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Miss Carlyle & Miss Clarke. Autor desconocido |
Seamos sinceros, no hay nada que represente mejor la
felicidad que un profesor de vacaciones. Es decir, yo. Hoy, lunes, estaba
oficialmente de vacaciones y las cosas no me podían ir mejor. Amaba mi trabajo
y, ahora, amaba mis vacaciones.
Me había levantado a las 5.20 de la mañana y durante
cuatro horas había escrito parte del primer capítulo de mi nueva novela que
nadie querría publicar por lo que nadie nunca leería y, lejos de frustrarme, lo
disfruté como cuando, de madrugada, te levantas para comer algo y ese momento
se convierte en la más pura intimidad entre tú y la nevera. El pecado nunca
requirió de público.
A media mañana, en la librería de mi barrio a la que
visitaba una o dos veces por semana, me explicaron que todavía no había llegado
el libro de Yan Lianke que había pedido tres días atrás, así que me llevé el
Teatro Completo de Valle-Inclán, en un único tomo de kilo y medio. Lo que me
recordó a mi amiga Ane de Bilbao, quien al entrar en un supermercado y no tener sándwich
vegetal, se llevó un pollo.
En la calle, sujetando a mi ternerito encuadernado con
ambas manos, sentí el móvil vibrar. Con dificultad leí el escueto mensaje de
Almudena: “Estoy en el Café de Abril, vente, xfa.” Así que, Valle-Inclán, mi
felicidad y yo pusimos rumbo a la cafetería a la que solíamos acudir.
—Hola, Abril —dije al entrar.
—Hola, tesoro, ¿un café con leche fría?
—Sí, pero fría, fría.
Al fondo, junto al ventanal vi a Almudena. La saludé
desde la barra, ella me sonrió. Cogí el café y me acerqué a la mesa. Al sentarme,
Almu se colocó la mascarilla mientras que yo me la quité para beber el café.
—No hay manera, la leche ardiendo —dije.
—Pues dile que te la ponga fría. —Amigas con grandes
ideas—. ¿Qué tal estás?
Podría decirle que bien, muy bien, porque estaba de vacaciones, porque cada vez me resultaba más cómodo
trabajar con jefes chinos, porque dedicaba mi tiempo a leer y a escribir,
porque Joan después de 9 años juntos me seguía haciendo reír como nadie en este
mundo, porque las arrugas me estaban empezando a salir en la comisura de los
labios y con la mascarilla no se notaba nada de nada, y porque en mi banco
siempre había dinero para comprarme buenos libros. Vale, es cierto que me
estaba quedando ciega a pasos agigantados, pero era una simple minucia si lo
comparábamos con el resto, ¿no?
—Bueno, pues mal, como todo el mundo, esto de la pandemia
está siendo terrible… —opté por decir.
—Sí, verdad, es todo tan terrible, tan, tan, tan, no sé,
así de mal siempre todo, no se acaba nunca, ¿no?
Sí, ella estaba igual de feliz que yo pero el pudor
pandémico no le permitía expresarlo.
—Es así, interminable. Aunque claro, no todo es malo —apuntalé.
—No, no, no, no
todo es malo, no.
—Hay cosas buenas.
—Sí, sí, sí, sí, hay cosas buenas, sí.
—Bastante buenas.
—¡Buenísimas! —gritó.
Me reí tanto que los chicos de la mesa de atrás se dieron
la vuelta y nos sonrieron.
Almudena me lo contó.
—¿Tinder? ¿Cómo
te has metido en Tinder, golfa? —pregunté
alucinada.
—De allí salió Markus. Yo también quiero un Markus en mi
vida: joven, guapo y divertido.
—¡¿Y Carlos?!
—¿Carlos?
—Sí, tu novio, el coach.
El de los consejitos y las listas. El pesado. El cargante. El inaguantable. El
que caga unicornios de colores. Tu mierda-coach.
—Qué mala eres, Elvi.
—¿Yo? ¡Eres tú la del Tinder!
—Con Carlos todo sigue igual. Esto es solo un
complemento. Todo suma.
Del nuevo año me esperaba muchas cosas, pero aquello
nunca podría habérmelo imaginado. Almu y yo siempre habíamos encajado a la
perfección precisamente por eso, porque nos complementábamos. Mientras que yo
era la amiga amoral (por no decir inmoral) con pensamientos psicopáticos y sin
filtro a la hora de tratar con la gente, Almu era la amiga de perfectos y
pulidos valores éticos, además de una enorme empatía y una amabilidad y dulzura
para con los demás que le hacían ganarse el título de “gente-bonita” a pulso.
—Se llama Álvaro —dijo y me enseñó sus fotos en la aplicación.
—¡Match, match, dale al match, Almu! ¡Strike, súper
strike, doble estrella! ¡Triplete arcoíris, por dios! —grité arrancándole el
móvil de las manos.
Y es que aquel Álvaro no merecía menos. No se trataba de
un yogurín como Markus, tenía un aspecto de hombre maduro realmente atractivo.
Cuando nos tranquilizamos y los chicos de atrás dejaron de aplaudirnos también
entre risas, Almu me contó que tenía 47 años, estaba divorciado con un niño de
11, era cocinero en un restaurante de la Castellana, y que desde hacía tres
semanas tenían una relación muy morbosa virtual: mensajes, audios y
videollamadas subidas de tono.
—Elvi, mi vida ha cobrado luz. —Me decía bajito, como un
secreto—. No te imaginas cuánta adrenalina me aporta esta tontería. Sé que no
es una relación, es simplemente un juego. Es lo que es y ya. Pero, madre mía,
Elvi, llevo el corazón a mil todo el santo día. Es como cuando estaba en el
colegio y la profesora decía: “¡examen sorpresa!”, y sin darte cuenta te ponías
histérica pero al mismo tiempo te daba la risa mirando a tu mejor amiga y, en
ese momento, te dabas cuenta de lo intenso que era todo. Elvi, vuelvo a vivir
con intensidad, no sabía que a mis 44 años podía volver a sentirme así, con
tanta ilusión.
—Con tanta ilusión… —repetí ensimismada.
Nos pedimos otro café y hablamos, con deliciosa
complicidad, hasta la hora de comer.
Al salir de la cafetería, nos encontramos con la madre de
un amigo de Abel a la que Almu hacía, por lo menos, un par de años que no veía.
—¡Menuda sorpresa, Leonor, encontrarte en mi barrio! —exclamó
Almudena.
—Sí, es que han reducido plantilla y a los demás nos han
trasladado a este edificio —dijo y señaló el portal de enfrente—. Dime, ¿cómo
estás? ¿Y Abel?
—Muy bien, ¡todo muy bien! Bueno, a ver —reculó—, bien,
bien, tampoco.
—Claro, es que bien nadie está.
—Nadie, nadie.
—Es todo tan difícil, ¿verdad?
—Sí, sí, es difícil, es un momento…
—Terrible, es un momento terrible para todos.
—Sí, para todos, para todos —dijo Almudena sin poder
evitar una inocente sonrisa.