Escribiendo con mala pata o... brazo de Javier Avi |
Entro en la sala de teatro. En un céntrico barrio de
Madrid. Me quedo quieta. Es un viernes por la mañana y la sala
parece estar vacía.
—¿Hola? —digo alzando la voz—. ¿Hola?
Una mujer de mediana edad y enormes caderas asoma la
cabeza por la puerta del fondo. Parece confundida.
—Hola, soy Elvira, Elvira Rebollo, he quedado con Álex
Santos, no sé si estará.
—¿Eres la del texto?
—Sí —digo cortada porque ella no se desmarca de su gesto
serio, puedo verlo, no lleva mascarilla.
—¡Álex!, ¡Álex, la chica que nos mandó la obra está aquí!
Es que estamos ensayando, ¿sabes? La puta pandemia nos ha crujido pero bien a
todos, nadie se salva. Estamos remontando con infantiles, teatro infantil
quiero decir. Funciona, ¿sabes? Y menos mal, porque los adultos no están
viniendo, prefieren la playa y las cervezas. Así somos.
—Ya, claro…
—Ahora, los padres traen a sus críos como locos con tal
de quitárselos de encima un rato. La idílica paternidad tiene un antes y un
después desde el confinamiento, ya me entiendes. ¡Álex, coño, la chica te espera!
¿Tienes hijos?
—¿Eh?, ¿yo? No, no, no.
—De buena te has librado.
—Sí —asiento incómoda.
Álex Santos aparece al fin por la misma puerta del fondo.
Habíamos coincidido en varias ocasiones: estrenos, convocatorias... Sin embargo poco habíamos hablado.
—¿Elvira? Perdona, es que estamos ensayando —dice.
—Ya se lo he dicho yo —le espeta la mujer y sale, sin
despedirse, por la puerta.
—Sentémonos aquí. —Y señala un alargado sofá de tres
plazas que hay en ese pequeño hall.
Se baja la mascarilla y me explica que no la soporta, que
le falta el aire.
—Me falta el aire, me falta el puto aire con ella puesta,
¿a ti no?
—No, a mí no —contesto y me ajusto resuelta en el sofá.
Se ríe, parece que mi contundente negativa le descuadra.
Ladeo la cabeza y espero a que comience a hablar. Lo hace. Me dice que le ha
entusiasmado mi obra.
—Es un texto de fábula —dice.
Fábula. En mi
cabeza rebota esta palabra. De un lado a otro. Lo hace lentamente. Está hueca
por dentro. Como un globo.
—Por desgracia no podemos programártela. Ahora no. Es
imposible. Llevamos todo el verano sacando adelante la sala con teatro infantil
únicamente. Es lo que vende. Montar tu obra en estos momentos sería un
suicidio.
¿Y por qué me has hecho venir?, pienso.
—Entiendo —digo.
—Pero me ha encantado conocerte.
Ya nos conocíamos, pienso.
—Sí —digo.
—Seguimos en contacto, ¿vale? Nunca se sabe, ahora es un no, pero en el
futuro puede que sea un sí, quizá en un año tu obra es el drama
de la temporada.
La mascarilla me permite apretar los dientes tanto como
quiera. Los aprieto y me levanto del sofá.
—Claro —digo.
—¿Te vas? ¿No quieres ver los ensayos? Igual te interesa
la obra. Es tremendamente original y el elenco es bestial. Podrías hablar de
ella. Un poco de ruido nos vendría muy bien. Quédate.
Para eso me has hecho venir, pienso.
—Me encantaría pero he quedado —digo.
Se lamenta, parece molesto. Nos despedimos. Salgo del
teatro. Camino 2 o 3 manzanas y entro en una cafetería.
—Un café solo —pido ya sentada en la barra.
Saco el móvil y grabo un mensaje de voz a Joan:
—Oye, esto… Voy a pasarme por el Carrefour, ¿quieres algo?
Dejo el móvil sobre la barra. El camarero se acerca y me
ofrece el café. Lo cojo.
Me quito la mascarilla y la guardo en el bolso. El móvil
vibra. Mensaje escrito de Joan:
Lo siento, amor. Habrá otras
oportunidades, seguro. Y si no las hay no pasa nada, nosotros seguiremos
bailando en la cocina.
Se me caen las lágrimas. Miro el móvil. Te quiero,
pienso.
Gracias, contesto.
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