18 mar 2025

El parador (III)

 

El tiempo y las viejas (1810) de Francisco de Goya


Nota: Este relato es la continuidad de El parador (I), El parador (II) por lo que aconsejo leerlos antes.

Diferentes artilugios estaban dispuestos ordenadamente sobre mi cama. Mateo me iba explicando para qué servía cada uno de ellos: que si un medidor de EMF, un detector de infrarrojos, una cámara térmica y otra de visión nocturna, un sensor de movimiento… pero lo que me dejó fascinada fue la Spirit Box, un aparato que te ayudaba a contactar con espíritus. Ante mi escepticismo, Mateo me explicó minuciosamente cómo el utensilio iba escaneando frecuencias de radio de AM y FM generando ruido blanco manipulado por entidades para formar palabras o frases. Insistió en que había muchas investigaciones que avalaban los resultados de dicha caja. Se sentía especialmente orgulloso, porque la había conseguido este verano en Róterdam en una tienda especializada en equipos paranormales por tan solo 76€. Un viaje relámpago de tres días porque su padre no tenía más tiempo. Fueron los dos solos, regalo por sus excelentes notas. Me enterneció la empatía y el respeto de aquel hombre ante las curiosas inquietudes de su hijo.

Menudo padre tienes. —Nada más decirlo me arrepentí. Abel estaba sentado al otro lado de la cama aparentemente absorto en su móvil, aunque con la atención puesta en nuestra conversación, como un gato con las orejas volteadas 180º.

Reconduje la conversación a los fantasmas. Me sinceré y le conté a Mateo que tenía un sexto sentido y que la vieja casa que mis padres tenían en Bilbao estaba repleta de fenómenos extraños y yo siempre los había experimentado.

—¿En serio?

—Ni caso, está chalada —adelantó Abel.

Sonreí victoriosa, había conseguido que Abel participara en la conversación. A continuación, les relaté con verdadera teatralidad las apariciones de Telmo en mi habitación siendo una niña y del hombre del reloj al final del largo pasillo. Abel empezó mirándome de soslayo, pero terminó dejando el móvil a un lado.

—Te lo inventas todo, eres una puta chalada. —Aquella recriminación constataba que tenía a Abel enganchadísimo.

—No, todo es cierto —dije con seriedad—, los fantasmas me muestran lo que va a ocurrir, ellos hablan conmigo y tengo que reconocer que a veces da miedo.

Los dos chicos me miraron descolocados, me encantaba tenerlos comiendo de mi mano, así que les narré la terrorífica experiencia que viví en los Estados Unidos. Antes de que pudiera terminar la historia, vibró mi móvil sobre la mesilla, y ambos chavales gritaron desquiciados. Casi muero de risa al ver a aquellos malotes adolescentes brincar de miedo. Cogí el móvil y el nombre de Almudena ocupaba parte de la pantalla, tu madre, le dije a Abel, él me contestó alzando el dedo corazón y, todavía riéndome, salí de la habitación para hablar con mi amiga.

—¡Lo que te estás perdiendo, Almu! En mi vida he visto unos cazadores de fantasmas tan aterrados. —La oí reírse al otro lado. Caminé hasta el ventanal del final del pasillo y me apoyé de medio lado sobre el cristal, el jardín me pareció más bonito de noche que de día. Me preguntó si ya habíamos cenado—. Sí, sí, ahora estábamos en mi habitación, haciendo tiempo hasta medianoche, me están explicando su plan de caza… ¿Abel? ¿No te coge el teléfono? Bueno… están a tope, no paran de grabar por aquí y por allá, ahora le digo que te llame… ¿Eh? Sí, sí, muy bien… ¡No, no, para nada! Está muy tranquilo, no, no me ha faltado al respeto, tranquila, está teniendo una actitud muy positiva, se le ve muy contento… —Carraspeé un poco, siempre que mentía se me secaba la garganta. Cambié de tema—. ¿Y por allí, cómo van las cosas?, ¿ya la has dejado en casa de tu hermano? —Un ruido a mi espalda hizo voltearme, no vi nada, más que la pared algo descascarillada, volví a mi postura anterior—. Ya… hombre tiene que ser duro para ella, porque los cambios los debe sentir… ¿Lo dices por tu hermano?... Ya… Pero, Almu, es su madre y tiene que… —De nuevo escuché un golpe seco detrás, sobresaltada me aparté del cristal y me giré inquieta. Nada. Separé un poco el móvil de la oreja y observé el pasillo. Avancé unos pasos y una risita a mi lado me paralizó. Una niña de apenas cuatro añitos me miraba riéndose con la falda del vestidito subido hasta el mentón.

—¡Pero bueno! ¡Qué susto me has dado! —Me agaché para estar a su altura y preguntarle por sus padres, a lo que la cría echó a correr hasta que la vi desaparecer en la esquina del corredor. Luego oí la voz de una mujer y una puerta cerrarse, así que tranquila volví a la conversación.

—Perdona… sí, eso, lo de tu hermano, es que, Almu, es cosa suya… Ya sé que si por ti fuera… no, no, mujer, tu madre va a estar bien, hombre, le costará, pero se hará a la nueva casa… Ya, ya sé que es mayor… claro, todo suma… Sí, pero no puedes pensar así… No, por favor, no digas eso, no la abandonas, no lo veas así, venga… claro que no, no te machaques, ella no podría entenderlo de esa manera…

Tras casi una hora de conversación me despedí con pena. Su situación era complicada. Pensativa regresé a la habitación. Los chicos estaban sobre la cama revisando el material. Me acerqué a Abel y le acaricié sus greñas Shaggy Mullet, me miró. Llama a tu madre, por favor, le supliqué.

—No seas pesada, joder… —Insistí con la mirada—. Que sí, hostias… que ya la llamaré.

Me senté con ellos en la cama y dejamos que la medianoche llegara sin casi darnos cuenta. Prepararon sus mochilas y los despedí desde la puerta con cierto dramatismo.

—¿Lo lleváis todo?  —reiteré. Mateo emocionado me repitió que sí. Abel se acercó de pronto a mí, hizo un gesto a Mateo de que lo alcanzaría enseguida. Se apoyó en el marco de la puerta y mirando al frente me dijo:

—Sabes que no lo decía en serio, ¿no?

—¿El qué, Abel?

—Eso.

—¿Eso?

—Eso, joder… no quiero que se mueran.

—Anda, ven aquí. —Y abracé a aquella masa de metro ochenta y noventa kilos, sintiéndola como una bomba de sentimientos mal gestionados a punto de explotar. Ojalá yo también supiera traducir mis emociones para poder haberle dicho lo tantísimo que lo quería y lo mucho que lamentaba que la vida estuviera siendo un terreno tan hostil.

—Es que no me despedí de ella —dijo separándose.

—¿De tu abuela? —Asintió. Almudena lo obligó a dormir en casa de Mateo la noche anterior y no pudo decirle adiós. Lo sonreí y le puse la mano en la mejilla —. ¿Tienes miedo de no verla más? —Él volvió a asentir y yo lo volví a abrazar incapaz de expresarle, una vez más, que el mundo podía ser algo mejor.

Nos miramos en silencio, es la única manera que conocemos de transmitir nuestro amor. Después me dio dos golpecitos en la cabeza con los nudillos y me llamó puta vieja. Le lancé un beso y cerré la puerta.

Eran las once de la mañana siguiente, estaba en el baño lavándome los dientes, acababa de subir de desayunar con los chicos que me habían contado su surrealista noche de caza. Me hicieron escuchar varios audios en los que aseguraban oír voces de mujeres, de sus lamentos, aunque sinceramente solo se podía escuchar chasquidos y crujidos de madera. ¿No oyes?, me preguntaban. No, no oía nada, pero terminé diciéndoles que sí.

Tenía todo preparado, Abel y Mateo me habían tocado a la puerta hacía algo menos de diez minutos para decirme que me esperaban abajo, el gerente del parador había tenido el detalle de llevarnos a la estación de tren en su coche. Antes de poder enjuagarme, tocaron otra vez a la puerta, molesta salí a abrir creyendo que serían los chavales de nuevo, sin embargo, en su lugar me encontré a una mujer mayor, bastante mayor, con un vestido  veraniego y un sombrero en la mano.

—¿Has visto a mi hija? —parecía algo desorientada.

Con la boca llena de pasta de dientes intenté preguntarle si a quien buscaba era a la niña que había visto anoche, pero no me entendió así que me disculpé y, pidiéndole un minuto regresé al baño para enjuagarme, desde allí la oí decir:

—Me abandonó aquí poco después de casarse, ¿la has visto?

Vi mi reflejo en el espejo. Lentamente me sequé el agua de la barbilla con la mano y sin dejar de observarme cerré la puerta del baño.

En el coche, sentada de copiloto, me abroché el cinturón de seguridad. Por la ventanilla vi a la niña de anoche, esta vez con un petito amarillo, en brazos de una mujer joven, me saludó traviesa al verme, sonreí. Cuando arrancamos, de mi mochila saqué una bolsa de plástico y dándome la vuelta se la ofrecí a los chicos:

—¿Un Sugus?



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