6 ago 2020

Satélites casposos

Amigas, verano de Sara Herranz 


—Elvi, muchas veces me pregunto por qué eres así —dijo Natalia sonriendo.
Natalia es uno de mis satélites. Forjar una amistad en Madrid no es fácil, todos vamos y venimos. Mi propio grupo se había evaporado durante años y ahora parecía que estaba a punto de hacerlo otra vez. Con la crisis asomando la cabeza, Enrique emigraba a Francia, Bea tenía los días contados para regresar a Berlín, Darío, con su nuevo amor, barajaba las posibilidades de mudarse a Edimburgo, y yo a China. La única que se mantenía era Almudena, a dónde quieres que vaya con Abel, me decía con cierta frustración. Madrid es una ciudad de gente sin un destino claro, aquí los amigos nos agrupamos durante un tiempo y luego ya se verá.
Natalia, en cambio, optó por seguir las reglas del juego. Su vida era una gruesa línea recta. Con 18 años, se mudó de Salamanca a Madrid para estudiar en ICADE, allí conoció a su futuro marido, compraron un bonito piso en Río Rosas que vendieron, tras casarse y tener a su primer hijo, para adquirir una casa en Las Rozas con jardín y piscina, y los veranos los pasan en su segunda residencia de Menorca, porque las salidas en barco les encanta a los niños, me decía. Natalia es una mujer a la que nunca habría elegido como amiga pero que en un caótico Madrid alguien te la presentó un día y sin querer la tenías en tu lista de contactos y así, de la forma más tonta, llevábamos más de 7 años quedando dos o tres veces al año. Natalia es uno de mis satélites, no es una amiga pero ahí está.
—¿Así? —pregunté.
—Ya me entiendes.
No, no la entendía. Nunca la había entendido. Sonreí y pegué un sorbito a mi café. La terraza de Fuencarral, en la que nos habíamos sentado, estaba prácticamente vacía. Al dejar de nuevo la taza sobre le platillo, observé el sobre de azúcar a medio abrir, lo estrujé con dos dedos.
—Ya sabes, me sorprende que sigas haciendo las cosas que haces —dijo.
Me ahuequé el flequillo sin demasiadas ganas, necesitaba hacer algo con las manos y mi nuevo corte de pelo me brindaba esa posibilidad.
—Vives como una eterna adolescente —continuó diciendo—, ya me entiendes.
Levanté la mano y el camarero se acercó.
—La señora quiere pagar —dije señalando a Natalia.
—Claro, una cerveza y un café son 5’70€, por favor.
Natalia sacó la cartera de su Gucci tricolor y pagó con la tarjetita dorada.
Me levanté de la mesa diciendo lo mucho que me había alegrado verla y que debíamos repetir, ella asintió con cierto rubor. Me puse la mascarilla y me marché.
A la altura de Tribunal, Almudena me llamó. Estaba desquiciada, me pedía consejo para poder librarse de un hijo preadolescente, me hizo reír. Quedamos en vernos en 20 minutos en la terracita del nuevo Palentino de Malasaña.
—¿Cómo le voy a dejar pasar la noche fuera? —empezó diciendo Almu ya sentadas en la terraza—. ¡Tiene 11 años! Que los padres de Nicolás no están y que van a ir muchos amigos a su casa. Bien, Abel, le he dicho, ¡pero tú no vas! Hombre, por favor… Mi primer porro fue a los 13 ¡no se me olvida!, y él es bastante más espabilado que yo a su edad, así que… ¡blanco y en botella!
—¡Leche! —grité y las dos nos empezamos a reír como idiotas.
A los 10 minutos llegó Bea. Nos contó algo de Markus, el joven bávaro que se había sacado de la chistera para dar celos a Darío; nos contó algo de Gonzalo, un cuarentón divorciado de Tinder con que había pasado un par de noches; nos contó algo del instructor de Yoga del balneario al que fuimos hacía unas tres semanas; y nos contó algo de Darío, que no podía dejar de pensar en él.
—Llámalo —dije.
—Elvi, no tengo 15 años, las cosas ahora no se hacen así —contestó.
—Mira, Bea —dije cruzando las piernas—, acaban de decirme que soy una eterna adolescente, así que llámalo. En la adolescencia se nos está permitido equivocarnos, ¿no?, pues llámalo, ya lo solucionaremos después.
Beatriz sonrió, dijo un tímido “vale”, sacó el móvil de su bolso y se alejó de la mesa. Un segundo después, miré a Almu que se llevaba el móvil a la oreja:
—Está bien, Abel, puedes dormir esta noche en casa de Nicolás, sé responsable, por favor… —Quedó en silencio unos segundos—. Y si no, ya lo solucionaremos después.

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