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Molinos en la niebla de José María Moreno García |
Almudena los veía desde la ventana del
dormitorio de su madre, en la casona de la Mancha. Su hijo arrastraba por el
suelo a su amiga Elvira frente al portón. Elvira reía a carcajadas y Abel la
zarandeaba de lado a lado como si fuera un cazador de cocodrilos.
—¡No me lo puedo creer! —gritó Almudena al
abrir la ventana—. ¡Elvira, pareces tú más cría que él! ¡Levántate!
—¡Es él! —explicó Elvira alzando la vista y
viendo a su amiga asomada a la ventana—. ¿O es que no lo ves? ¡Es tu hijo!
Abel aprovechó que estaba distraída para
quitarle una bota y salir corriendo. Elvira chilló y fue tras él a la pata
coja. Almudena sonrió y cerró la ventana. Vio a su madre sentada en la cama, la
miró desde atrás con pena. Al acercarse le frotó la espalda y le dijo que la
ropa de la maleta se la iría colocando en el armario, pero que las mudas y la combinación
se las dejaría en el primer cajón de la cómoda.
—¿Te parece bien, mamá? —preguntó.
—¿Por qué no iba a parecerme bien?
Almudena se acercó a la cama.
—¿Sabes quién soy?
Sabina levantó la cabeza molesta.
—¿Es la tercera vez que me lo preguntas hoy? Y
tú, ¿sabes quién eres tú?
—Mamá…
—Eres muy pesada, Almudena, hija, muy pesada.
Muy, muy pesada. Yo solo necesito que me dejes un poquito tranquila.
—Está bien, lo siento. Te guardo esto y bajo a
dar una vuelta al bosque antes de empezar a preparar la comida, ¿te parece?
—Bien, bien, pero dile a Arturito que como se
manche esos pantalones cobra, ¿me has oído? Son 3 los que llevo lavando esta
semana. ¡Que si quiere coger lombrices que lo haga con un palo! ¡Con un palo y
sin arrodillarse!
Almudena abrió el primer cajón de la cómoda,
dejó las mudas y la combinación y sin levantar la cabeza salió de la habitación.
—¡Mira lo que me ha hecho tu hijo! —Elvira
entró en la cocina de barro hasta las cejas y con la bota del pie derecho en la
mano—. No tiene respeto por sus mayores. ¿Qué haces, tortilla de patatas?
Almudena dejó de batir media docena de huevos
en un bol de cristal.
—No sé si ha sido buena idea traerla aquí.
Elvira dejó la bota en el suelo y se frotó las
manos sobre su parka.
—Yo creo que sí, tres días en su casa le van a
venir muy bien.
—Habla de mi hermano pequeño como si fuera un
niño.
Elvira extrañada se apoyó en la encimera.
Estaba hecha de azulejos blancos, aunque lucían algo amarillentos. Repasó las
juntas con el dedo índice y dijo no demasiado convencida:
—Pensaba que eras tú la pequeña, que tu madre
te había tenido ya siendo mayor, mucho después de haber tenido a tus hermanos.
—Sí, pero después de mí todavía tuvo a mi
hermano Arturo.
—Ah, pues no lo sabía. ¿Y vive en Valladolid como
tus otros dos hermanos?
—No, no vive en Valladolid. A ti te gusta la
tortilla con cebolla, ¿verdad?
Abel lanzó un par de ramas al centro de la
hoguera.
—¡No lo avives tanto! —le espetó su madre—.
Vamos a salir incendiados.
—Se agradece un poco de calor, las noches son
frías, son muy frías y largas… —dijo Sabina sin apartar la vista del fuego.
Elvira se levantó de su desgastada silla de
tela y aluminio y dijo que entraba en casa a por otro botellín de cerveza.
Antes de cruzar el portón, Almudena le gritó que le sacara otro para ella. Al
abrir la nevera y agacharse para coger las bebidas, escuchó unas pisadas detrás
de sí.
—Abel, no pienses que te voy a dar una cerveza.
Los pasos parecieron retroceder. Eran claros chasquidos
de tierra sobre la loseta de la cocina. Elvira se dio la vuelta.
—¿Abel? —Cerró la nevera con el codo al tener un
botellín en cada mano—. ¿Abel? —Salió de la cocina y se quedó mirando las
escaleras que subían al segundo piso. Escuchó los últimos escalones crujir—. ¡Abel,
no tiene ninguna gracia, ninguna!
Enfadada salió de la casa. Al llegar a la
hoguera, ofreció la cerveza a su amiga y se quejó de su hijo.
—¿Qué he hecho yo ahora? —preguntó el chico sentado al
otro lado de la hoguera.
Elvira lo miró, miró a su amiga, miró a Sabina
y volvió a mirar a Abel.
—¿Qué haces aquí? —preguntó.
—Joder, mamá, tu amiga es una puta chalada —y
el joven soltó una risotada.
Elvira no dijo nada. Se acomodó en la silla y
bebió su cerveza.
Almudena arropó a su madre en la cama.
—Dame la foto, la foto.
—¿Esta? —preguntó Almudena cogiendo de la
mesilla un marquito de plata.
—Sí, sí, dámela. —Almudena se la dio y Sabina
tras besarla se la apretó en el pecho—. Son muy guapos, ¿verdad?
—Sí, los abuelos siempre fueron muy guapos. —La
besó en la mejilla y salió de la habitación. Cuando llegó a la suya se encontró
a Elvira dentro de la cama—. ¿Qué haces aquí?
—No pienso dormir sola. Esta casa está llena
de fantasmas.
Almudena se rio. Se metió en la cama y le
explicó que era una casa demasiado vieja, le crujían las entrañas.
—No son las entrañas lo que cruje,
Almu —dijo imitando el dulce tono de voz de su amiga.
Almudena se dio media vuelta. Estaban cara a
cara sobre la almohada.
—Elvi, ¿me prometes una cosa? —Elvira asintió—.
No dejes que me vaya estando todavía viva, mátame antes.
(continuará…)