Película: Nueve reinas de Fabián Bielinsky
―Oye, mira que la
primavera no parece que termina de llegar, ¿eh?
Levanto la cabeza de los
exámenes que estoy corrigiendo, y veo como una menuda mujer, de unos 60 años,
deja su taza de café en mi mesa. La miro, me sonríe, se da la vuelta, y de la
barra del bar coge el cruasán a la plancha, que le acaban de preparar, y un
vaso de zumo. Se acerca de nuevo y lo coloca todo sobre la mesa, apartando mi
cortado y mi vaso de agua. Giro la cabeza a mi derecha, tres mesas libres; y a
mi izquierda, dos.
―Perdone… ―digo
conteniendo esa rabia pastosa que me produce la gente que invade mi espacio.
―La primavera. Un asco
de primavera, hija. ¿Cuándo se ha visto en Madrid semejante lluvia? ¡Ni que
estuviéramos en Galicia!
―Disculpe ―Lo intento de
nuevo―. No sé, pero… ―Y señalo con la vista las mesas libres.
―Oh, ya, perdona, te
estoy molestando, ¿verdad? Siempre me pasa ―Bebe un poco de café―. Que te crees
que todo el mundo disfruta de la compañía, pero eso al final es algo tan
personal, ¿verdad? ―Parte un trozo del cruasán y se lo mete a la boca―. Fidel siempre
me decía lo pesada que soy, pero ya se sabe que los hombres a cualquier cosa
que pronuncie más de dos palabras seguidas lo llaman pesada ―Me río―. ¡Ves!,
sabes que tengo razón ―Come otro poco del cruasán y lo acompaña con un trago
del zumo―. Ay, hija, que no me pasa ―dice carraspeando mientras se golpea el
pecho―. ¿Te puedo coger un poquito de agua?
Le ofrezco el vaso.
―¿Fidel es su marido? ―A
ver si contestándome se termina de atragantar.
―Pues sí, hija. Murió
las navidades pasadas.
―Cuánto lo lamento ―Vaya,
ahora sí que me siento mal. La pobre mujer sólo quiere compañía y aquí estoy yo
con mi cara de ajo.
―Un infarto, ¿sabes?
Bueno, no es que fuéramos el matrimonio perfecto, ¿verdad?, pero oye, que 43
años casados, son muchos años, y lo que te decía, que es compañía… ―Suspira y
pega un sorbito de café―. Y te haces. Te haces a sus cosas, a sus manías
principalmente, y entonces dejan de ser manías para convertirse en costumbres
diarias, de las que te haces cargo sin percatarte de que realmente las estés
haciendo, ¿verdad?
―Ya ―No la termino de
entender, pero asiento con la cabeza. Me da pena la mujer, pero no estoy para
muchas explicaciones y, desde luego, no quiero que su desayuno se convierta en
almuerzo.
―Luego los hijos que te
crees que están ahí, pero hace ya mucho tiempo que se fueron.
―¿No viven en Madrid?
―Sí, los cuatro ―Se termina
el zumo, y parte otro cachito de cruasán―. La mayor en Arturo Soria, casada y
dos críos. Los nietos, mis nietos, vamos. No sé, que la gente se emociona con
los nietos, y yo qué quieres que te diga, que bien, que los quiero, pero como a
mis hijos no. Eso te lo tengo que decir. Un hijo es un hijo y un nieto es un
nieto.
―Ya.
―¿Tienes hijos? ―me
pregunta llevándose a la boca más cruasán.
―No.
―Muy bien. No los
tengas. Sufres sí o sí. Si están bien, porque están bien y si están mal, porque
están mal.
―Ya.
―Pero llega un momento
que te hartas de sufrir y dices “hasta aquí”, y los dejas que hagan su vida y
tú haces como que tienes la tuya, ¿verdad?, pues con tus cosas, ya sabes. Y
todo parece que está equilibrado y de repente tu marido se muere, y pocas son
las cosas que puedes hacer para seguir fingiendo que tienes tu propia vida,
pocas cosas, hija mía… ―Suspira de nuevo. Coge la taza de café y me mira, baja
la vista y bebe―. ¿Qué hora es, bonita?
―Las once menos veinte.
―¡Madre mía, es
tardísimo! ―Termina el cruasán pinchando dos trozos a la vez. Y con la boca
todavía llena se levanta―. Ya sabes, mis cosas…
―Claro ―digo con una
sonrisa.
―Pues muchísimas
gracias, hija. Menuda compañía me has hecho. Así, a lo tonto, a lo tonto, pues
como que he desayunado como nunca, pero como nunca, vamos. ¿Y tú?
―Sí, también ―Pobre, ¿qué
le iba a decir?
La veo acercarse a uno
de los camareros de la barra, se da la vuelta y señala la mesa. Me miran. Sonrío.
Bajo la vista y vuelvo a mis exámenes. Releo la última pregunta que estaba
corrigiendo. Me doy cuenta de que me he perdido, así que empiezo de nuevo.
Pasa el tiempo. Me he
terminado el café hace rato. Escribo en rojo un 73/100 en lo alto del último examen. Miro
el reloj. Las once y media. Guardo mis cosas. Con la chaqueta ya puesta y el
bolso colgado, me levanto y voy a la barra.
―¿Me cobras, por favor?
―pido a uno de los camareros.
―A ver, mesa 7, ¿verdad?
Pues son 11’75, guapa.
―¡¿Por un cortado?!
―El cortado y el
desayuno de tu madre.
―¿Mi madre?, ¿qué
madre? ―Me giro, miro la mesa y me vuelvo a dar la vuelta absolutamente incrédula―: Madre no, es hija, hija de la gran p…
3 comentarios:
¡¡¡Joder con la abuelita!!! Para que te fíes de las ancianitas desvalidas...
jajajajja!! pensaba que te habría invitado y mira!!! qué morro y qué triste
Qué bueno! ¿la abuelita canalla o la ingenuidad, puesta en evidencia meidante su siempre ironía, de nuestra protagonista?Myxuak. Glori
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