Running de Javier Avi
—¿Pero cómo narices te has metido esto? —preguntó Joan intentando
sacarle un sujetador deportivo a Elvira que empezaba a cortarle la respiración.
Era julio y después de comer en el Vips de la Gran Vía de Madrid, se acercaron a Decathlon. Elvira lo tenía claro, iba a correr sí o sí y para ello
debía ir mona, porque a su lado estaría Verónica. Así que en el probador llevaban
10 minutos largos con el dichoso sujetador constrictor. A Joan le empezó a
entrar la risa, y es que Elvira estaba desnuda de cintura para arriba con una especie de cinta opresora
anclada al cuello y a uno de los hombros, repitiendo sin cesar “sácamelo,
sácamelo, sácamelo”, pero por más que Joan tirara de aquello, no salía. Borracha de desesperación, Elvira se
contagió de la risa de su novio, siempre les pasaba lo mismo, era oírse el uno
al otro y empezar la catástrofe, así que terminaron en el suelo con sendos
ataques de risa y con el sujetador sin poder ser desencajado. Las escenas de los vestuarios en las películas distaban bastante
de aquel bodegón bizarro, desde luego.
Al día siguiente, Elvira entró en el gimnasio. Allí un
chico joven le mostró el camino hasta una pequeña sala acristalada, con un alargado
banco en la parte de atrás y una pizarra blanca en la de delante.
—Pablo te va a encantar, ya verás. Le comentas a él
exactamente qué tipo de entrenamiento quieres. Estás en buenas manos.
—Gracias —contestó con cierta emoción.
Se despidieron y ella se sentó en el banco. En unos
minutos llegó Pablo. Cuarenta y pocos, muy alto y fibroso. Con energía extendió
la mano a Elvira quien, al levantarse como un resorte, le correspondió.
—Cuéntame un poco, chica.
¿Chica? 42 años y ¿chica? Elvira se molestó. Ni chica ni
guapa ni cariño. Elvira. Tensó el cuello y prefirió no corregirle, estaban en
un gimnasio, qué más daría, ¿no?
—Se trata de una maratón.
—Entiendo.
—En noviembre. En China, porque yo vivo allí durante el año. 10 km. Nunca he corrido.
—Entiendo. ¿Deportes?
—Gimnasia rítmica y ballet clásico hasta los 22 años.
—Entiendo. ¿Y después?
—Vida sedentaria absoluta.
—Entiendo. ¿Y por qué una maratón?
Porque Elvira se había enamorado de su compañera de departamento de la Universidad en China, ni más ni menos. Verónica se había convertido en el
ser más extraordinario que jamás había conocido. Y todo porque un día, tras
cenar juntas en su casa, se enteró de que la tesis doctoral de su compañera
estaba redactada en chino.
—¿En chino?
—Me muero de la risa con las caras que pones, Elvi, eres
mortal.
—¡¿Pero escribiste toda la tesis en chino?! —insistía
ella.
—Sí, en chino.
—Creo que me acabo de enamorar…
Y no lo dijo en un sentido figurativo. Elvira se enamoró
profundamente de su compañera, la amaba, no creía que hubiera nadie tan
inteligente, tan hermoso y con tanto sentido del humor, era simplemente
perfecta. Así que un día Verónica le propuso que para el próximo semestre
deberían participar en la maratón de la ciudad, que los chicos siempre lo
hacían y que creía que con un poco de preparación podrían hacer por lo menos 10
km juntas.
—Juntas…
Sí, en la cabeza de Elvira el concepto de maratón se tradujo
a pasar más tiempo al lado a Verónica entrenando u organizando detalles para el
día. Por lo tanto no lo dudó y aceptó el reto. Quedaron en comenzar a
prepararse por separado, durante las vacaciones de verano, en España y en septiembre, al regresar a China, elaborarían un estricto horario de entrenamiento.
—¿Una maratón? ¿Tú? —preguntó Joan mientras le goteaba la
hamburguesa en su plato del Vips.
—Sí, una maratón.
—No te habrás enamorado en China de un tío que corre
maratones, ¿no?
—No, no es un tío, es una tía.
—Ah. —Y pegó un buen mordisco a la hamburguesa.
—Porque quiero superarme —mintió finalmente Elvira a
Pablo.
—Entiendo.
Pablo tomó un rotulador y se colocó frente a la pizarra.
—Dime cuáles son tus metas en la vida.
—¿Perdón? —respondió ella descolocada.
—Mira, todos necesitamos organizar nuestra vida en metas para
darle un significado.
Lentamente Elvira se volvió a sentar en el banco, supuso
que aquello iba para largo, porque ella defendía el sinsentido vital, otorgarle
significado a la vida era como pintarle rayas a un caballo blanco para que
pareciera una cebra, de eso iba su tesis, aunque no estuviera escrita en chino.
—No tengo metas —dijo.
—Entiendo. Necesitas metas para poder correr una maratón.
Elvira agachó la cabeza y examinó sus mallas. Estaba
impecablemente bien equipada. Sonrió recordando el momento del probador.
—Chica, mira, si no te lo tomas en serio me temo que yo
no te puedo ayudar.
—Entiendo —dijo
ella mirándolo fijamente. Esperó un rato en silencio, después agradeció
su tiempo, se levantó y se fue.
Quince minutos más tarde, estaba entrando en casa con un “ya estoy aquííííííí…”. Se quitó las zapatillas de deporte y se tumbó en el sofá.
Joan, que estaba en su mesa de dibujo, la miró y, tras dejarle un tiempo para
que se acomodara, le preguntó:
—¿Qué haces aquí, amor?
—El gimnasio no es para mí, y además... igual Verónica no me gusta tanto.
Joan se rió aunque prefirió que su novia no se diera cuenta porque seguía preocupado por ella, era una mujer de momentos y sabía que aquel no era uno especialmente bueno.
—Ya… Y, no sé, ¿ahora necesitas algo…?
Elvira lo miró y después de una pequeña pausa contestó sin
dudar.
—Hombre, si me ayudas a quitarme este sujetador yo te lo
agradezco.
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