Ilustración: 'Café literario' por Javier Avi
―Antes de empezar, para que no perdáis el tiempo, me
acabo de leer el audiolibro de El rey
recibe de Mendoza y me ha decepcionado bastante.
―José, por el amor de dios, los audiolibros no se leen,
se escuchan. Se escuchan, José.
―No sé, Marga, el concepto es el mismo.
―No puede ser el mismo, hijo de mis amores, cuando no se
realiza el ejercicio de leer. Leer es leer y escuchar es escuchar. Es muy
simple, lo dice la RAE.
Rebobinemos. A las 18:10 de la tarde del domingo pasado,
los 5 miembros del club de lectura ‘El mal de Cósimo’ se sentaron en la mesa
del fondo de una moderna cafetería en el centro de Malasaña. Pidieron tres
cafés y dos tés y Elvira, además, quiso probar la tarta de zanahoria que
terminaría compartiendo con Ángela, como siempre. Tras 20 minutos diciendo lo
ocupadísimos que estaban todos con sus respectivas vidas, y lo mucho que se
habían echado de menos, comenzó la tertulia literaria, no sin antes lanzar
algunas recomendaciones:
―Antes de empezar, para que no perdáis el tiempo, me
acabo de leer el audiolibro de El rey recibe de Mendoza y me ha decepcionado bastante.
―José, por el amor de dios, los audiolibros no se leen,
se escuchan. Se escuchan, José.
―No sé, Marga, el concepto es el mismo.
―No puede ser el mismo, hijo de mis amores, cuando no se
realiza el ejercicio de leer. Leer es leer y escuchar es escuchar. Es muy
simple, lo dice la RAE.
Él, José. 34 años.
Dependiente de una librería madrileña, en la que los visten a todos con
chalecos verdes. Licenciado en Historia del Arte y terminando su tesis
doctoral: “Traslación de la pintura a la literatura en la Europa de los siglos
XII al XIV”. Ella, Marga. 38 años. En paro. Graduada en Magisterio. Obtuvo un
9,5 en su TFG, lo dice siempre que puede.
―Hombre, creo que Marga tiene razón, leer, lo que se dice
leer no es.
Él, Luis María. 43 años. Dependiente de una librería
madrileña, en la que los visten a todos con chalecos naranjas. Licenciado en
Filología Inglesa. Dejó su tesis doctoral al comprobar que le pagaban casi el
doble como dependiente que como profesor asociado en la Universidad Autónoma
―Ay, que me ahogo. ¡Agua!
Ella, Elvira. 41 años. Experta en atragantarse. Las
multitareas nunca fueron lo suyo. Licenciada en Filología Hispánica. Su especialidad
en textos teatrales le han llevado a practicar ante el espejo, desde hace años,
su discurso para cuando gane el Premio Pulitzer por escribir la mejor Obra de
Teatro. “Gracias”, dirá y lanzará un beso al aire, acompañado de un
sobreactuado llanto. “Gracias, gracias, gracias”.
―Gracias.
―De nada, pero bebe despacio no te vaya volver a pasar.
Ella, Ángela. 44 años. Su tesis doctoral sobre la novela
breve del Siglo de Oro le hizo un hueco como profesora asociada en la Universidad Complutense. No se casó ni quiso tener hijos para disfrutar de su libertad e
independencia. Ahora con los 700€ brutos que gana al mes, vive compartiendo
piso con 3 desconocidos.
―A ver, Luis María, no me vengas tú con esas, mi querido
filólogo. Todos sabemos que la tradición oral fue vital en la conservación de
la literatura antes del siglo XV, pero ahora los audiolibros están mal vistos
―explicó José algo exaltado. Después tomó aire e hizo amago de llevarse su taza
de café a la boca, pero justo en el momento en el que sus labios la iban a
tocar, la apartó y la volvió a dejar sobre la mesa con un provocativo choque de
platillos―. Y una cosa más te voy a decir, a mí esta condescendencia no me mola
un pelo.
―¿Yo condescendiente?
―No, tú no, Luismari, creo que el muchachito se está
refiriéndose a mí ―aclaró Marga―. Aunque mi TFG fuera sobre el tema y sacara un 9,5, parece ser que algunos piensan que poco puedo aportar y no saben debatir sin insultar; pandilleros los llaman en mi casa.
Ángela le dio un disimulado codazo a Elvira. Elvira la
miró. Ángela levantó las cejas, Elvira también. Ángela negó disimuladamente con
la cabeza, Elvira también y quiso añadir el torcer la boca. Ángela la torció un
poco también, cerró dos veces los ojos y se pasó la lengua lentamente por
dentro del mentón. Elvira ya no supo qué hacer porque llevaba un buen rato
perdida. Como decíamos antes, lo suyo no eran las multitareas y todavía estaba
intentando tragar el trozo de tarta de zanahoria que con el agua se le había
hecho bola. Ángela al ver que Elvira dejaba de interactuar puso los ojos en
blanco y le espetó:
―¡Pero quieres tragar de una puñetera vez!
De inmediato Elvira se llevó las manos a la boca para
intentar evitarlo pero no pudo, explotó en una enorme carcajada y esparció por
toda la mesa, a modo de misiles, una desagradable masa pastosa.
―¡Será marrana la tía! ―gritó Ángela sin poder contener
la risa. No entendía cómo su amiga podía ser tan fina hablando de Unamuno y su
trágico sentido vital, y luego tener unas maneras alimenticias tan discutibles.
Sea como fuera siempre terminaban tronchadas de la risa.
―Chicas, siempre estáis igual ―dijo Marga mientras cogía
una servilleta para limpiar su parte de la mesa―. Y os recuerdo que no nos
reunimos una vez al mes para el jijí jajá. Porque si es así, ya no contéis más
conmigo, que una tiene muchísimas cosas que hacer.
Repetimos. Ella, Marga. 38 años. En paro.
―Tienes razón, lo siento ―dijo con cinismo Elvira
tramando, acto seguido, la manera de torturarla―. Bueno y cambiando de tema,
ayer terminé la novela de Luna de Miguel, qué buena, esta chica es portentosa.
―Mintió. Ni se la había leído ni se la iba a leer, no por nada sino por falta de
tiempo en esta vida, había que elegir. Sin embargo sabía que, diciendo lo
dicho, acababa de soltar la granada sobre la mesa.
―¡La mamarracha esa no escribe una mierda!
¡Boom!, explotó y por supuesto fue Marga quién tiró de la
anilla. Era tan simple como eso. Y continuó:
―¿Qué puede contar una veinteañera que se pasa el día sacándose selfies con cara de
susto?
Todos rieron aquella ocurrencia. No le faltaba razón.
Y después de discutir media hora más sobre lo que es literatura y lo que no y sobre la mercantilización instagramera a la que estaban sometidas la gran mayoría de editoriales de este país, comenzó la charla sobre el tema que
los había reunido: si la obra de Gorki fue o no el germen de la llamada
literatura soviética. José decía que sí, sí y sí aun habiendo leído tan solo un
par de libros suyos. Ángela que no, no, y no, acusando directamente a Stalin de
estrategia propagandística, conocía la obra completa. Marga que eso nunca se
podría saber, no se había leído nada de Gorki. Luis María que Marga tenía
razón, decía que quizá había leído algo suyo, hace años, pero que ya no se
acordaba. Y Elvira, tras haberse atragantado dos veces más mientras los
escuchaba, les aseguró que el teatro de Gorki parecía estar escrito por un ser
sobrenatural.
―Ese no es el tema, Elvi ―apuntilló José.
―El teatro siempre es el tema ―respondió ella, y miró a
Ángela para compartir el triunfo de aquel zasca. Su amiga solo pudo abrazarla
muerta de la risa mientras la llamaba tonta del culo.
Una hora después pidieron la cuenta. Durante 15 minutos
hubo bailes de números, y tráfico de billetes que iban y venían con monedas
sobre la mesa que parecía que nadie quería coger como cambio. Algo no encajaba,
faltaban 3 euros. Vuelta a empezar. Que si tú qué has tomado y qué has puesto,
que si yo como le pongo a ella me cojo esto, pero si le pones por qué te coges,
que cada uno ponga lo suyo. Faltan 2 euros. Vuelta a empezar.
―¡Pero, chicos, no puede ser tan complicado! ―gritó Marga
harta de estar rodeada de aquellos animales―. Ángela, por favor, pásame la
cuenta que quiero ver lo que dice.
―¡Uy, uy, uy, uy, uy, uy! ―exclamó José poniéndose de
pie. Levantó el brazo y fingió tocar una campana estrepitosamente―. ¡Prrrrrrrrrrr!
¡Campana y se acabó! Si Marga de la cuenta ver lo que dice quiere / del
audiolibro, José, leer sugiere.
Todos aplaudieron muertos de la risa.
―¡Bravo! ―gritó Elvira, y es que al final no le faltaba
razón: el teatro siempre es el tema,
por suerte.
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