Despertares de Javier Avi
A las 4 de la mañana eché a Joan de la cama. Quería
dormir en diagonal. Siempre había dormido en diagonal y en ese momento me
apetecía volverlo a hacer.
―No quepo ―dije.
―Mides un metro y medio… cabes perfectamente... ―contestó
somnoliento, acariciándome la espalda como si fuera un bebé al que hubiera que
tranquilizar a media noche.
―No, no quepo ―repetí.
Joan, resoplando cogió su almohada, se levantó y
arrastrándose lo oí llegar al salón donde cayó peso muerto en el sofá. Yo,
recuperando mi terreno, me expandí cual pulpo desperezándose. Al de unos
minutos se subió Tomás, nuestro gato, a la cama y comenzó a hacerse un hueco
apretándose junto a mi cadera.
―Tú, bicho, fuera, hoy la cama es solo mía.
El gato saltó al suelo no sin antes regalarme un zarpazo
de los suyos.
Volví a abrir los ojos exactamente a las 8:47, según mi móvil. Me di
la vuelta, miré al techo y me pregunté por qué seguía viva.
―¡¿Por qué?! ―grité y me incorporé en la cama suspirando.
―¿Por qué qué? ―preguntó Joan asomando la cabeza por la
puerta de la habitación. Tenía un vaso de café en la mano y a Tomás en el
hombro.
―¿Por qué no me he muerto ya…?
―Buenos días, mi dulce Fiona.
―¿Fiona? ¿Lo dices porque soy un ogro?
―No, amor, lo digo porque siempre te despiertas con ese
tono verde de piel que tanto me enamora.
Me dio tal ataque de risa que caí de nuevo en la cama
panza a arriba. Joan dejó el café en la mesilla y se unió a mis risas. Nos
tiramos en la cama casi 20 minutos más intentando parar de reír pero era
mirarnos y empezar de nuevo. Tomás nos observaba desde la mesilla, custodiando
el café, y pensando que de entre todos los humanos había ido a caer a la casa
de los más idiotas.
Ya en la cocina y después de haber desayunado, Joan dijo
que se duchaba primero. Era domingo y queríamos aprovechar las primeras horas
de la mañana para trastear tranquilamente por el barrio. Pero
antes de entrar al baño, me abrazó.
―Te voy a echar de menos ―me dijo.
―¿Cuando me muera?
―Sí, cuando te mueras ―y se rio apretándome mucho más
fuerte.
Lo cierto es que llevaba muerta mucho tiempo y por eso me
marchaba.
Hacía seis meses me llegó la oferta de una universidad en
el extranjero en la que valoraban principalmente mi especialidad en textos
teatrales, y me propusieron un proyecto difícil de rechazar.
―Pero ¿a China? ―preguntó Joan un tanto incrédulo cuando
le conté la llamada que acababa de recibir aquella tarde.
―Sí, a China.
―¿Eso te hace feliz?
―Mucho… ―y comencé a llorar porque no entendía cómo el
ser tan feliz podía doler tanto.
Empezar una nueva vida sola a mis casi 42 años no era lo
que había planeado. Tampoco marcharme cargando con una enfermedad crónica y
degenerativa. Tampoco dejar al amor de mi vida junto a un gato vengativo. De
hecho, creo que no había planeado nada porque nunca pensé que llegaría a los 42
años, siempre me había imaginado metiendo la cabeza en un horno mucho antes.
Pero quién habría adivinado que el amor me ataría a esta vida, un amor al que
ahora abandono para seguir estando viva.
Y allí, en la cocina, a una semana de irme, Joan me tenía
sujeta por un poco más de tiempo.
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