18 feb 2024

Terror en la Mancha (I)

 

Hirce de Carmen Mansilla

En el coche sonaba Bury a friend de Billie Eilish. Hacía veinte minutos que Joan conducía por territorio manchego. Habíamos alquilado una casita en la Serranía de Cuenca. No trabajar los viernes me daba cierto margen para salir, sin prisas, de Madrid los fines de semana y retomar los lunes de la ciudad con otra perspectiva. Joan podía dibujar donde quisiera.

—Habrá que ir pensándolo —dijo.

Bajé la música.

—¿Pensar qué? —pregunté.

Sonrió sin dejar de mirar la carretera.

—Ya sabes qué.

—No tengo ni idea a qué te refieres —y subí la música de nuevo.

Dejar Madrid y trasladarnos a la sierra manchega, a una casita en mitad de la nada, era algo que nos rondaba la cabeza. Que Joan se dedicara a tiempo completo a sus dibujos y que mi ceguera me impidiera caminar cómodamente por una abarrotadísima ciudad, había plantado sobre la mesa unos planes que años atrás se concebían como una simple idea bucólica. Dar luz verde a la mudanza significaba asumir aspectos de mi vida a los que todavía no quería, o podía, enfrentarme. Prefería no abrir la caja, que el desorden dentro siguiera campando a sus anchas, no me importaba.

Joan aparcó el coche frente a una pequeña casa de dos pisos de piedra. Junto al portón de entrada había un todoterreno. Salí del coche y me estiré cual gato antes de ser cogido en brazos. “¿Hola?” dije acercándome al todoterreno. Eché un vistazo a su interior, no había nadie. Me di la vuelta e hice un gesto de incertidumbre a Joan, él me lo devolvió. Luego abrió el diminuto maletero y sacó las dos mochilas.

—Tenemos que comprar un coche, esté último que hemos alquilado no me convence —dije.

—Pensaba que eras comunista. —Comenzó a imitar mi voz—: Nada de propiedades, amor, nada-de-propiedades.

—¡Quiero el divorcio!

—No estamos casados, las comunistas tampoco creéis en la institución del matrimonio. 

Me reí y le solté cuatro improperios.

—¿Elvira?

Detrás de mí apareció una mujer menuda de apenas cuarenta años. Me cogió por los hombros y me dio dos besos.

—Sí —contesté desconcertada. Con disimulo me limpié las mejillas porque la sensación aberrante que se me impregnaba al ser tocada por desconocidos iba en aumento con los años.

—¿Un viaje largo? —preguntó acercándose esta vez a Joan.

—No, no, no ha llegado ni a dos horas. Venimos de Madrid.

La mujer le extendió la mano y Joan se vio obligado a dejar las mochilas en el suelo.

—Cierto, que vosotros sois la pareja de Madrid. Bien, ¿entramos?

La mujer empujó el portón y nos dejó pasar primero. A primera vista me recordó a la casa de Sabina, la madre de Almudena, aunque la suya era bastante más grande.

—He llegado esta mañana para abrir ventanas y airearla un poco. Hace casi tres semanas que no la alquilábamos. Olía a cerrado, ya me entendéis.

—Claro. —Sonreí.

—Bueno, es muy sencillo. Abajo: cocina, salón comedor y servicio; arriba: tres habitaciones y cuarto de baño. ¿Eres comunista?

—¿Perdón? —exclamé absolutamente contrariada.

—Antes. Os he oído.

—Ah, eso. Es una broma entre nosotros.

—Ya. —Ladeó la cabeza y me sonrió rígida—. Bromear con eso con la que está cayendo en este país hoy en día es peligroso, ¿no crees?

Eché una rápida mirada a Joan quien recogió el testigo y cambió de tema como buen Virgo que es.

—Veo que la cocina tiene puerta trasera.

—Así es. Conecta directamente con el jardín. La casa dispone de doscientos metros de terreno, pero como os habréis dado cuenta no están acotados. Dibujad los lindes en vuestra cabeza y respetad del resto de la Serranía.

—Por supuesto, lo haremos, no te preocupes —contestó Joan con esa candidez que enamora a todos.

La mujer nos explicó el funcionamiento de la chimenea. Nos mostró donde se guardaban las mantas y las toallas y nos aclaró que la cafetera era de cápsulas, las cuales estaban en el tarro grande de cristal junto a la máquina.

—¿Y el wifi? —pregunté.

—¿A qué te refieres?

—La contraseña del wifi, si nos la pudieras dar, pues...

—No hay wifi. —Hizo una mueca expresando obviedad y nos explicó que en la zona casi no había cobertura.

Saqué el móvil del bolsillo trasero del pantalón y efectivamente marcaba con una equis roja la línea de 4G.

Cuando la vi alejarse en su todoterreno respiré aliviada.

—¿No te ha parecido rara esta mujer? —Pero preguntar a Joan sobre aspectos humanos era como pedirle a un pez que subiera a un árbol.

Lo vi deshacer su mochila, meter la comida en la nevera y proponerme dar un paseo. Accedí, aunque caminar entre naturaleza no fuera uno de mis mayores placeres. Lo único que me seducía de vivir en una casa en la montaña era que podría mantenerme alejada del ser humano, sin embargo, rechazaba todo aquel beatus ille.

Al volver a la casa, sugerí hacer algo sencillo para cenar, pensaba en una ensalada de pasta o un picoteo rápido de quesos y embutidos. Entré en la cocina y me paré en secó.

—¿Joan? —Esperé a que me contestara, pero no lo hizo, lo escuché en el piso de arriba, permanecí quieta un rato y lo llamé una vez más. Bajó las escaleras y se colocó a mi lado—: ¿Has dejado tú la puerta trasera abierta?

No contestó, se limitó a cerrarla y sin mirarme me dijo que sí. Mentía.

 

(continuará)

 

4 comentarios:

Mai dijo...

Ay por favaaaaaar, me encanta la intrigaaaaa. Necesito mas!!!

Elvira Rebollo dijo...

La Mancha, tierra de intrigas y aventuras. Veremos a ver. ;-)

Míguel dijo...

¡Ay madre! estoy en ascuas.

Elvira Rebollo dijo...

Miguel, a ti lo que te aterra es el comunismo de por medio, reconócelo, ¡jajajajajaja!