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Los gatos de Carmen Mansilla |
Estaba sentada de lado en una silla de hierro
y mimbre de una de las terracitas en una céntrica plaza de Madrid. Daba vueltas
a la segunda página de un libro que acababa de empezar a leer. No lo estaba
entendiendo. Miré la contraportada y releí la sinopsis de nuevo. Seguía sin
entenderlo. Pensé en mi novela, en lo fácil que resultaba frente al libro,
en que quizá fuera eso por lo que ninguna editorial estaba dispuesta a
publicármela. Resoplé y tiré el libro sobre la mesa. Me quité las gafas de leer
y me puse las de sol. Un niño gritó en la mesa de al lado, lo miré con asco y
luego me di cuenta de que su padre, leyendo el periódico, llevaba ignorándolo
un buen rato. No le quité la vista hasta que levantó la cabeza y me vio. Lo
sonreí y luego le señalé a su hijo. El hombre miró al niño y no pareció entender
así que me preguntó si pasaba algo.
—No, nada —dije sonriendo—, solo que si tú no
lo quieres aguantar imagínate yo.
El hombre comenzó a increparme con una larga
lista de insultos entre los que destacaban: egoísta y loca. Nada nuevo. De mi
bolso saqué los auriculares, me los puse y abrí la aplicación de Spotify.
Coloqué los pies en la silla de enfrente y cerrando los ojos dejé que Cesária
Évora me cantara al oído. Tres canciones fueron las que pasaron antes de abrir
los ojos y verlo sentado en mi mesa. Sorprendida solté una carcajada.
—¿Qué haces tú aquí? —pregunté. Replegué las
piernas, me quité los auriculares y apoyé los brazos en la mesa extendidos. Markus
me cogió una de las manos y entrecruzó los dedos con los míos.
—Estás vieja —dijo.
—Echaba de menos la sinceridad alemana. Tómate
una cerveza conmigo —dije. Markus, obediente, levantó la mano y gritó al camarero,
que no se movió de la puerta del bar, dos cañas—. Muy español.
No sé el tiempo que no lo veía, podría decir
que un año, pero hacía casi tres que había terminado la pandemia y con ella su
regreso a Múnich, así que quizá cuatro, no lo sé, sinceramente, no recordaba la
última vez que habíamos estado juntos. De un tiempo a esta parte, me pasaba
mucho y mi incapacidad para echar de menos a la gente no me ayudaba a retomar
el contacto.
Markus se apoyó en la silla y me sonrió.
—Necesitaba algo de sol.
Siempre me cayó bien. Es cierto que pocas o,
mejor dicho, ninguna pareja de mis amigas me caía bien. Se dividían en dos
grupos: idiotas redomados y redomados idiotas. Sin embargo, siempre me entendí
con Markus, posiblemente por su humor, ácido y crudo; por su virtuosismo con el
español, en poco más de un año manejaba expresiones como un nativo; por su
paciencia con Beatriz; por su sinceridad al dejarla, poco margen a las hadas y
mariposas; por su buena conversación y gusto literario…
—Peter Weiss —dijo cogiendo el libro de la
mesa.
—Peter Weiss —repetí.
Lo abrió y repasó las amarillentas páginas de
esa edición de 1968. Lo dejó de nuevo sobre la mesa y esperó en silencio a que
el camarero trajera las cervezas. Cuando lo hizo, me ofreció la mía y pegó un
trago a la suya.
—Esta mañana he estado con Beatriz, en su casa
—dijo. Se echó hacia adelante—. No está bien.
Bajé la cabeza y fingí sacudirme migas de mis
pantalones.
—Ya —dije—. Hace casi un
año que no tengo ningún tipo de relación con ella.
—Lo sé, me lo ha dicho.
Apreté los labios, no quería seguir hablando
de ella.
—Te echa de menos —insistió.
—Qué suerte. Mi psicopatía impide que sea
recíproco.
Markus se acercó con la silla y me agarró por
detrás de las rodillas.
—Les he alquilado la casa de Múnich a unos
amigos. Voy a quedarme una temporada en España. Tres semanas en Madrid y
después trabajaré desde Almería, quizá hasta octubre o noviembre, no lo sé. Voy
a alquilar una casita en Níjar, en medio de la nada, de las que te gustan, ya
la tengo apalabrada. Estás invitada.
—¿Hace cuánto que no nos vemos?
—Poco más de año y medio —contestó.
Sorprendida negué con la cabeza—. Sí, desde la fiesta de inauguración de la
casa de Beatriz, que terminó con varias complicaciones…
—Dios mío… —Mi cabeza voló hasta encontrarme
en esta misma plaza un año atrás cruzándola de madrugada, amoratada, del brazo de
Almudena con un tiesto de petunias—. Dios mío, por favor, es cierto… —Me eché a
reír, Markus también. Me embriagó una nostalgia que tardé en reconocer como
sentimiento propio y tuve inmensas ganas de llorar. Me aparté de Markus y tomé
un sorbo de mi cerveza—. ¿Sigue viviendo en el palacete?
—¿Beatriz? —Asentí—. Sí —contestó.
—¿Y tú?
—He alquilado un Airbnb aquí. —Levantó
el brazo y señaló el edificio de enfrente—. Te he visto llegar, pedir el café,
leer y enfadarte con tu vecino de mesa.
—¿Me estabas espiando?
—Te estaba esperando. Eres animal de
costumbres. ¿Hablarás con ella?
Tres días más tarde salí de casa explicándole
a Joan que no sabía si tardaría en volver.
—¿A dónde vas? —preguntó extrañado.
—No lo tengo muy claro.
Ya en la calle, rebusqué en mi bolso y saqué
los auriculares. Me conecté a Cesária Évora y la escuché sin moverme del
portal. No fue hasta la cuarta canción cuando decidí emprender el camino. Siete
minutos después estaba frente al palacete de Beatriz. Me acerqué al portalón de
1842 y lo acaricié con una mano. Pensativa me quité con lentitud los
auriculares y los guardé en el bolso. Conté hasta 25 y toqué el timbre del
primer piso. Esperé nerviosa, nadie contestaba. Repetí la operación hasta en
tres ocasiones. Nada. Me rendí. Di un par de pasos hacia atrás y observé el
distinguido edificio. Tenía que haberla llamado, pensé, tenía que haberlo
hecho, pero qué iba a decirle, qué podía decirle que sonara bien… Retomé el
camino a casa dudando de si tendría en otra ocasión el valor para hacerlo de
nuevo. Así que me detuve y retrocedí hasta el palacete. Me senté en el segundo
escalón del portalón y la esperé. Escuché dos veces el disco completo de Radio
Mindelo de Cesária Évora, después busqué canciones al azar. En mitad de Tell
me what de Fine Young Cannibals, unas Nike del 38 se pararon frente
al escalón, levanté la cabeza y vi a Beatriz delante de mí con ropa de deporte. Dejé
a Roland Gift cantando en el escalón de piedra y me puse de pie.
—Hola —dije.
—Hola —dijo.