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Dos viejos comiendo sopa de Francisco de Goya (Museo del Prado, Madrid) |
—Podría
haber venido Joan, ¿no? Digo yo que también será su casa.
—Beatriz,
tienes un biplaza, ¿lo habrías metido en el maletero?
—Mira,
Elvi, no vas a conseguir que me sienta culpable por tener un nuevo BMW. ¿Por
qué todos los comunistas sois así? ¡Jodeos por vivir en la inmundicia, no es
nuestro problema! ¿Tú no eres feliz con la chatarra de tu amiguita Almudena?,
os la presta a todos, ¿no?, esa antigualla verde metalizada que ni sé cómo no
está en el Museo Arqueológico, ¡cualquier día os matáis en ella! Sois unos inconscientes, pero, claro, en eso radica ser roja, ¿verdad?: en ser una inútil, no facturar y, culpando
al sistema capitalista, decir que lo tuyo es mío y lo mío ya veremos, ¡lo mío ya
veremos!
—Beatriz,
este coche te lo acaba de comprar tu padre.
—¿Y qué
quieres decir con eso?
—Nada, no
quiero decir nada. —Suspiro y sigo mirando a la carretera.
—Si lo
que tienes es envidia, chica, le digo que te compre otro a ti.
Me mira
con sorna y nos reímos. Tener de vuelta a Beatriz en mi vida es volver a contemplar
la vida desde otra perspectiva y eso me divierte. Lo cierto es que la había
echado mucho de menos. La personalidad de Bea encendía cada momento que
comparto con ella. Sí, es cierto, tengo envidia, no precisamente de su caprichoso
BMW Z4 sino de su fuerza y seguridad en sí misma. Podía convencerte del mayor
disparate jamás contado solo por cómo lo estaba exponiendo, te llevaba a su
terreno con tal zalamería que nunca nadie le negaría nada. Y por ese motivo le
había pedido que me acompañara. En la búsqueda de nuestra casita de campo, Joan
y yo habíamos visto una en la Sierra del Segura. En realidad, se trataba de una
casona derruida y un establo en medio de la nada, sin embargo, la podíamos
pagar y ya veríamos cómo sacarla adelante. Aun así, queríamos bajar el precio,
cuanto más pudiéramos reservar para la reforma, mejor. Y nadie como Beatriz para
negociar una venta y salir ganando.
Llegamos
y Bea sale del coche con coquetería poniéndose las gafas de sol y sonriendo al
hombre de la inmobiliaria que espera frente al terreno. A mí me cuesta algo más,
enseguida me doy cuenta de que desencajarme de aquel deportivo no iba a ser
cosa fácil. Primero me agarro con una mano al techo, pero así, mis cortas
piernas no alcanzan a tocar el suelo, así que las vuelvo a meter; esta vez me
sujeto a ambos lados de la puerta, en cruz, y con impulso saco las piernas y de
puntillas toco el suelo, sintiendo tierra firme voy arrastrando el culo hasta
ponerme al filo del asiento, pego un salto y salgo con un gritito.
—Es
discapacitada —señala Beatriz al hombre quien no deja de mirarme perplejo.
El hombre
nos muestra la casa. La miro desde fuera y decepcionada digo:
—No tiene
porche.
—¿Porche?,
no tiene paredes... —añade Beatriz.
—Señoras,
estamos ante una finca rústica con casi diez mil metros cuadrados de terreno. Podrán
poner los porches que deseen una vez sea suya.
—A mí no
me mire, la que quiere estas cuatro piedras es la tullida.
Sonrío al
señor y él, acercándose, empieza a dibujar en el aire el plano de una supuesta
casa de tres plantas conectada con el establo a través de un pasillo exterior
de cristal.
—¿Lo ve? —me
pregunta.
—Lo veo,
lo veo —y vuelvo a sonreír con la misma condescendencia que antes.
Beatriz
entra en conversación y con verdadero encanto le hace ver al gestor que semejante
reforma triplicaría el gasto que había previsto, él parece entenderla, no obstante,
le asegura que el terreno en sí ya vale el precio fijado. Me alejo de la
discusión y camino sin rumbo, sigo un sendero que parece haber sido marcado por
pisadas de ganado. A unos trescientos metros veo una casita. Me acerco, está a
medio vallar, bastante descuidada, diría que abandonada. El ladrido de un perro
me asusta y me alejo unos pasos, pero al ver un juguetón Border Collie, me acerco de nuevo. Hola, le digo, ¿vives aquí?
—¿Esperas
que te conteste? ¡Es un perro!
Levanto
la cabeza y en la entrada de la casa hay una vieja sentada en lo que parece una
silla roñosa de playa.
—¡Hola! —saludo
gritando—. ¡Pensaba que la casa estaba abandonada!
—Estoy medio
ciega no sorda, deja de gritarme de esa manera.
—¡¡Lo
siento!!
—Y dale…
Anda, entra antes de que me sangren los tímpanos.
Abro una
destartalada puerta de madera con alambre y entro en su terreno. Junto al
perro, atravieso un pequeño jardín lleno de maleza.
—Hola —digo
al llegar a la entrada.
—Hombre,
sabes hablar en un tono normal.
—¿Vive
usted aquí sola?
—¿Te parece que mi perro no es suficiente compañía?
—No, no,
claro, o sea sí, sí, un perro lo es todo. Yo tengo un gato.
—Odio los
gatos.
—Vale.
—¿Qué
haces aquí?
—Usted me
ha dicho que entrara porque estaba gritando demasiado.
—Esta
conversación va a ser larga… Que qué haces aquí, en medio de la nada.
—Ah, he venido
a ver la finca de arriba, igual la compro.
—¿La
finca de los Gallardo? ¿Por qué?
—Mi chico
y yo queremos dejar la ciudad, hay muchas cosas que ya no entendemos de ese
estilo de vida.
—Ya. ¿Y
creéis que vais a entender el estilo de vida del campo?
Levanto
los hombros.
—No lo
sé, pero parece un mejor lugar para vivir, más bonito.
La vieja suelta
una fuerte carcajada.
—¿Más bonito?
—No quiero decir la apariencia, sino me refiero a bonito en esencia, todo aquí es más puro.
—¿Puro? ¿Quieres que te cuente algo puro? —Vuelvo a levantar lo hombros y la vieja comienza—: Mi marido murió hace cuatro años, aquí, en esta casa. Se levantó mareado, que no quería café, me dijo. Bueno, pues tómate aunque sea un poco de zumo, te hará bien. Se desplomó en la cocina. Los Gallardo habían dejado la finca hacía casi 20 años y los Benjumeda se habían ido a pasar la pandemia a casa de su hijo mayor. Me quedé sola y aislada, sin poder conducir por esta ceguera que tengo. Los servicios de emergencia, con la que estaba cayendo, aparecieron diecisiete días después. Diecisiete días conviviendo con mi marido muerto. Dime, guapa, ¿te parece bonito?
Beatriz me
ve aparecer a lo lejos.
—¡¿Dónde
te habías metido?! ¡¿Sabes que hay animales salvajes por aquí?!
Me acerco
y contesto que lo siento, que estaba por ahí, que se me fue el tiempo. Beatriz me
agarra por el brazo y al oído me susurra que ha conseguido bajar veinte mil
euros del precio.
—No la quiero —le digo.
—¿Cómo
que no la quieres? ¿Estás loca? No vas a encontrar nada mejor. ¿Por qué no la
quieres?
—Porque
no tiene porche. Vámonos.