26 jun 2020

Cuestión de formas


La lección de Pablo Picasso

—No se te pueden renovar estos dos libros  —dijo el hombre con el carnet de la biblioteca de Elvira en la mano.
—Perdona, ¿qué significa eso? —preguntó ella.
El hombre levantó la vista de su ordenador y repitió tras el mostrador.
—Que no se te pueden renovar estos dos libros.
—¿Por qué no?
—Porque tienes una multa. Debiste haberlos devuelto hace tres semanas. Podrás volver a retirar libros en préstamo el 25 de julio.
—Perdona, perdona —Elvira se retiró el pelo detrás de la oreja y se apoyó en el mostrador—, no sé si te has enterado de que ha habido una pandemia mundial. Todos los servicios llevan cerrados desde el 16 de marzo.
—No sé si te has enterado tú de que el servicio de préstamo de libros, en todas las bibliotecas públicas de la Comunidad de Madrid, se abrió en la tercera semana de la Fase 0 de desescalada. Y, por favor, respeta la distancia de seguridad.
Elvira levantó los brazos del mostrador y dio un paso atrás. Abrió su bolso, sacó la cartera y buscó un nuevo carnet. Se lo mostró al bibliotecario.
—Mi carnet de investigadora y me llevo estos dos libros.
—Ese carnet no es válido para esta biblioteca.
—¿Me estás tomando el pelo? ¿Lo es para el CDT y la Biblioteca Nacional y no lo es para la municipal? ¿En serio?
—En serio.
Elvira apretó los labios y se ajustó las gafas.
—Menuda chapuza de red de bibliotecas… ¿Cómo podéis hacer las cosas tan mal? Es una vergüenza. —El hombre la miraba sin inmutarse—. Está bien, seremos flexibles por ambas partes. La culpa la tenéis vosotros por tan poca información, aun así asumo parte de responsabilidad, por eso yo me llevaré solamente un libro, este. —Cogió el más grande del mostrador y se lo metió en su tote bag—. Tú te quedas con ese.
—Haz el favor de sacar el libro de tu bolso inmediatamente si no quieres que llame a seguridad.
—Necesito este libro… —dijo, esta vez, en tono desesperante.
—Te repito: el próximo 25 de julio podrás llevarte seis libros.
—Lo necesito hoy.
—Saca el libro de tu bolso y, por favor, abandona la biblioteca.
Elvira lo sacó y con un fuerte golpe lo dejó sobre el mostrador.
—¡Vergüenza! ¡Vergüenza! ¡Vergüenza! —Y salió de la biblioteca creyendo estar en “el paseo de la vergüenza” de Cersei Lannister.
Entró en la cafetería de la calle de enfrente. Pidió un café solo y llamó a su amiga Beatriz. Le contó el problema y le suplicó que fuera ella quien sacara los libros con su propio carnet.
—Porque lo tienes, ¿verdad?
—¡Claro que tengo el carnet de las bibliotecas de Madrid! ¿Crees que eres la única que lee?
Cuarenta minutos más tarde, Beatriz apareció en la cafetería. Se acercó a la barra y se sentó en el taburete junto a Elvira.
—Vale —dijo ésta dándole una servilleta—, aquí te he anotado los libros que debes coger, si todavía no los han recolocado en las estanterías se lo pides al señor del mostrador. Es un idiota, no le hagas mucho caso, tú se los pides, él te los da, tú me los das y todos contentos.
—Bien. Oye, ¿como cuánto de idiota es ese señor? —Elvira la miró esperándose lo peor—. Verás, es que lo que es el carnet físico-material de la biblioteca no lo tengo.
—¡¿Y cuál tienes, el espiritual?!
—Elvi, no te pongas nerviosa, que nos conocemos. El carnet lo tengo segurísimo porque me acuerdo de que una vez saqué un libro y lo devolví. Así que, bueno, me tendrán fichada, no te preocupes, déjame a mí.
—No me lo puedo creer…
Beatriz se fue y Elvira pidió al camarero que le cobrara. Sacó de su cartera la tarjeta de crédito y se la ofreció.
—Lo siento, no aceptamos tarjetas de UnionPay.
—Perdona, ¿qué significa eso? —preguntó ella.
—Que no aceptamos tarjetas de UnionPay.
—Perdona, perdona —Elvira se retiró el pelo detrás de la oreja y se apoyó en la barra—, no sé si te has enterado de que ha habido una pandemia mundial. Todos los establecimientos estáis obligados a aceptar tarjetas de crédito.
—Las aceptamos pero UnionPay no.
—¡Es una vergüenza! Demasiado complicada está la vida como para que nos la compliquéis más. Y me atrevería a decir que es totalmente ilegal que no aceptéis ciertas tarjetas de crédito, ¿bajo qué criterio si se puede saber?
—Bajo el criterio de mis cojones, ¿te vale?
—Ajá, vale, bueno… Pues vamos a esperar a que vuelva mi amiga, ¿sí?
Mientras en la biblioteca, Beatriz cargaba con los dos libros escritos en la servilleta y caminaba hacia el mostrador. Allí vio al señor. El idiota, pensó.
—¡Hola! —dijo con una enorme sonrisa. Dejó los libros sobre el mostrador y se retiró su larga melena hacia un lado—. Me voy a llevar estos dos libros.
—Bien, ¿me dejas tu carnet de la biblioteca, por favor?
—Claro —Y fingió buscar en su bolso—. No me lo puedo creer… —dijo con el monedero en la mano. El hombre la miró—. Qué idiota soy… No me lo puedo creer. He cambiado de bolso y he olvidado meter la cartera, solamente he pillado el monedero. ¿Cabe ser más tonta? Ya puedes perdonar que te haga perder el tiempo de esta manera, seguro que estáis a tope de trabajo, porque ponerse en marcha después de este parón tiene que ser horrible. Ni me lo quiero imaginar, os aplaudo, de verdad, os aplaudo. A los sanitarios y a todos los del sector público porque bendita la paciencia, bendita la paciencia que tenéis, ¡y más con usuarios como yo! Lo siento de verdad. —Sonrió de nuevo y se colocó el pelo hacia el otro lado—. Pero no te preocupes, yo misma coloco los libros de vuelta en su estantería.
—Bueno, mujer, pero tienes carnet, ¿verdad?
—Sí, sí, por supuesto, cada semana cojo libros en préstamo, no en esta biblioteca sino en la de Chamberí porque me pilla cerca del trabajo.
—Vale, en ese caso, no te preocupes, dame tu DNI, por favor.
Beatriz le dio su DNI, el hombre la buscó en la base de datos, le registró los libros y con un “tienes un mes para devolverlos” se los ofreció de vuelta.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Elvira cuando Beatriz, ya en la cafetería, le dio los libros.
—¡Magia! —exclamó alzando los brazos y dirigiéndose al camarero le pidió un café solo.
Cuando se lo trajo Bea le preguntó por el negocio.
—Pues qué quieres que te cuente, chica. A la gente se la ve con miedo, con miedo o con pocas ganas de gastar, yo ya no sé. Se acumulan las deudas. Una situación compleja.
—Los autónomos sois los verdaderos héroes, yo os aplaudo, a los sanitarios y a los autónomos, porque menudo esfuerzo, de verdad, ¡menudo esfuerzo! Me quito el sombrero.
—Gracias, preciosa.
—Gracias a vosotros que sois unos luchadores. Sin la hostelería yo no soy nada, porque si me quitas mi café en barra de por la mañana, me matas, si me quitas mi cañita de mediodía en terracita, me matas, si me quitas el vino de las siete de la tarde, ¡me matas! —Los dos se rieron—. Y cóbrame ya, por favor.
—No, mujer, estáis invitadas.
—¡Por favor, no! ¡Cóbrame!
—¡Mujer, que dos cafés no me van a sacar de pobre!
—Muchísimas gracias, de verdad.
—A ti, preciosa.
Y con una sonrisa Bea volvió a su amiga que la miraba perpleja.
—Bea, en serio, ¿cómo lo haces?
Su amiga después de reírse le contestó:
—Mira, Elvi, utilizo una cosita que es probable que no la conozcas porque nunca te he visto usarla. Se llama amabilidad. Funciona. Tú eres amable con una persona y esa persona después lo es contigo, no falla. Ponlo en práctica, te sorprenderá.
—Ja-ja-ja-ja, me parto y me mondo. Yo soy amable, soy muy amable con todo el mundo.
—Elvi, yo te quiero con mi vida, pero amable, lo que se dice amable, no eres. Afrontas todos los conflictos poniéndote el chaleco blanco, como dicen los alemanes, liberándote de toda responsabilidad y culpando a quien tengas enfrente. Si algo no sale como tú crees que debería haber salido machacas a la otra parte a quien automáticamente ya habías tachado de “enemigo”. Te pasas la vida luchando en batallas que no existen. Amabilidad, punto. ¡Sé amable, tonta del culo!
Al día siguiente Elvira entró en la biblioteca para estudiar. Al pasar por el mostrador vio al señor, se acercó.
—Siento lo de ayer —dijo. El bibliotecario levantó la cabeza y la miró—. No es excusa pero estaba un poco nerviosa. Hoy he venido a estudiar.
—Bien. —Sonrió—. Debes dejar una mesa libre entre usuarios y antes de marcharte limpiarla con desinfectante, que encontrarás en un carrito al fondo de la sala, junto con gel hidroalcohólico, guantes y mascarillas, por si necesitaras.
—De acuerdo.
Se dio la vuelta y escuchó al hombre decir en bajito:
—¡Vergüenza…! ¡Vergüenza…! ¡Vergüenza…!
Elvira se rio y subió las escaleras hacia la sala de estudio.

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