21 jun 2024

Pater Noster

 

La mujer barbuda de José de Ribera (Museo del Prado)

—Puedes dejar la bolsa bajo el asiento.

Enrique, al volante, le señala el lugar.

—Voy bien así —explica Elvira que se aferra a la bolsa de papel. Está llena de libros, los acaba de comprar en la Feria del Libro de Madrid. Aunque ahora, en el viejo coche de Almudena, vayan de camino a Toledo.

Enrique suspira y le pregunta a su amiga los años que tiene el coche. Elvira duda, cree que veinte o más. Explica que era de su ex.

—¿Del padre de Abel?

—Sí, lo dejó cuando huyó al norte o donde quiera que esté ahora.

Enrique suspira de nuevo. Le pide a Elvira que le dé las gracias de su parte, que sin el coche no sabría cómo podría recoger las cosas de la casa de su padre. Elvira asiente y se aprieta más la bolsa contra ella. Cruje. Después pregunta.

—Lo que no entiendo es por qué me traes a mí, ¿y Jérôme? —Enrique no contesta y finge tocar algo de la cabecera—. No lo sabe, tu padre no lo sabe.

Enrique suspira de nuevo con más fuerza y alterado se echa el pelo hacia atrás.

—¿Qué te has comprado?

—Libros —contesta Elvira sabiendo que colocar en una misma frase Jérôme y padre no es buena idea.

—Ya, libros, joder, pero ¿cuáles?

—De muerte, desesperanza, sinsentido existencial, tragedia, suicidio… Nada nuevo.

Enrique sonríe y la mira con complicidad. Le pide que cuando se los lea le preste los que más le hayan gustado. Ella niega rotunda y le recuerda lo caros que son los libros en este país.

—Eres una tacaña de mierda.

Elvira se ríe y le ofrece un servicio bibliotecario a treinta euros mensuales.

—Lo peor de todo, Elvi, es que lo dices en serio.

—Completamente —y rompe a reír.

Treinta minutos después, tras la repetitiva discusión sobre el negocio editorial, llegan a Toledo. Enrique aparca el viejo Citroën Xsara verde metalizado en un pequeño descampado. Le pide a Elvira que lo acompañe al portal, que lo espere abajo que no cree que tarde, y que irá bajando las cajas, ella las puede ir llevando al coche, que lo deja abierto, que allí no pasa nunca nada.

—¿Se lo vas a decir?  —pregunta Elvira. Enrique no contesta.

Llegan a una pequeña casa de piedra de tres pisos. Elvira, obediente, se sienta en el poyo de la entrada y Enrique sube hasta el segundo. Toca al timbre. Un hombre robusto, a pesar de ser casi octogenario, abre la puerta y lo abraza. Enrique le repite hasta en dos ocasiones que no lo quiere molestar, que coge las cajas y regresa a Madrid.

—Acabo de hacer café, te pongo una taza.

—No, una amiga me está esperando abajo.

—¿Amiga? Bueno, eso está bien, pues dile a tu amiga que suba, la quiero conocer.

—Ya hemos hablado de esto.

—No, hijo, no hemos hablado de esto ni de nada, contigo no se puede hablar de nada, solo dices bobadas, anda, siéntate.

Enrique se coloca frente a su padre, lo mira y despacio le explica que va a casarse con Jérôme, que es el hombre francés del que ya le ha hablado en alguna ocasión, que lo quiere, que lo quiere mucho, que será en octubre en Madrid, y que, por supuesto, está invitado, él mismo vendrá a recogerlo en coche.

—Da gracias de que tu madre no esté viva para escuchar semejante majadería. Eres un enfermo, un tarado mental, un desviado, un sucio, das asco…

Elvira se levanta de golpe al escuchar el portazo del segundo. Espera. Del portal sale Enrique.

—¿Y las cajas? —pregunta.

—No hay cajas, vámonos.

—¿Cómo que no hay cajas?

Enrique la empuja y le grita que no hay cajas, que qué es lo que no entiende, que si es subnormal, que lo parece, que siempre parece idiota redomada, que se calle la boca, que se calle la puta boca, joder, ¡joder!

Elvira entra en el coche poco después de que él ya lo hubiera hecho. Se sienta con cuidado y de debajo del asiento coge la bolsa de papel con los libros, se la coloca en el regazo.

—Lo siento.

—No pasa nada —contesta ella. Se pone el cinturón de seguridad y se aprieta la bolsa—. No llores, Enrique, no llores... Claro que voy a prestarte los libros cuando los lea.