4 jul 2025

Viejo, sordo y ciego

 

Viaggio alla fine de la notte  de Carmen Mansilla

Pegaba un sorbito de café con la mirada baja, fingía ser complaciente, era lo menos que podía hacer por él, a fin de cuentas, era el marido de mi amigo Enrique.

Me agradeció por octava vez haberlo invitado al Museo del Prado. Dejé la taza en el platito y lo sonreí.

—No, dáselas al Gobierno, que me concede la entrada gratuita… y de paso también al que me lleve del brazo. Maravillas del sistema: si eres ciega, puedes pasarte la vida yendo a ver cuadros gratis. Creo que lo hacen porque saben que no los desgastamos.

Évidemment. Con vosotrrgos no hasen gasto de mantenimiento.

Al final iba a resultar que el francés tenía sentido del humor. Me explicó que el martes debía visitar el Reina Sofía y el jueves y el viernes el Thyssen. Prometió compensarme, decía ser consciente del dineral que se estaba ahorrando en las entradas y de mi tiempo dedicado.

—No te preocupes, me encantan las cafeterías de los museos. —Levanté la tacita y mostré una artificiosa sonrisa—. Cuando termines tu TFM ya me invitarás a una buena cena, ¿no?

Au final, seremos buenos amis.

—Tampoco te pases, ¡ni amís ni amós! Seremos eternamente conocidos y ya.

—Ah, mais non! ¡Nous somos familia! Yo soy el esposo de tu hegmano, de tu mejog amigo.

Sonreí vanidosa.

—¿Eso dice Enrique?

Quoi?

Que soy su mejor amiga. —Me retiré el flequillo hacia un lado y después, con delicadeza, apoyé el codo sobre la mesa con la mano bajo la barbilla.

Me llamó infantil. Sí, claro que era infantil. Últimamente iba tirando amigas del tren deseándoles una buena caída; las que me quedaban se podían contar con los dedos de una mano y me sobraban cuatro. Así que, sí, elevar un camarada a la categoría de mejor amigo me daba la vida.

—¿Cómo está? —Debía preocuparme, eso hacen las mejores amigas.

Jérôme apretó los labios y supe que quizá debía ponerme seria.

—Bueno, tú sabes, él es así como él es. Habla poco de eso.

No añadió mucho más, me dejó intranquila. Así que, antes de despedirnos, le propuse que el martes, en vez de vernos en la entrada del museo, le iría a recoger a casa y que, con la excusa, me tomaría un café con Enrique. Le pedí que no le dijera nada, que pareciera todo improvisado.

Seis días más tardes Jérôme me abría la puerta de su casa.

Oh, Elviga, oh, oh, mais, oh, ¿cómo es posible? Mais, yo he pensado que nos encontrrrgamos en el museo, mais, ah, quelle surprise!!!, ¡Bebé, Elviga está aquí! Mon doudou, me escuchas?

Con la mirada le recriminé su terrible actuación. Entré al salón. En el precioso sofá de ante verde estaba Enrique con Vicente despeluchado en el regazo.

—Hola, camarada —dije.

—Hola, amiga.

Me senté a su lado y acaricié al perro.

—¿Cuántos años dices que tiene? ¿Setenta? —pregunté.

—Once.

—¿No había perro más viejo para adoptar?

Sí, había dos de trece y uno de catorce, pero Vicente es sordo y ciego de un ojo. Vamos, irresistible.

Enrique siempre ha sido complicado, seco, con ese encanto de persona que parece que te tolera por obligación. Pero luego va y rescata un fósil peludo…  Supongo que el cambio climático le afecta a cada uno de diferente manera.

Alargué la mano y acaricié el lomito de Vicente, dije que lo veía mucho mejor que la última vez; hacía tres meses tenía calvas, ahora el pelaje parecía algo más uniforme. Lo arrastré hacia mí y lo abracé, era pequeño y escuálido, lo que provocaba quererlo sin condición. Lo besé en la cabeza y le rasqué detrás de las orejas mientras lo llamaba “feo-feo-refeo-requetefeo” con voz de niña. Miré a Enrique y afirmé:

—Te estará ayudando mucho estás semanas. Tenerlo se te hará más fácil.

—¿A qué has venido, Elvira?

¡C’est qui que quiega café que se levantas el mano! —gritó Jérôme desde la puerta del salón.

—¿Tu marido nunca va a aprender español? —dije y levanté la mano—. Con leche sin lactosa, porfi.

Oui, bien sûr, je sais. Bebé, Elviga y yo ya somos súper amis.

—Me alegro, cariño, eso es todo un logro.

—¡No es cierto! ¡Jamás seré amiga de un francés!

—Tarde, ma chérie… —y regresó a la cocina tarareando Count on me de Bruno Mars.

Me reí, Jérôme tenía algo como Vicente, había que quererlo.

—Entiendo que te casaras con él no solo por ser un yogurín de treinta y tres años.

Enrique cogió de la mesita de café el tabaco de liar. Se hizo un cigarro, lo encendió y, sujetando el cenicero con la otra mano, saboreó la primera calada y exhaló el humo con calma. Aquella manera de sostener el cenicero me recordó a mi tío Dámaso, pensaba en él como en un viejo fumador, pero tendría la misma edad que Enrique ahora, cerca de los cincuenta. La perspectiva del tiempo te rejuvenece o avejenta a su antojo.

Cruzó las piernas y volvió a preguntarme que qué quería. En nuestra amistad no cabían los formalismos.

—Saber cómo estás.

Estoy bien. Tú andas bastante peor, tu ojo izquierdo empieza a fallar y ya no te quedan más flotadores, te hundes, Elvira.

Apreté a Vicente contra mi regazo, sentirlo me recordaba que Enrique no era un carroñero. No dije nada y mirando al frente esperé los cafés. Al poco, Jérôme llegó portándolos sobre una bandejita de cristal naranja. Los repartió y se sentó en el suelo, al otro lado de la mesita, frente a nosotros. Me aconsejó que dejara a Vicente en el suelo, me dijo que estaría más cómoda. Le hice caso y, con una sincera sonrisa, le agradecí el café, también le recordé que era mejor llegar antes de las cinco al museo, que si no habría demasiada gente. Me fijé en Enrique, parecía completamente ausente sosteniendo el cenicero con la colilla retorcida dentro.

***

Jérôme me dice que mi hermana ha llamado. Que tenga diecisiete años más que yo hace que sea una madre más que una hermana, que insista con su llamada mensual de rigor al teléfono fijo me enferma. El infantilismo con el que me trata se me atasca. Suspiro y me dejo caer en el sofá. Vicente me mira desde el suelo, lo ayudo a subir. Todos deberíamos ser así: viejos, sordos y ciegos, pocos problemas tendríamos con los demás, suficiente aguantarnos a nosotros mismos. Es tu padre, dice Jérôme. Me incorporo y le pido que me lo repita. Mi hermana se lo había dicho. El viejo ha muerto. En el coche de camino a Toledo, Jérôme me habla de una compañera del Máster, lo oigo y lo intento escuchar, sin embargo, las palabras se convierten en chicle, pegajosas se solapan unas a otras, quizá ya me esté quedando sordo, quizá siempre lo haya sido: sordo y perro. Aparco frente a la casa. Veo primero el coche de la funeraria, luego los dos de policía y después a mi hermana. A dónde vas, me pregunta. Quiero subir a casa. No puedes, me dice. Sí puedo, quiero subir. No puedes, Enrique, nadie puede, está la policía. La veo vieja, lo que es. El pelo corto le hace parecerse a mamá. Su forma de decirme las cosas le hace parecerse a mamá. Sus prohibiciones le hacen parecerse a mamá. ¡Sí puedo, voy a subir!

—Enrique… —Mi hermana me sujeta del brazo—. Llevaba muerto dos semanas.

***

Giró la cabeza y me miró con inmensa pena sin soltar su sucio cenicero, como mi tío Dámaso.

Perdóname, amiga —dijo—. Cuando siento dolor yo también me ciego.

 

 

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