Teacher of drawing de Vasily Perov |
—¿Estoy muerto? —preguntó el viejo.
—No, Agustín, no lo estás —respondió Elvira mirándolo
desde la butaca de al lado.
—Si lo estuviera tampoco me lo dirías, te conozco.
—Es posible —dijo y se rio.
La casa de Agustín Pardos estaba en pleno centro de
Madrid. Era antigua. Enorme. Desordenada. Elvira decía que destartalada. Lo
decía porque le gustaba criticar a su viejo profesor pero, en verdad, envidiaba
su forma de vida, su caos.
—¿Cuándo llegaste?
—El sábado —respondió Elvira.
—¿Cómo es aquello?
—Igual que esto.
—¿Sucio?
—Destartalado.
—¿Cómo un país con 1.400 millones de habitantes puede
ser destartalado?
Elvira volvió a reírse. Se levantó de la butaca, se
acercó a la de su profesor y le retiró el periódico que tenía sobre las
piernas.
—¿Te vas a quedar a cenar,
preciosa? —preguntó Dolores entrando en el salón. La mujer cuidaba de Agustín
Pardos desde que sufrió el ictus hacía dos años.
—No, gracias, Dolores, me marcho enseguida.
—Bien, como quieras. —Y salió.
Elvira la vio irse, dobló el periódico y lo dejó sobre la
mesita de café.
—Me arrepiento —dijo el profesor.
—¿De qué? —preguntó ella acercándose a la ventana.
—De no haber llevado tu tesis. Me arrepiento.
Elvira miró a través de aquella ventana del sexto piso.
Vio la calle. Vio a una pareja esperando el semáforo. No estaban cogidos de la
mano. Quizá eran solo amigos, o quizá eran amantes y fingían no serlo, quizá
eran hermanos, quizá él era su profesor, quizá ella admiraba su casa
destartalada.
—Sí, yo también —dijo dándose la vuelta y sentándose de
nuevo en la butaca—. Hubieras disfrutado con el tema.
—Tu tema es una sandez, los personajes suicidas no
interesan a nadie. A mí no me interesan. Sin embargo habríamos pasado más tiempo
juntos y de eso me arrepiento. Me arrepiento. Tengo 78 años y voy a morirme.
—Yo también voy a morirme, Agustín.
—Sí, tú también. De hecho no sé cómo estás tan segura de
no estarlo ya.
—No lo estoy.
—¡Ves! Me arrepiento. Debería haber pasado más tiempo
contigo, con una muerta como tú.
Elvira sonrió y el viejo apoyó la cabeza en el respaldo
de la butaca. Cerró los ojos.
—No te mueras ahora, Agustín.
—No voy a hacerlo, no te daré ese gusto —dijo. Abrió de
nuevo los ojos y la vio reírse, le gustaba verla reír, lo hacía mucho, para
todo lo que detestaba la vida, se reía a cada momento—. A veces hasta pareces
feliz.
—A veces lo soy.
—Mentira —dijo y se pasó torpemente la mano sobre la
cabeza. Después con la vista al frente continuó—: Sabes que no lo digo en
serio, ¿verdad? No me lo parece. Tu tema de tesis. No me parece una sandez. No
lo es. No lo es y me arrepiento. Me arrepiento —La miró, ella evitó hacerlo. Se hizo un silencio
largo—. Quédate a cenar y charlamos un rato más.
—Está bien, voy a avisar a Dolores.
Elvira salió del
salón. Al entrar, 10 minutos más tarde, encontró a su profesor nuevamente con
los ojos cerrados y con la cabeza apoyada en el respaldo. Se acercó a él, pero
este no se movió. Lo llamó por su nombre, seguía sin reaccionar. Quieta se
llevó la mano al pecho. Luego se inclinó sobre él, le rozó con su mejilla la
frente.
—¿Estoy muerto?
Ella se enderezó conteniendo un suspiro.
—No, Agustín, no lo estás.
—¿Y tú?
—Yo tampoco —contestó sentándose de nuevo en la butaca de
al lado.
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