―A mí este vino me hace cosquillitas en la naricita.
Eva García, compañera de sumiller y gilipollas. Gilipollas profesional. Elvira, eres dañinona y mala, me dirá mi madre después de leer estas líneas. Dañinona. Mira que es difícil pronunciar esta palabra y a mi madre no se le ha trabado ni una sola vez, la práctica, supongo. Pues sí, lo dicho, soy mala pero Eva sigue siendo gilipollas. Y es que no hay cosa que más me reviente que una mujer hablando con diminutivos. Son manipuladoras. Expertas de la semántica. Viudas negras que tejen sus telas de araña con un léxico, aparentemente, inofensivo. Imanes de la falsa empatía. Taradas mentales. Elvira, hija, pero si tú estás de atar, me dirá la cariñosa de mi madre. Sí, ama, pero yo de siempre me he tirado pedos, no peditos. Y he ahí la diferencia que marca mi cordura.
Cuando una mujer dice un diminutivo, la gilipollez se esparce como la mierda por toda la sala, convirtiendo a su vez a los hombres en gilipollas. Esto es empírico, no me lo he inventado yo. El sexo masculino asocia el diminutivo con feminidad, feminidad con fragilidad, fragilidad con necesidad de protección, protección con condones, condones con mejor a pelo, y mejor a pelo te la meto. Entonces a Eva, en este momento, la rodean cuatro hombres copulando.
―Pero un montón de cosquillitas en la naricita, ¿y a ti, Elvi?
A mí en el potorro, pero por supuesto no se lo voy a decir. La sonrío como buenamente puedo y miro a Alberto, compañero de mi izquierda, que si quiero ser breve, únicamente debería decir que me tiene loca perdida. Para mi sorpresa, él la está mirando raro, no como hombre de cromañón-yo-dar-aumentativo-a-tu-diminutivo, no. Más bien como, tía, ¿tú eres así o en tu infancia te han querido poco y mal? Alberto, sí, señor, mi Alberto. Un tío de pedos, no peditos. Me mira y arquea las cejas, pero no dice nada, educado pero no gilipollas. Él esquivó la mierda.
La clase se termina. Eva se levanta de su taburete, se recoge el pelo en un moño alto, y deja al descubierto un tatuaje que dice You have to smile . Dime tú, a qué tío, que la esté poniendo mirando a Cuenca y lea ese tatuaje, hay que recordarle que sonría. Me entra la risa y bebo un poco de agua para disimular.
―Te estás riendo y prefiero no saber de qué, porque tienes un peligro… ―me dice Alberto al oído. Se levanta, coge su chaqueta y se despide hasta el próximo miércoles.
Sigo en mi taburete y lo veo salir. En ese instante, es cuando me doy cuenta de que siete días no pasan tan rápido.
―¡Alberto! ―grito.
―¿Qué te pasa? ―pregunta asomando, de nuevo, la cabeza por la puerta de clase.
―¿Te hacen unas cañas?
Sonríe, aprieta los labios, se mete las manos en los bolsillos de su chaqueta y dice finalmente:
―Claro, vente.
¿Vente?, ¿qué ha querido decir con vente? No importa, ¡voy!
En la calle, me siento tensa. Camino junto a él, mirando al suelo y sin decir nada.
―¡Ey! ―exclama golpeándome el hombro. Lo miro, y veo que empieza a escribir algo en el aire, pero con extremada delicadeza, y me dice―: You have to smile..
Suelto una carcajada de las que hacen historia. Qué perro. Sabía que era de los míos. Dañinón.
Entramos en un bar, dos calles más abajo de la escuela de cata. Alberto alza la cabeza, como si estuviera buscando a alguien. Sonríe y levanta la mano.
―Allí está ―me dice.
―¿Quién? ―pregunto.
Llegamos al fondo del bar.
―A ver, que os presento. Amaya, Elvira, mi compañera del curso, la que te dije que está como una cabra. Y bueno, Elvira, ella es Amaya, mi chica.
―¿Cómo de tuya…?
Los dos se ríen.
―Te lo dije, está loca ―apuntilla Alberto.
Examino con la mirada a Amaya buscando ese defecto que me hará feliz. Pero nada, no lo encuentro. Es preciosa. Sencilla. Con sonrisa sincera. No tiene pinta de hablar con diminutivos. Y lleva una camiseta de la Rana Gustavo, amo a la Rana Gustavo. Tengo ganas de llorar.
―¿Me perdonáis un minuto? Ahora vuelvo… ―digo con la voz temblorosa.
―¿Estás bien? ―pregunta Alberto.
Asiento con la cabeza y me alejo un poco de ellos. Miro hacia arriba, pongo los brazos en cruz y grito:
―¡¡¿Por qué me haces esto?!!, ¿por qué?, ¡cobarde!, ¡contéstame!, ¡¡que me contestes, coño!!
A ver, tranquilízate un poco, ¿vale?
―¿Eres tú?
Sí, soy yo.
―¿La que ha organizado todo esto? ¿La que me pone la miel en los labios para luego lanzarme a las zarzas?
No diría tanto, pero sí.
―¿Cómo te llamas?
Elvira.
―¡Joder! ¿Qué me podía esperar de alguien que pone su mismo nombre a su protagonista? ¡Un poquito de imaginación, por el amor de Dios! No sé, Estela, Alba, Susana, Arantxa, ¡qué sé yo, Paula!
Bueno, pues te llamas Elvira, como yo y punto. Y ahora vuelve con tus amigos. Te tomas una caña, pones tu mejor cara, te despides, vuelves a casa, te preparas un café, te hundes en el sofá, miras el capítulo 126 de Anatomía de Grey, y lloras desconsoladamente viendo como el psicópata del hospital los mata a todos, y así, aunque Alberto no te quiera, te metes en la cama contenta por seguir estando viva.
―¿Cómo eres así? Tú si quieres, disfruta de tu mierda de vida, pero a mí déjame intentarlo. ¡No me gusta Anatomia de Grey! ¡Y si sigo tomando café, voy a necesitar un trasplante de colon! ¡Quiero intentarlo con ese tío!
No. Olvidémonos de Alberto. No lo veo. No me termina de gustar. Hay algo ahí que no encaja.
―¡Elvira, por favor, es perfecto! Es mono, inteligente, un genio en vinos, con sentido del humor y ¡tiene unas manos de infarto! Él es biólogo y yo filóloga, dos carreras sin futuro, y por eso el mundo del vino ha hecho que nos conozcamos y juntos formemos un gran equipo. Nos casaremos y tendremos hijos, el niño se llamará Tempranillo y la niña, Garnacha. ¿Qué es lo que no ves? ¿Qué coño no ves, joder?
Elvira, baja ese tono de voz. De verdad te lo pido. A mí no me hables así.
―Oh, oh, oh, cuidado… que la Señora toda Creadora del cielo y de la tierra se está enfadando. ¡Que te den por el culo! ¡Cobarde de mierda! No me vas a joder más. ¡No pienso tirarme a otro friki, fanático de Freddie Mercury! Me gusta Alberto porque es normal, normal, normal, y eso te acojona porque por tu vida no ha pasado ni un tío medio normal. ¡Inténtalo, coño!
Se acabó, me has tocado las narices. ¿No decías que habías tomado demasiado café?
―No, Elvira, retortijones, no. No me hagas esto, y no delante de Alberto, cabrona.
Haberlo pensado antes.
Me agacho, y me sujeto la tripa con las dos manos.
―¿Elvira, estás bien? Tienes mala cara ―me pregunta Alberto mientras me frota la espalda.
―Sí… voy al baño un momento… ―digo apretando el culo y sosteniendo la vergüenza sobre mis hombros.
¡Ja, ja, ja, ja! Mírate, qué mala pinta tienes. Pobre Alberto, ¿qué habrá pensado de ti? Además de loca, cagona.
Me siento en el váter, me arde el culo. Y lloro, lloro porque nada me puede ir peor.
Vamos, no te pongas así, ¡ey! Venga, no llores, que todavía no has visto Anatomía de Grey. Ey, Elvira… era sólo un pequeño escarmiento, yo no quería que…
―La vida no es un escarmiento, Elvira. ¿A qué viene castigarse de esta manera? Coge el puto teléfono, llama a Alberto y queda con él, y vive una vida real, joder… Ay, mi culo, quema…
Bien, levanto la vista del portátil y busco el móvil en mi escritorio. Lo encuentro debajo de un kleenex. Escojo entre mis contactos a Alberto Herrán.
―Elvira, no hay papel…
¡Calla, ahora no puedo! Suena el primer tono. Respiro profundamente. Segundo tono. Me muerdo los labios. Tercer tono. Seguro que está viendo mi nombre y no me quiero coger.
―Papel…
¡Cállate! Cuarto tono.
―Ey, Elvira, ¿qué pasa?
―Alberto, sí soy yo. ¿Qué tal? ¿Cómo estás?
―¿Elvira?
―¿Alberto?
―Elvira, te oigo muy mal.
―¿Sí?, ah, espera, que igual es… ¿ahora?, ¿mejor?
―Sí, ahora perfecto.
―Perdona, es que no me había dado cuenta de que estaba en cursiva. No, bueno, te llamaba porque, bueno, había pensado que igual, si quieres, vamos, que un amigo mío acaba de estrenar una obra de teatro en Microteatros, “Pulpa, lechuza, culebra”, ya el título es total, ¿no?, y que, bueno, podríamos ir a verla el viernes, nos tomamos unas cañas allí mismo y la vemos.
―Buuf, no, el viernes no creo que pueda.
―Ah, genial, genial, no pasa nada, tranquilo, de verdad.
―¿Elvira?
―Sí, lo siento, se me fue la cursiva de nuevo. No, vamos, que decía que no pasa nada, que me imagino que habrás quedado con Amaya.
―¿Amaya? ¿Quién es Amaya? ¡Ja, ja, ja, ja! Estás loca, tía. Oye, pero ¿qué te parece si quedamos el sábado? ¿A las siete, allí mismo?
―¡Sí, muy bien! ―Y tapo el auricular para que no oiga el enorme suspiro que acabo de derramar.
―Pues, hasta el sábado.
―Hasta el sábado, Alberto…
Lo acabo de hacer, Elvira, lo acabo de hacer, he quedado con él, y es real.
―Me alegro de verdad, Elvira, pero, por favor, papelito para mi culito…
Venga, vale, ahí lo tienes, justo detrás, en el suelo, para que luego digas que no eres de las que no saben manipular con diminutivos.
6 comentarios:
Bieeeeen, final feliz!!! jajaja. Espero que en tu próximo post nos cuentes tu cita con Alberto... Yo no soporto los diminutivos ni en las chicas, ni en los chicos!! Sacan mi lado mas radical. Bssssssss
Me he perdido con lo de Amaya, pero si al final quedaste con Alberto... queremos saber!
A ver..lo estaba escribiendo, imaginando ...es eso? y al final decide llamar...(me dejas esperando el to be continued..)Bien por Elvira. ¡Qué intriga! je,je.
¡¡¡¡¡
¡¡eres la leche!!...
a mí ya no me queda nada por decirte,...pero aquí te la dejo para el café...joío café, joíos diminutivos, joía necesidad de ellos... ay, qué pupa, por dios!
Que buenísima eres, jolín.
Un besazo
Estaba leyendo todo interesado hasta que llegue a "potorro" y tuve que hacer una pausa/carcajada.
Y bien cierto, en algunas situaciones no es necesario recordarnos que sonríamos.
¡Que difícil encontrar alguien interesante que no sea "propiedad" de otra persona que -desgraciadamente- también es interesante!
Pero hay que arriesgar, eso si sin "olvidar la parte del juego en que se puede perder".
Acabo de incorporarme a tu novelife y sólo tengo un comentario que hacerte: I have to smile.
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