11 nov 2008

Una tarde en el museo

─Pues a mí la música ésta de tambores me parece una absoluta estupidez, voy a por más vino.

Margaret se atusó el pelo y se dirigió a la barra que habían improvisado en medio del hall principal del museo.
Yo me quedé escuchando a los cuatro músicos que habían llegado de Burkina Faso para la inauguración de la exposición “El corazón de África”. La verdad es que la gente se las ingenia para poner este tipo de títulos a cualquier tema africano. Aunque podrían haberle puesto “África negra”, y entonces si que hubiese sido un enorme despliegue de huecas neuronas.

Me apoyé en la puerta de cristal para ver desde fuera como Margaret pedía su tercer vaso de vino blanco. A sus 84 años mantenía una vitalidad envidiable. Pensé si a su edad sería como ella, pero miré mi vaso de té verde y supe que no. Levanté la vista y sonreí a uno de los músicos que me miraba, era realmente atractivo, él me devolvió la sonrisa.

─Hala, nena, vamos a ver los cuadros esos que yo no puedo más con tanto pom-pom-pom, ni el mismísimo Raphael con su tamborilero ─Margaret me agarró del brazo y me encaminó hacia la sala de exposición─. ¡Ay, hija, cada día estás más delgada!, pero ¿qué has comido hoy? ─me preguntó mientras estrujaba mi antebrazo con fuerza intentando encontrar los huesos.
─Hoy… ensalada de pasta.
─De verdad, esta gente de África anda obsesionada con el miembro masculino… ─Margaret hizo pararme ante una escultura alargadísima de un hombre desnudo con un enorme pene erecto─. Aunque vete a saber, nena, lo mismo es un perchero del siglo XVII, ignorante de mí…
Estallé en una escandalosa carcajada que dejó muda a toda la sala. Margaret me guiñó el ojo y siguió empujando de mí marcando el ritmo.
─Ensalada de pasta ¿dices?, la ensalada no alimenta y la pasta te llena de almidón la sangre. Cuando te mueras te abrirán en canal y se harán un jersey de almidón los forenses.
─Eso es algodón, Margaret, un jersey de algodón ─dije riéndome.
─De lo que sea… ¡Anda, mira, otro perchero!

El museo estaba en lo alto de la colina, y la carretera hasta el pueblo, pasadas las 8 de la tarde, era una auténtica serpiente negra.
─Nena, no corras que nadie nos espera.
─Margaret… voy a treinta…
─Siempre se puede ir a menos ─dijo dando un golpecito a la caja de cambios. Creo que mi viejo coche era el único con marchas en todo el estado de West Virginia─. Hoy has hablado poco, ¿todo bien por la universidad?, o ¿tus alumnos se te suben a las barbas?
No habían sido fáciles las últimas semanas. Ya llevaba casi dos meses enseñando en aquel lugar y todavía no me había metido a los alumnos en el bolsillo. Pero aquello no me preocupaba demasiado, ya caerán, me decía después de cada sesión.


─Ey, no te vayas, loca, no te vayas… ─Abid apretó mi frente contra la suya─, no… no… no… no… no… ─repetía cansinamente.
─Para, por favor…
─No… no… no… no… ─me abrazó con fuerza y me susurró profundamente en el oído─: Te quiero tanto...
Encerré sus palabras con sabor a urdu en una cajita de cristal para no olvidarlas nunca, aspiré su respiración para tragar el mismo aire y le pedí que me repitiera por última vez “azul celeste”. Me miró con enorme pena, hizo estremecerme.
─Azul celeste, azul celeste…
Sonreí tristemente.
─No pierdas nunca tu precioso acento, my big child ─lo besé y me marché de su casa. El taxi me esperaba fuera. Era una noche húmeda en Singapur.


─Que no corras, nena, que no corras, que te crees Alonso en Mónaco y esto no es. Pero… pero, ¿qué pasa?, ¿por qué lloras like that?
Por más que intentaba mantenerla cerrada, a veces se me abría la cajita de cristal y sus palabras bailaban en mi cabeza borrachas de pena.
─Ay, nena, pues si a mí tampoco me gustó la exposición, pero entiéndeme, tanto como para ponerse así, no, ¿eh?, ¡no!
Me hizo reír.
─¿Me invitas a una cerveza en tu casa…? ─pregunté absorbiéndome los mocos.
─¡Toma, y a dos!

Cuando, por fin, llegué a mi casa, me preparé café. Me tumbé en la butaca del salón y dejé, abriendo nuevamente la cajita de cristal, que el viernes terminase desde allí.