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Hirce de Carmen Mansilla |
En el
coche sonaba Bury a friend de Billie Eilish. Hacía veinte minutos que Joan
conducía por territorio manchego. Habíamos alquilado una casita en la Serranía
de Cuenca. No trabajar los viernes me daba cierto margen para salir, sin
prisas, de Madrid los fines de semana y retomar los lunes de la ciudad con otra
perspectiva. Joan podía dibujar donde quisiera.
—Habrá
que ir pensándolo —dijo.
Bajé la
música.
—¿Pensar
qué? —pregunté.
Sonrió
sin dejar de mirar la carretera.
—Ya sabes
qué.
—No tengo
ni idea a qué te refieres —y subí la música de nuevo.
Dejar
Madrid y trasladarnos a la sierra manchega, a una casita en mitad de la nada,
era algo que nos rondaba la cabeza. Que Joan se dedicara a tiempo completo a
sus dibujos y que mi ceguera me impidiera caminar cómodamente por una abarrotadísima
ciudad, había plantado sobre la mesa unos planes que años atrás se concebían
como una simple idea bucólica. Dar luz verde a la mudanza significaba asumir
aspectos de mi vida a los que todavía no quería, o podía, enfrentarme. Prefería
no abrir la caja, que el desorden dentro siguiera campando a sus anchas, no me
importaba.
Joan
aparcó el coche frente a una pequeña casa de dos pisos de piedra. Junto al
portón de entrada había un todoterreno. Salí del coche y me estiré cual gato
antes de ser cogido en brazos. “¿Hola?” dije acercándome al todoterreno. Eché
un vistazo a su interior, no había nadie. Me di la vuelta e hice un gesto de
incertidumbre a Joan, él me lo devolvió. Luego abrió el diminuto maletero y sacó
las dos mochilas.
—Tenemos
que comprar un coche, esté último que hemos alquilado no me convence —dije.
—Pensaba
que eras comunista. —Comenzó a imitar mi voz—: Nada de propiedades,
amor, nada-de-propiedades.
—¡Quiero
el divorcio!
—No
estamos casados, las comunistas tampoco creéis en la institución del
matrimonio.
Me reí y
le solté cuatro improperios.
—¿Elvira?
Detrás de
mí apareció una mujer menuda de apenas cuarenta años. Me cogió por los hombros
y me dio dos besos.
—Sí —contesté
desconcertada. Con disimulo me limpié las mejillas porque la sensación aberrante
que se me impregnaba al ser tocada por desconocidos iba en aumento con los
años.
—¿Un
viaje largo? —preguntó acercándose esta vez a Joan.
—No, no, no
ha llegado ni a dos horas. Venimos de Madrid.
La mujer
le extendió la mano y Joan se vio obligado a dejar las mochilas en el suelo.
—Cierto,
que vosotros sois la pareja de Madrid. Bien, ¿entramos?
La mujer empujó
el portón y nos dejó pasar primero. A primera vista me recordó a la casa de Sabina, la
madre de Almudena, aunque la suya era bastante más grande.
—He
llegado esta mañana para abrir ventanas y airearla un poco. Hace casi tres
semanas que no la alquilábamos. Olía a cerrado, ya me entendéis.
—Claro. —Sonreí.
—Bueno,
es muy sencillo. Abajo: cocina, salón comedor y servicio; arriba: tres habitaciones
y cuarto de baño. ¿Eres comunista?
—¿Perdón?
—exclamé absolutamente contrariada.
—Antes.
Os he oído.
—Ah, eso.
Es una broma entre nosotros.
—Ya. —Ladeó
la cabeza y me sonrió rígida—. Bromear con eso con la que está cayendo en este
país hoy en día es peligroso, ¿no crees?
Eché una
rápida mirada a Joan quien recogió el testigo y cambió de tema como buen Virgo
que es.
—Veo que
la cocina tiene puerta trasera.
—Así es.
Conecta directamente con el jardín. La casa dispone de doscientos metros de terreno,
pero como os habréis dado cuenta no están acotados. Dibujad los lindes en
vuestra cabeza y respetad del resto de la Serranía.
—Por supuesto,
lo haremos, no te preocupes —contestó Joan con esa candidez que enamora a
todos.
La mujer
nos explicó el funcionamiento de la chimenea. Nos mostró donde se guardaban las
mantas y las toallas y nos aclaró que la cafetera era de cápsulas, las cuales
estaban en el tarro grande de cristal junto a la máquina.
—¿Y el wifi?
—pregunté.
—¿A qué
te refieres?
—La
contraseña del wifi, si nos la pudieras dar, pues...
—No hay wifi.
—Hizo una mueca expresando obviedad y nos explicó que en la zona casi no había
cobertura.
Saqué el
móvil del bolsillo trasero del pantalón y efectivamente marcaba con una equis roja la línea de
4G.
Cuando la
vi alejarse en su todoterreno respiré aliviada.
—¿No te
ha parecido rara esta mujer? —Pero preguntar a Joan sobre aspectos humanos era
como pedirle a un pez que subiera a un árbol.
Lo vi deshacer
su mochila, meter la comida en la nevera y proponerme dar un paseo. Accedí,
aunque caminar entre naturaleza no fuera uno de mis mayores placeres. Lo único
que me seducía de vivir en una casa en la montaña era que podría mantenerme
alejada del ser humano, sin embargo, rechazaba todo aquel beatus ille.
Al volver
a la casa, sugerí hacer algo sencillo para cenar, pensaba en una ensalada de
pasta o un picoteo rápido de quesos y embutidos. Entré en la cocina y me paré
en secó.
—¿Joan? —Esperé
a que me contestara, pero no lo hizo, lo escuché en el piso de arriba, permanecí quieta un rato y
lo llamé una vez más. Bajó las escaleras y se colocó a mi lado—: ¿Has dejado tú
la puerta trasera abierta?
No
contestó, se limitó a cerrarla y sin mirarme me dijo que sí. Mentía.
(continuará)