7 ene 2025

El parador (II)

 

Pensando en Wyeth de Carmen Mansilla

Nota: Este relato es la continuidad de El parador (I), por lo que aconsejo leerlo antes.

Agarré con dos dedos el asa de la tacita de café y le di media vuelta. La ajusté al hueco del platillo y la observé con detalle, después me la llevé a la boca. Con la edad vas cogiendo manías, aunque a mí me gusta llamarlos rituales. Me sequé el labio superior con el inferior y volví a dejar la taza en la mesa con el asa, nuevamente, en el lado contrario.

—¿Ya lo tenéis todo preparado para esta noche? —pregunté a Abel a quien tenía delante. Mateo había subido a la habitación para llamar a sus padres.

—Sí.

Me elevé las gafas con un golpecito rápido en el lado izquierdo. Pesaban demasiado. Me lo advirtió el optometrista, te sientan bien, pero tienes poco puente, se irán resbalando, lo sonreí y le dije que me las quedaba. No han dejado de darme problemas desde entonces, es el precio que debemos pagar las feas presumidas.

—¿A medianoche vais a empezar con la investigación?

—Sí.

—Ya. ¿Has comido bien o te has quedado con hambre? Podemos pedir algo más de postre, ¿quieres?

—No.

Me contestaba sin levantar la vista de su móvil. Supongo que mi presencia le molestaba, a mí el saberlo me incomodaba. Me desabroché la chaqueta, hacía calor para ser octubre. El jardín era bonito aunque se me hacía desordenado. Las mesas se disponían sin una aparente lógica, parecían haber sido colocadas por un grupo de niños al terminar la clase. Eran mesas redondas de hierro y algunas tenían dos sillas, otras cuatro, había una de seis, cuatro de dos y otra a lo lejos de tan solo una, ¡qué disparate! Así que comencé a idear una distribución más armoniosa. Ladeé la cabeza y reorganicé el espacio mentalmente.

—¿Qué haces? —preguntó Abel.

—Nada —contesté.

—¿Qué estás contando?

—¿Contaba en voz alta? —solté una carcajada—. Pues no lo sé.

—Puta chalada...

Lo miré un instante y le pregunté si ya había llamado a su madre para darle las gracias.

—¿Gracias de qué?

—Este parador no es barato. Llevas tiempo queriendo venir y ella lo sabía. Ha sido un bonito detalle.

—¿Para quién? ¿Para mí o para ella? Le ha faltado tiempo para soltarme aquí y así llevarse a la abuela a Valladolid.

—¿Eso te ha molestado?

—¡Me la suda!, ¿vale? ¡Joder! ¡Comedme todos la puta polla!

Le hice un gesto para que bajara el tono y le pedí que me hablara con respeto porque si no nos volveríamos a Madrid en el siguiente tren, le expliqué con inquebrantable serenidad que no había construido mi vida para compartir mis cafés con adolescentes alterados. Amaba profundamente el orden y la tranquilidad de cada uno de mis días gracias a todas las decisiones que había ido tomando para conseguirlo, por ello, a mis cuarenta y siete años no estaba dispuesta a sacrificarlo ni siquiera durante un fin de semana. Por último, le avisé de que era una mujer de mecha corta y sin remordimientos, que lo interpretara como buenamente pudiera.

—¿Me has entendido? —Abel asintió y se agachó colocando los codos sobre las rodillas—. Bien, pues hablemos. ¿No te parece bien que tu madre lleve a tu abuela a Valladolid?

—No es un puto trasto —dijo sin levantar la vista.

—No, no lo es, claro que no. Pero Sabina tiene muchas dificultades para ser autosuficiente, ya lo sabes. Tu madre no puede hacerse cargo, es un problema del que tus tíos también deben responsabilizarse.

—Que la dejen en paz…

—No es tan fácil, Abel.

—¿Quién va a hacerse cargo de ti? —preguntó alzando la cabeza.

—Nadie tiene que hacerse cargo de mí.

—Ahora no. Pero cuando seas una puta vieja, ¿qué? Si ya estás mazo chalada, imagínate en unos años. —Crucé los brazos y me recosté sobre el respaldo de la silla—. Tranquila, tienes suerte, no tienes hijos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que nadie va a decidir por ti. Te morirás sola en tu puta casa, esa del pueblo que te vas a comprar con Joan, y te comerán los doscientos gatos que habrás acumulado porque terminarás en plan pirada total.

—Ya. ¿Y te parece una bonita manera de morir? ¿Quieres eso para tu abuela?

—Joder, macho, Elvira, no es lo que yo quiera, es lo que cada uno decida, que me la suda te digo, ¡pero, joder, son viejos no putos retrasados! —Respiró un poco—. Mi abuela quiere estar en su casa en plan tranquila con su puto huerto y sus putos animales, ¡y ya! Pero la van a matar llevándola de aquí para allá.

—Sabina no puede estar sola en aquella casona.

—Tú tampoco podrás y lo estarás. Y yo. Tenemos suerte. No serán nuestros hijos quienes nos maten.

—Abel…

—Llama a mi madre y dale tú las putas gracias. Por mí como si se muere, como si se mueren las dos.

—Abel… Abel, siéntate, venga, no te vayas, sigamos hablando, ¡Abel!

Lo vi alejarse, hacia a la entrada del parador, desgarbado y oscuro.


(Continuará...)


 

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