Girl on cliff de Rockwell Kent |
—Nunca me había fijado en lo mucho que te pareces a
Chandler —dije.
—Chandler, ¿el de Friends?
—preguntó Óscar. Asentí desde la butaca de enfrente—. Nunca me lo habían dicho.
—Pero en viejo, claro. Aunque supongo que tienes más de
Ross.
—Ross, ¿el de Friends?
—Ross el de Friends.
—¿Por algo en especial?
—Porque es paleontólogo.
—Ajá. Yo soy psicólogo.
—Lo sé, pero podrías haber sido paleontólogo y podrías
haber sido Ross. —Sonreí. Después miré por la ventana de su despacho—. Es
terrible que la única ventana de la habitación esté enrejada. Nos hace más locos.
—Es un chalé, toda la primera planta tiene rejas, por
seguridad. Nada tiene que ver con mis clientes.
No me gustaba que se refiriera a mí como cliente. Siempre he preferido paciente,
porque nunca he dejado de sentirme enferma.
—¿Cuándo vas a mudarte al centro de la ciudad? Venir hasta
aquí atenta contra mi salud física, la mental ya la tengo destrozada.
—Me gusta este lugar.
—Óscar, llevo viniendo 10 años, creo que deberías tener
alguna consideración conmigo. Qué sé yo, por ejemplo, tener nuestros encuentros
en una cafetería del centro o no cobrarme las sesiones si se hacen aquí. Ya que
soy clienta, propongo ser clienta
Vip. Mis años contigo lo merecen.
—Elvira, el dinero nunca ha sido un impedimento para
vernos, eres bienvenida siempre. Pagues o no. Y si consideras que hoy no debes
pagarme, no lo hagas, está bien, no es un problema porque me gusta tenerte aquí.
—Sabes cómo hacer sentir mal a las personas, ¿verdad?
—Soy psicólogo.
—Ah, ¿sí?, pensaba que eras paleontólogo.
—No, pero podría serlo. —Sonrió y cruzando las manos
sobre sus piernas respiró fuertemente.
Nos quedamos en silencio. A veces pasaba. Ocurría cuando
me evadía, cuando mi cabeza buscaba algún pensamiento con el que entretenerse
porque los silencios con Óscar siempre eran agradables. Me imaginé a sus diferentes
pacientes/clientes merodeando por su despacho. Como hacen en las películas que
se levantan, se acercan a la estantería y repasan con el dedo índice los lomos
de los libros y dicen algo así: Vaya,
Moby Dick: ‘No está en ningún mapa. Los lugares verdaderos nunca lo están’.
Después se vuelven a sentar comentando que siempre quisieron ser cazadores de
ballenas.
—Nunca he podido terminar de leer Moby Dick.
—¿Perdona? —Así reaccionaba Óscar siempre que rompía el
silencio con un pensamiento extraviado en la mano.
—Herman Melville y su ballena. Mucha agua, mucho
cachalote y mucha polla —Óscar se rio, creo que no se esperaba aquello—. Ayer,
en cambio, terminé un libro delicioso. El
duelo de Elías Gro. Una lectura para amasar la tristeza con mimo y deleite.
La historia me dio una idea. Es posible que abandone la ciudad y me pierda en
una cabaña en medio de las montañas, allá, en ninguna parte para dejarme morir
rodeada de nada.
—¿Te gustaría?
—Me gustaría irme, sí.
—¿Irte?
—Sí, irme.
—¿Qué es lo que no te gusta de estar aquí?
—Tus rejas. —Él sonrió con los labios apretados.
—¿Cómo morirías?
—Me metería piedras en los bolsillos de mi abrigo y me
hundiría en el río Ouse.
—¿El río Ouse pasaría cerca de tu cabaña?
—Sí, muy cerca.
—¿Y después?
—Después abriría los ojos y lamentaría haberme dormido en
el sofá de mi buhardilla del centro de Madrid. Lejos de la cabaña y lejos del
río. Supongo que no es fácil hacer lo que hizo ella. Es más sencillo quedarse
dormida y dejar que los días pasen, ¿verdad?
—¿Te gustaría que los días dejaran de pasar?
Miré de nuevo a la ventana enrejada.
—Y, ¿tú?, ¿has leído Moby
Dick? —pregunté.
—Lo leí hace años, sí.
—Sí, me gustaría que los días dejaran de pasar. —Agaché
la cabeza y observé mis parisinas plateadas—. Son muy horteras, ¿verdad?
—¿Perdona?
—Mis zapatos. Son horteras.
—A mí me gustan, me gustan mucho.
—¿En serio? Eres muy raro.
—Soy paleontólogo.
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