―A ver, bonita, busco a la profesora Rebollo.
La puerta estaba abierta, así que desde el marco una mujerona de más de cincuenta años, cargada de cartas oficiales con el sello de la universidad, me preguntaba por mí misma.
Por un momento me desdoblé. Y me puse a observarme desde la misma posición que la mujer. Y vi a un personajillo de metro y medio, con vaqueros, con coleta alta, gafas de pasta granate marca Snopy, y no Snoopy porque las compré en China, y con pendientes colgaderos del personaje rechoncho y pelirrojo Tarta de Fresa. No recuerdo exactamente cuándo pero un día decidí que lo de ser adulta no iba conmigo y… así me quedé.
Quise contestar a la mujerona pero en ese momento recordé a mi madre.
Yo no tendría más de ocho años. Estaba en la cocina con mi madre, cuando el timbre de la puerta sonó. Mi madre se secó las manos con el trapo que había en la encimera y salió gritando por el largo y lúgubre pasillo de veinte metros: “voy, voy, VOYYYYYY”. Yo, como buena ladilla cojonera que era, iba detrás dando zancadas, moviendo mis brazos en aspa y repitiendo: “voy, voy, VOYYYYYY”. Ante la puerta todavía cerrada, mi madre, en pantalón de chándal y camiseta comercial de Ferretería Ávila, se ajustó el pelo hacia atrás. Después la abrió y con una sonrisa recibió a un delgado hombre con uniforme.
―Buenos días tenga usted ―dijo el hombre seriamente―, traigo una carta certificada, ¿está la señora en casa?
Mi madre petrificada dijo sin inmutarse:
―La señora ha salido con sus amigas a tomarse el cafecito de doce en el Toledo, así que vuelva usted mañana, buenos días ―y sin más cerró la puerta con un ruidoso y vengativo golpe.
Estaba a punto de presentarme a la enorme mujer de las cartas, pero no me dejó abrir la boca:
―Y tú, ¿eh? Con tal de no ir a clase cualquier cosa, ¿verdad?
―¿Perdón? ―dije absolutamente sorprendida con una chincheta en la mano.
―Pues que todos los estudiantes andáis con la misma historia, sois capaces de trabajar como asistentes de los profesores para tener excusa oficial y así faltar a las dos primeras semanas de clase, que os tengo calados, son muchos años trabajando en esta universidad, ¿eh? ―aquella situación me divertía muchísimo―. Bueno, bonita, entonces, ¿me puedes decir a qué hora va a venir tu profesora?
―Pues ha ido a tomar un café, no creo que tarde, me puedes dejar sus cartas, yo se las daré ―respondí y nuevamente evoqué a mi madre.
Mi madre recorrió el pasillo de vuelta maldiciendo al pobre hombre. Yo iba detrás saltando a la pata coja, cuatro veces con la pierna derecha y dos con la izquierda, porque con la izquierda me costaba más, uy, mucho más. Una vez en la cocina, mi madre seguía recordando al cartero y removía las lentejas con energía. Mientras, yo cruzaba la enorme cocina de baldosa en baldosa, asegurándome de no pisar las rayas, y cantando en bajito una canción en mi inglés inventado: guachimi hai nohai, for olguays, yes, yes, shonmigüey… Que conste que hoy en día, en las reuniones del departamento, me sigo inventando el inglés aunque me corto de cantarlo, claro.
―Hija, de verdad, siéntate, por favor… buff… por favor, ¿eh? Que ya me tienes cansada, si estás bien, esta misma tarde vas al colegio y si no, pues, ¡hala!, a la cama.
Aquel día me había quedado en casa porque tenía diarrea, bueno, mi madre decía cagalera, y cuando hablaba con el médico decía “ir mucho al baño”. La cuestión es que echaron la culpa a las golosinas. Años más tarde, tras noches en urgencias del hospital, días en observación, dos colonoscopias y un padre superando un cáncer de colon, averiguaron que las golosinas poco tuvieron que ver con mi pésimo sistema digestivo.
Con veinticinco años preparaba mi primer viaje a China, pero el dolor de estómago me estaba matando desde hacía casi un mes.
―Cariño, eso es de los nervios, eres como tu padre, que te lo guardas todo para ti, y luego, mira lo que pasa, que os reventáis por dentro. Lo que debes hacer es no aceptar el trabajo en China, te quedas aquí, con tu madre, que es dónde mejor estás, y ya vas a ver cómo se te quita ese dolor ―me dijo mi madre cuando fui a quejarme.
Dos días más tarde estábamos en la consulta del doctor Víctor Salinas, oncólogo de mi padre. Me examinó y me hizo mil preguntas. Mientras me vestía tras el biombo, explicó a mis padres que dados los antecedentes era mejor hacer una colonoscopia de urgencia. Al día siguiente tuve que beberme dos litros de no sé qué mierda en menos de una hora, que me hizo esprintar como nunca por el interminable pasillo de casa. Terminé cagando agua cristalina de balneario, impresionante. Ya en la clínica, mi madre me dijo adiós con la manita y yo entré en una sala bastante oscura. La anestesista me pidió que me bajara los pantalones, me subiera a una especie de camilla, y me pusiera de medio lado con las rodillas dobladas para sacar culo pompa. La anestesista me arremangó la blusa y me pidió que me tranquilizara. Hombre, en aquella postura, tranquila, lo que se dice tranquila era prácticamente imposible estar. Oí la puerta abrirse y un conglomerado de pasos, toses nerviosas y tráfico de folios se acercaba a mis espaldas. Muerta de curiosidad no pude evitar voltear la cabeza y ver qué estaba pasando. Un grupo de jóvenes y atractivos estudiantes de medicina estaban tomando nota de mi ojete. Por favor, no te muevas, Elvira, me pidió suavemente la anestesista intentando ajustar el catéter en mi brazo. Víctor Salinas entró poco después.
―Bien, bien, bueno, ¿qué tal, Elvira? Oye, he pedido permiso a tus padres para hacer de esta colonoscopia una clase magistral, espero que no te importe, ¿verdad?
Estuve a punto de contestarle con un pedo, pero no quise abochornar a mis padres.
―Claro, no hay problema… ―contesté sacándome la naturalidad de la chistera.
―Bien, bueno, tenemos aquí a una paciente, veinticinco años, y con antecedentes familiares de cáncer de colon. Como todos sabéis el cáncer de colon es uno de los más hereditarios, esta joven tiene un 45% de posibilidades de padecerlo.
¿Perdón?, ¿cómo dice usted? ¡Ey!, que sigo aquí, que todavía no me han anestesiado, podría ser un poco más delicado en sus explicaciones y sobre todo más mentirosillo en sus porcentajes de probabilidad.
―Así es que os pido, que en el momento en que localice el o LOS pólipos ―dijo marcando fuertemente el plural―, describan su forma, lo verán en la pantalla de la derecha y quiero que me digan si a simple vista podríamos hablar de un cáncer benigno o maligno.
¿Eeeeeeeeeeeeeeeeein?????? Empecé a temblar y a sudar cosa mala.
―Elvira, ¿estás bien? ―preguntó el médico.
―Ay... pues… vaya… ―dije forzando un tono dramático.
―Bueno, lo primero que hay que hacer es tranquilizar al paciente, aunque usemos anestesia general, debe sentirse cómodo. Así que, Elvira, te vas a China, ¿no?
―Acabo de oír tu truco y no funciona, sigo como un flan ―todos rieron.
Escucharles reír me recordó que tenía, por lo menos, una docena de hombres veinteañeros con sus ojos puestos en mis entrañas más escatológicas. Pero aquello me ayudó a no llorar, porque no me decidía si hacerlo porque estaba destinada a morir de cáncer o por tener el ano apuntando a doce hermosas caras masculinas y yo sin poder moverme de allí.
Cuando todo terminó entré en el despacho de Salinas. Me senté junto a mi madre que me cogió de la mano y me sonrió. Yo en cambio le eché en cara que hubiera permitido una clase magistral en mi colonoscopia.
―Pero, cariño, seguro que todos han salido enamorados de ti.
Aquello era una madre y lo demás eran tonterías.
Cuando llegó Víctor Salinas explicó que no había ni rastro de pólipos y que podíamos estar tranquilos. Tenía el intestino grueso estrangulado lo que me provocaba tantos dolores pero nada grave, debía soportarlo de la mejor manera. Ya de pie, mis padres saliendo de su despacho y yo a punto de hacerlo, Salinas me llamó.
―Elvira, créeme, hasta los cuarenta años, podrás hacer vida normal, no debes preocuparte por nada.
Vaya, aunque lo dijo con su mejor intención, escuchar mi fecha de caducidad me puso los pelos de punta. Sí, creo que fue entonces cuando decidí no crecer más, mantener la línea de los cuarenta en la lejanía.
―Bueno, bonita, pues le dices a la profesora Rebollo que debe firmar ambas cartas y devolverlas antes del día siete a la oficina de Relaciones Internacionales, ¿te acordarás?
―Creo que sí… ―contesté todavía subida a la silla.
Antes de salir, la mujerona me volvió a mirar.
―Anda que menudo tipín tienes, bonita, ¿cuántos años tienes?
―Veinticinco ―contesté riéndome por dentro.
―¡Ay, veinticinco!, claro, yo a tu edad también era un caramelito, ¡tendríamos que negarnos a cumplir más años!
―Yo es lo que hago.
7 comentarios:
Elvira!!Lo de la dificultad con el pie izquierdo, no seria pq llevabas los zapatos al reves? jajaja.
Bajando la cuesta del Bº San José, hace varios años, me contaste la historia de la clase magistral, y me rei tanto como hoy... (Tu no, jajaja)
Es que leerte es como oirte! Y como estas lejos... Genial.
beso
Sí,venga! que yo lo de la clase no me lo trago...pero, a pesar de todo, este cuento ha estado genial, Elvira!
Beso gordo y sigue escribiendo, que ya te estábamos echando de menos! ¡(Toma dosis de presión!: nadie dijo que tener club de fans iba a ser fácil, jijiji.
Muaca!
No hay nada como tomarse algo tan serio a risa. Eres una genia! jajja... Beso gordo!
Hola Elvira:
En este cuento me siento feliz porque yo soy un poco protagonista.
La verdad amigas fue una clase magistral y los chicos eran guapisimos.
Elvira eres genial contando las cosas porqué fue una epoca muy triste y preocupante y tú lo cuentas como Begoña Garmendia.
Me alegro qué tengas ese humor.
Bueno hasta pronto .
Besos.
Sí, chicas, la risa es la mejor terapia para todo. Gracias por seguir pasando por aquí, muuuuua!!
(Mai, creo que los zapatos al revés y las clases de ballet se merecen un cuento propio, jajaja!!)
En el de los zapatos al revés me tocaría salir a mi no? jejje... Beso gordo!
Ay, ayy... entonces... lo de los 5 tios de prácticas mirándote el culo en semejante pose/situación... es verdad?!?!?!?
Ay que me parto.
BESURRIOS
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