El coche tomó una de las salidas de la autovía. Subíamos Bukit Timah, la colina más alta de la isla. Desde la carretera podía ver pequeños chalets unifamiliares rodeados de vegetación, pero a medida que ascendíamos por la colina, las casas eran más grandes. Parecían pequeños palacetes y estaban realmente escondidos entre la naturaleza, censurando miradas indiscretas, como la mía.
De mi pequeño bolso de mano saqué el móvil, no me pude resistir, tenía que mandarle un mensaje: “Loca, cena en casa de Abid con su padre y amigos, todo esto parece sacado de un cuento, hablamos, muaaaa!”.
El coche se paró frente a una enorme verja negra. Me incliné hacia adelante. No veía la casa, sólo un inmenso jardín de árboles, parecía un bosque. La verja se abrió automáticamente y el coche siguió un caminito que parecía cruzar el frondoso jardín. Me desabroché impaciente el cinturón de seguridad y me apoyé sobre el asiento del copiloto, pero seguía sin ver la casa. Bip, bip. Me di la vuelta para coger el bolso. Marieta me había contestado: “QUÉ? Yo también quiero ir!! Dile al jeque que me venga a recoger, en la Plaza Indautxu puede aparcar su helicóptero, llámame ya!!!”. Reventé en una carcajada, qué idiota, repetía una y otra vez en voz alta, qué idiota es.
El coche por fin paró. Me llevé la mano a la boca al ver el palacio frente al que habíamos aparcado. Con timidez abrí la puerta y salí. Levanté la vista de mi vestido, quería cerciorarme de que no se me había arrugado demasiado durante el viaje, y vi a Abid en lo alto de las escaleras de la puerta principal. El chófer bajó del coche y me señaló con la mano extendida el camino a seguir. Ya era de noche, el jardín estaba poco iluminado y temía que pudiera tropezar, así que me acompañó hasta el primer escalón. Desde abajo miré a Abid. Me sonreía sin despegar los labios, con esa sonrisa seria que tanto me gustaba de él. Iba descalzo, vestía un salwar kameez de pantalones blancos y túnica grisácea, nunca antes lo había visto con ropa pakistaní. Estaba guapísimo. Llevaba revuelta su espesa mata de pelo negro, le daba un aire a chaval despreocupado. Me dio un vuelco el corazón, era tan atractivo. Me asusté de mi propio ritmo cardiaco, no sabía si podría fingir tranquilidad durante toda la cena.
Al llegar al último escalón, Abid, me cogió de la mano. Fui a besarlo pero él dio paso atrás y con una risa nerviosa me dijo en voz baja:
—No, aquí no podemos, no delante de la gente.
Asentí con la cabeza, lo entendía. Le solté de la mano y crucé los brazos con el bolsito pegado al pecho. Entré en la casa siguiendo la invitación de su brazo.
Del hall, donde me descalcé y dejé el bolso, pasamos al salón que se dividía en tres amplias estancias escalonadas. De la más alta, bajó su padre al vernos. Me tomó por los hombros, bienvenida, Elvira, dijo sonriendo. Después tomó mis manos y las estrujó entre las suyas. Miré a Abid porque no sabía qué decir, pero él miraba orgulloso a su padre, así que me decanté por lo primero que me vino a la cabeza.
—Bienvenido, señor Mir.
Abid giró rápidamente la cabeza y me miró extrañado. Me mordí el labio, arqueé las cejas y agaché la cabeza avergonzada.
—No, bienvenido no… lo siento, quiero decir…
—Tranquila, Elvira, siéntete en casa —dijo el padre de Abid interrumpiendo mis disculpas entre risas. Después alzó el brazo y uno de los sirvientes se acercó donde nosotros portando una bandeja llena de copas de vino. Shah Tadjar Mir me ofreció una, la tomé con gesto de gratitud.
Al dejarnos solos, Abid, apoyando su gruesa mano sobre mi espalda, empezó a recorrer el salón presentándome a todos los invitados. Habría casi cuarenta personas. La mayoría eran hombres de entre cincuenta y sesenta años que hablaban de sus negocios sin cesar. Las pocas mujeres parecían más jóvenes, se mantenían en un segundo plano en las conversaciones. Algunas eran indias y llevaban coloridos saris. Otras llamaban la atención, simplemente, por la espectacular belleza de sus rasgos asiáticos.
—Así que eres profesora, ¿verdad? —me preguntó Jagdish Kumar, uno de los directivos del banco Barclays Capital de Singapur.
—Sí, sí, soy profesora de español —contesté sujetando la copa de vino con ambas manos.
—Oh, bueno, es interesante y ¿a qué piensas dedicarte en el futuro?
¿En el futuro?, ¿cómo?, no estaba entendiendo la pregunta porque en un futuro seguiría siendo profesora de español. Miré confundida a Abid y dejé que él hablara.
—Se trata de algo más profundo —empezó diciendo—. Elvira lleva más de siete años trabajando como profesora en muy diferentes países, lo que le permite analizar la situación sociocultural de cada región.
¡¿Analizo la situación sociocultural de cada región?! Pensé abriendo los ojos como platos.
—Además —continuó diciendo—, colabora con varios periódicos españoles y de América Latina escribiendo ensayos sobre las consecuencias de las carencias en los sistemas educativos. Hablamos de Asia, señores, donde no podemos negar que, aun habiendo buenas universidades, la mayoría de nosotros hemos estudiado en Estados Unidos y Europa, entonces ¿cuál es el problema?
¿Soy investigadora de las carencias en los sistemas educativos de Asia?, y ¿escribo ensayos? , yo pensaba que eran cuentos… Estaba atónita.
—Me debes una —susurró Abid a mi oído mientras nos alejábamos de aquel grupo sumido ya en un profundo debate sobre las mejores universidades del mundo.
—¿Te avergüenzas de mí? —pregunté a Abid dándome la vuelta muy despacio.
—¿Qué?, loca, claro que no.
—Porque mi trabajo consiste en enseñar el abecedario español, diferenciar el ser y el estar, indicativo-subjuntivo, por y para. Y nunca en mi vida he escrito un ensayo porque odio la investigación. Yo escribo cuentos, cuentos que me ayudan a reírme de mí misma, y ésa es mi vida, Abid, es mi vida ahora y en un futuro. No tienes por qué humillarme de esta manera, Abid... —dije empezando a llorar, aunque intenté evitarlo vanamente, demasiada tensión a lo largo de toda la noche.
Abid me agarró por debajo del brazo y abriéndose camino entre la gente me sacó del salón casi a volandas. Subimos por unas escaleras hasta el primer piso. Recorrimos un amplio pasillo y entramos en uno de los baños para invitados. Abid cerró la puerta con pestillo, parecía enfadado, ni siquiera se dio la vuelta. Se llevó las manos a la cabeza desordenándose aun más el pelo. Me alejé de él. Me quedé de pie junto a la bañera, no sabía lo que iba a pasar y he de reconocer que tenía miedo. Sujeté la copa de vino, que todavía llevaba, con fuerza como si pudiera defenderme de algo. Me di cuenta de que no conocía a aquel hombre.
Abid se dio la vuelta y muy lentamente se acercó a mí. Respiré hondo y tragué saliva mirándolo fijamente. Se paró frente a mí. Me miró serio y, sin decir nada, agarró mi cara con ambas manos, me besó con tanta pasión que no recuerdo ni el momento en que la copa se me escurrió de las manos y cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos. Loca… gimió cogiéndome en brazos. Me enganché a su cintura y dejé llevarme hasta la encimera del lavabo. Loca… repetía hundido entre mi pecho. Metió las manos por debajo de mi vestido, levantó la cabeza y mirándome a los ojos dijo:
—Nunca te humillaría, pero sí puedo equivocarme porque somos diferentes… —dijo mordisqueándome sensualmente los labios—, pero yo te amo, loca, y tu vida es mi vida ahora… no hay nada que me avergüence de ti, nada… nada, porque ahora somos uno… —y apretó mis muslos con esas manos tan enormes de jugador de polo.
Nunca había entendido antes el concepto de feromona hasta conocer a Abid. Era vernos, susurrarnos, rozarnos y empezar un baile carnavalesco de sustancias químicas a nuestro alrededor, que hacía que perdiéramos la cabeza completamente, completamente, completamente…
Toc-toc-toc.
Al oír la puerta, Abid me tapó la boca con una mano y con la otra me hacía el gesto de silencio colocando su dedo en el labio. Se separó un poquito de mí, giró la cabeza y mirando hacia la puerta preguntó:
—¿Sí?
—Abid, abre la puerta, por favor.
—Padre, sí, un momento.
¿Padre? ¿Su padre? ¿Shah Tajdar Mir? Empecé a agitar los brazos en el aire y no dejaba de poner cara de pánico. ¿Qué íbamos a hacer?
Abid me pedía con gestos que me calamara. Me volvió a coger en brazos y me volví a enganchar a su cintura, pero aquello ya no era nada sexy, parecíamos Tarzán y la mona Chita buscando un escondite en una jungla de apenas dos metros cuadrados. Me entraba la risa con tanto meneo. Abid me suplicaba silencio. Le señalé la bañera. Sorteó los cristales del suelo y me dejó dentro de la bañera. Me pidió que me agachara todo lo posible porque no había cortinas ni mampara con las que poder taparme. Así que me hice faquir, me contorsioné todo lo posible, convirtiendo mi metro y medio de altura en tan sólo veinte centímetros de bulto. Abid me colocó una toalla por encima. Su padre no podría sospechar nada, solamente que había crecido un champiñón gigante en la bañera.
Abid nervioso abrió la puerta.
—Padre.
—Abid, el bufé se está sirviendo en la terraza del ala este, los invitados ya están allí, pero no encuentro a Elvira.
—¿Elvira? La he notado muy nerviosa así que la he acompañado al jardín hace un rato, debe estar todavía allí.
—Pero ¡¿qué es eso?! —gritó su padre.
Al champiñón se le paralizó el corazón bajo la toalla.
—¿Qué? —preguntó Abid faltándole el aire.
—¡Eso! —dijo por fin señalando los cristales rotos esparcidos por el suelo.
—Ahhhh… —respondió Abid aliviado—. Lo siento, padre, tiré la copa.
—Bien, no pasa nada, diré que vengan a limpiarlo pero ten cuidado de no cortarte y, por favor, no tardes en bajar, la gente está esperando.
Oí cerrarse la puerta, pero aun así no me moví. Abid, con cuidado, me quitó la toalla de encima y me besó el cuello tronchándose de risa al verme tan poca cosa, pero qué poco ocupas… me decía.
No me dejó salir de la bañera por mi propio pie. Tenía miedo de que me cortara con la copa rota, así que nuevamente me pidió que me agarrara a él.
—Pero… ¿qué haces, loca? ¡No!, pasa las manos por mi cuello, a ver…
—¡Sujétame! ¡Si me vas a tirar!
Al saltar sobre él, le dio tiempo a cogerme sólo por una pierna, me tenía de medio lado, el otro medio se le estaba escurriendo de entre los brazos. Le entró la risa, y si a Abid le entraba la risa flojeaba por todos los lados, se convertía en un muñeco de trapo sin casi fuerza. Yo no podía oírlo reír porque me contagiaba automáticamente, si él se reía yo me reía. En eso se basaba principalmente nuestra relación. Loca, intenta y jajajajaja. ¿Que intente qué…?, pero si me, jajajaja, si me estás tirando, jajajaja, idiota… le decía yo con el ojo ya torcido del ataque que llevaba encima. Abid a media genuflexión intentó ponerme derecha, pero ya era demasiado tarde, mi cabeza estaba casi rozando el suelo. A ver, espera, si te agarro de aquí… me dijo agarrándome de ahí, sí, de ahí, de la media manga y estiró, estiró tanto que de la fuerza, no sólo me desabrochó todos los botones del vestido, sino que me los arrancó.
Le oí gritar tanto de risa que fui incapaz de recriminarle nada, solo podía seguirle en semejantes carcajadas.
Pero nos callamos de golpe al oír la puerta del baño abrirse de repente.
—¡Pero, Abid!
—¡Padre!
Y recolectando la poca dignidad que me quedaba, al estar semidesnuda y retorcida entre los brazos de su hijo, encontré la única frase oportuna para ese momento, ahora sí:
—Bienvenido, señor Mir.
5 comentarios:
Jajajajaja, hija Elvira pasas del drama a la comedia en un segundito, jajajaj, el ultimo final que me podia imaginar, jajaja, me ha encantado!! Eskerrik asko!! Espero que sigas hablandonos del jeque... musus
POR FIN!!!!!! jajaja sabia que me iba a encantar..... el final perfecto jejeje mil besos, que bien me cae el jeque....
Me encanta, como siempre!
Jo, Elvira me ha encantado. Como siempre, describes de muerte las escenas.
Solo hay una cosa que no me ha terminado de quedar clara: ¿A qué dices entonces que te vas a dedicar en un futuro? jajaja
Genial! Queremos más! Besooos!
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