Pensando en Wyeth de Carmen Mansilla |
Nota: Este relato es la continuidad de El parador (I), por lo que aconsejo leerlo antes.
Agarré
con dos dedos el asa de la tacita de café y le di media vuelta. La ajusté al
hueco del platillo y la observé con detalle, después me la llevé a la boca. Con
la edad vas cogiendo manías, aunque a mí me gusta llamarlos rituales. Me sequé
el labio superior con el inferior y volví a dejar la taza en la mesa con el
asa, nuevamente, en el lado contrario.
—¿Ya lo
tenéis todo preparado para esta noche? —pregunté a Abel a quien tenía delante.
Mateo había subido a la habitación para llamar a sus padres.
—Sí.
Me elevé
las gafas con un golpecito rápido en el lado izquierdo. Pesaban demasiado. Me
lo advirtió el optometrista, te sientan bien, pero tienes poco puente, se irán
resbalando, lo sonreí y le dije que me las quedaba. No han dejado de darme
problemas desde entonces, es el precio que debemos pagar las feas presumidas.
—¿A medianoche
vais a empezar con la investigación?
—Sí.
—Ya. ¿Has
comido bien o te has quedado con hambre? Podemos pedir algo más de
postre, ¿quieres?
—No.
Me
contestaba sin levantar la vista de su móvil. Supongo que mi presencia le
molestaba, a mí el saberlo me incomodaba. Me desabroché la chaqueta, hacía
calor para ser octubre. El jardín era bonito aunque se me hacía desordenado.
Las mesas se disponían sin una aparente lógica, parecían haber sido colocadas
por un grupo de niños al terminar la clase. Eran mesas redondas de hierro y
algunas tenían dos sillas, otras cuatro, había una de seis, cuatro de dos y otra
a lo lejos de tan solo una, ¡qué disparate! Así que comencé a idear una
distribución más armoniosa. Ladeé la cabeza y reorganicé el espacio
mentalmente.
—¿Qué
haces? —preguntó Abel.
—Nada —contesté.
—¿Qué
estás contando?
—¿Contaba
en voz alta? —solté una carcajada—. Pues no lo sé.
—Puta chalada...
Lo miré
un instante y le pregunté si ya había llamado a su madre para darle las
gracias.
—¿Gracias
de qué?
—Este parador
no es barato. Llevas tiempo queriendo venir y ella lo sabía. Ha sido un bonito
detalle.
—¿Para
quién? ¿Para mí o para ella? Le ha faltado tiempo para soltarme aquí y así
llevarse a la abuela a Valladolid.
—¿Eso te ha
molestado?
—¡Me la
suda!, ¿vale? ¡Joder! ¡Comedme todos la puta polla!
Le hice
un gesto para que bajara el tono y le pedí que me hablara con respeto porque si
no nos volveríamos a Madrid en el siguiente tren, le expliqué con
inquebrantable serenidad que no había construido mi vida para compartir mis
cafés con adolescentes alterados. Amaba profundamente el orden y la
tranquilidad de cada uno de mis días gracias a todas las decisiones que había
ido tomando para conseguirlo, por ello, a mis cuarenta y siete años no estaba dispuesta
a sacrificarlo ni siquiera durante un fin de semana. Por último, le avisé de que era una mujer de mecha corta y sin remordimientos, que lo interpretara como buenamente pudiera.
—¿Me has
entendido? —Abel asintió y se agachó colocando los codos sobre las rodillas—.
Bien, pues hablemos. ¿No te parece bien que tu madre lleve a tu abuela a Valladolid?
—No es un
puto trasto —dijo sin levantar la vista.
—No, no
lo es, claro que no. Pero Sabina tiene muchas dificultades para ser
autosuficiente, ya lo sabes. Tu madre no puede hacerse cargo, es un problema del
que tus tíos también deben responsabilizarse.
—Que la
dejen en paz…
—No es
tan fácil, Abel.
—¿Quién
va a hacerse cargo de ti? —preguntó alzando la cabeza.
—Nadie
tiene que hacerse cargo de mí.
—Ahora
no. Pero cuando seas una puta vieja, ¿qué? Si ya estás mazo chalada, imagínate
en unos años. —Crucé los brazos y me recosté sobre el respaldo de la silla—.
Tranquila, tienes suerte, no tienes hijos.
—¿Qué
quieres decir con eso?
—Que
nadie va a decidir por ti. Te morirás sola en tu puta casa, esa del pueblo que
te vas a comprar con Joan, y te comerán los doscientos gatos que habrás acumulado
porque terminarás en plan pirada total.
—Ya. ¿Y
te parece una bonita manera de morir? ¿Quieres eso para tu abuela?
—Joder,
macho, Elvira, no es lo que yo quiera, es lo que cada uno decida, que me la suda
te digo, ¡pero, joder, son viejos no putos retrasados! —Respiró un poco—. Mi
abuela quiere estar en su casa en plan tranquila con su puto huerto y sus putos
animales, ¡y ya! Pero la van a matar llevándola de aquí para allá.
—Sabina
no puede estar sola en aquella casona.
—Tú
tampoco podrás y lo estarás. Y yo. Tenemos suerte. No serán nuestros hijos
quienes nos maten.
—Abel…
—Llama a
mi madre y dale tú las putas gracias. Por mí como si se muere, como si se
mueren las dos.
—Abel…
Abel, siéntate, venga, no te vayas, sigamos hablando, ¡Abel!
Lo vi alejarse,
hacia a la entrada del parador, desgarbado y oscuro.
(Continuará...)
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