me paré en el número 33 y
alcé la vista al edificio de enfrente. Las cortinas del quinto piso estaban
echadas. Caminé 10 pasos calle arriba, me detuve y los desanduve. Volví a mirar
el edificio. Crucé la carretera y plantada ante el portal 38, piqué el quinto
derecha. La voz de Dolores, preguntando quién era, se escuchó cansada.
—Soy yo, Dolores, abre —dije, ella gritó.
—Está ya acostado —me dijo al abrir la puerta de casa, como si de
un secreto se tratara—. Pero ya sabes que tarda en dormirse. Pasa, anda, cielo,
que le va a hacer mucha ilusión verte. No dice nada, pero ya le conozco, se ha
quedado como un pajarito. Te echa de menos.
Dolores encendió la luz del largo pasillo por lo que al
abrir la puerta del dormitorio se iluminó parte de la estancia. Me confundió
con ella y pidió que saliera, que lo dejara solo.
—Agustín, soy yo —dije bajito.
—¿Yo? ¿Qué yo?
Me coloqué al lado de la cama. Él estaba recostado sobre
tres grandes almohadones.
—Yo —repetí. Encendí la luz de la mesilla y nos miramos.
—Si has venido a que te pida perdón, ya puedes irte.
—No he venido a eso.
—¿A qué entonces?
—A darte un beso.
—Tú no das besos.
—Ahora sí. —Me incliné hacia él y lo besé en la mejilla.
Lo sentí estremecerse.
—Perdóname…
—Tú no pides perdón.
—Ahora sí…
Llegué a casa y encontré a Joan en la misma postura en la
que lo había dejado cuatro horas antes. Sentado en su escritorio con la cabeza
gacha sobre unos dibujos y un lápiz en la mano derecha. Me apoyé en su mesa y le quité los
auriculares, no pareció sobresaltarse.
—¿No te he asustado? —pregunté.
—Te he oído llegar. ¿Vas a cenar algo?
Le estiré de la barba y lo besé en los labios.