4 ago 2019

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Next de Javier Avi

—Entonces todos los libros de esta estantería son tuyos, ¿verdad? —pregunté.
Almudena me contestó desde la cocina, mientras guardaba en una caja, minuciosamente envueltos en papel de periódico, los platos.
—Sí, tanto esos del salón como los de la habitación, son todos míos. Los de César son solo los de su escritorio.
Me di la vuelta y me fijé en su escritorio, los conté rápidamente, había cinco.
—Vaya, míralo por el lado bueno, te está dejando un lector de mierda, no merece la pena.
Oí primero un suspiro y luego su llanto. Fui corriendo a la cocina.
—Ay, Almu, lo siento, si soy una boca chancla, si no lo decía en serio, yo… lo siento, no quise… —Nunca quería, pero siempre terminaba haciendo daño a las personas que más me importaban, tenía un don, un don de mierda.
Hacía dos semanas Almudena me llamó. Me ha dejado, me dijo. Preguntar por qué era absurdo, te dejan porque ya no te quieren, que más dará los detalles, no te quiere, vete, y hazlo cuanto antes. La escuché en silencio al otro lado del teléfono y le dije que contara conmigo para vaciar su parte del piso, que me diera tiempo porque marchaba a Bilbao unos días, que no se preocupara, que a la vuelta lo solucionaríamos todo. Poco había que solucionar, simplemente organizar las cajas.
—Yo le quiero… —dijo. Me dio muchísima pena, esa pena tan espesa que la puedes palpar desde fuera, incluso su enorme volumen da pudor, esa pena que nadie quiere llevar a cuestas pero que al final somos muchos a quienes, sin querer, se nos ha colgado del cuello más de una vez.
Abracé a Almudena, no soy de abrazos, pero podía sentir su desconcierto, su “no lo entiendo, no lo entiendo, no lo entiendo…”. Y es que no hay que entenderlo, a veces solamente hay que acatar y sufrir y dejar que el tiempo maniobre estrategias para hacerte creer que los sentimientos se van disipando, aunque no sea así.
—Lo sé.
—Y yo no he hecho nada malo.
—Claro que no, Almu, pero el amor, a veces, es así. Y las relaciones empiezan y se acaban y lamentablemente, por mucho que nos hagan creer lo contrario, no es cosa de dos sino de uno.
—Yo le quiero… mucho…
—Lo sé.
La tarde pasó entre lloros, papel de periódico, cinta aislante, cajas y etiquetas. Sobre las once de la noche, Almu sacó dos cervezas de la nevera, me dio una y nos sentamos en el suelo de la cocina, apoyadas yo en la lavadora y ella en los cajones de los cubiertos.
—Nunca me había pasado algo así —dijo—, me refiero a una decisión tan unilateral en la que no te dan opción. Me cuesta tanto entenderlo y él no me explica nada… No sé, ¿a ti te han dejado alguna vez? —me preguntó.
Conocía a Almudena desde hacía 9 años, los mismos que llevaba viviendo en Madrid. Me enamoró su fuerza, sacar adelante a un hijo siendo madre soltera en una ciudad tan ingrata como Madrid no era fácil y ella siempre lo hacía con muchísimo sentido del humor. La quería, la quería como a pocas amigas se quiere ya con 42 años. Así que para qué contarle que solamente me había dejado un hombre, hacía 12 años, y todavía lo recordaba como si hubiera ocurrido ayer, para qué contarle que también fue de la noche a la mañana, para qué contarle que todavía guardas intacto el tono de desprecio con el que te lo dijo, para qué contarle que el desconcierto del principio nunca se disipa, para qué contarle que el tiempo no es un aliado y para qué contarle que nunca vuelves a decirle a un hombre que lo amas porque piensas que ese fue el error. Para qué.
—Muchos, Almu, a mí me han dejado muchos, y te aseguro que de todo se sale. —Y bebí un trago de cerveza sin poder mirarla a la cara.
—Mientes fatal, pero te quiero.
Me hizo reír. La miré, alcé el botellín y brindamos:
—¡Por el próximo! —gritó.
—¡Por el próximo y por sus más de 5 libros! —grité yo.


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