14 sept 2019

Fin de partida


Partida por Nuria Just

Elvira estaba tendida en el suelo de la cocina de su pequeño apartamento en el este de China, boca arriba, con los brazos ligeramente separados de su cuerpo y una pierna doblada. Un hombre chino salió de detrás del sofá del salón, se posicionó frente a ella, la observó, se acuclilló y finalmente con un trozo de tiza marcó con una línea su silueta inerte.
Aquella mañana, la profesora de 42 años se había levantado sobre las 7. Cuando lo hizo se sentó en la cama y con la mirada perdida pensó si, por fin, ese sería su último día.
—Elvira, ¿estás ahí?
La voz de Verónica, su compañera de Departamento, venía del otro lado de la puerta de casa. Elvira se incorporó, al hacerlo vio junto a ella al hombre chino de cuclillas con la tiza en la mano, chasqueaba la lengua y negaba continuamente con la cabeza. “Ya si eso, ven más tarde”, le dijo quitándole la tiza de la mano. Se levantó y abrió la puerta.
—Uy, Elvi, qué carita me tienes…
—Sí, no he dormido bien, el jet lag, supongo.
A veces Elvira se levantaba así, invadida por el vacío, sintiendo que ya aquel día le sobraba. Un sentimiento que la perseguía desde los 13 años, cuando se dio cuenta de que su padre era un psicópata, su madre padecía difíciles problemas mentales y su mejor amigo (y el amor de su vida) bebía los vientos por su buena amiga Lara. A los 13 años supo que el mundo no es que no fuera perfecto sino que era simplemente un juego absurdo en el que te habían asignado una ficha sin preguntarte si quiera de qué color la querías. Un juego en el que Elvira avanzaba con lentitud porque cada dos por tres debía retroceder a la casilla de salida y era, cuanto menos, agotador. “Yo ya no juego más, me aburro", decía a veces, “no, no, no, tienes que jugar hasta terminar la partida, son las reglas”. Las reglas.
—Elvi, te he estado mandando mensajes pero no contestas, ¿todo bien?
—Todo bien.
—¿Comemos juntas?
Elvira se llevó la mano a la frente, sabía que la pregunta era sencilla, seguro que era de las que bastaba con un sí o un no, pero en su cabeza rebotaba como una pelota de squash, imposible de saber con exactitud su dirección. Se concentró: ¿comemos juntas?, ¿comemos juntas?, ¿comemos juntas? Quiso pensar rápidamente, quiso avanzar casilla para volver a tirar los dados, pero se había atascado, era como cuando el resto de jugadores grita “¡te tocaaaaaa!”, y sí, sabes que te toca pero estás a otras cosas, quieres explicarles que sabes que te toca, pero no aciertas cómo hacerlo porque estás a otras cosas, realmente estás a otras cosas. “¡Que te tocaaaaaa!”.
—Me toca…
—¿Elvi…?
—Voy a quedarme un ratito más aquí y luego te mando un mensaje, ¿vale?
Verónica la miró con cierto reparo, no dijo nada. Se retiró el pelo por detrás de las orejas, a Elvira, que admiraba con locura a su compañera, le encantaba ese gesto, de hecho lo solía imitar, y también se recogía el pelo con la misma delicadeza que lo hacía ella. Sin embargo, hoy no era un buen día para admirar a nadie.
Elvira cerró la puerta y despacio volvió a la cocina. Allí se tumbó otra vez y retomó su anterior postura. Giró la cabeza a la izquierda y vio de nuevo al hombre chino acuclillado a su lado. Elvira estiró el brazo derecho y le devolvió la tiza, toma, le dijo. El hombre la cogió y comenzó, por segunda vez, a delinear su cuerpo muerto en el suelo.
—Me toca…


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