30 mar 2021

Pantuflas en cuarentena

Cuarentena en Tianjin de Javier Avi


Recibo un breve mensaje en el chat de los extranjeros, que permanecemos en cuarentena, por la pandemia de Covid-19, en un hotel de las afueras de Tianjin.

Yun Ling: @7105+Elvira Abandona la habitación, si no cooperas llamaremos a la policía.

Lo leo y me levanto despacio del escritorio. Contesto.

7105+Elvira: @Yun Ling ¿Cuál es mi delito? Repito, permaneceré en la habitación 7105 los 21 días. Gracias.

Las cosas habían cambiado. Ya no iban a ser 14 días de encierro sino 21. Se trataba de una nueva norma que se nos comunicó el día 8 de estancia. Hay que entender que China es un país que, a pesar de aparentar rectitud, orden y estricta disciplina, goza de un caos alarmante 365 días al año. Las cosas que hoy sí, mañana no. Lo que hoy no, mañana quizá sí, pero solo podré saberlo mañana o no, quizá. Por lo tanto, tras el nuevo anuncio, las opciones se resumían en el siguiente juego matemático:

a.    14+7+7 Es decir, 14 días de estricta cuarentena en un hotel de Tianjin, más 7 días de estricta cuarentena en un hotel de tu lugar de destino, más 7 días de cuarentena flexible en tu propia casa (se permiten las salidas pero no el contacto directo con personas). Muchos os estaréis preguntando, ¿cómo es posible llegar a tu lugar de destino sin tener contacto con nadie? Os contesto: no es posible. De hecho, las personas que eligen esta opción toman un vuelo regular y se pasean por el aeropuerto sin vigilancia. No busquéis la lógica, no la hay.

b.    21+7 Es decir, 21 días de estricta cuarentena en un hotel de Tianjin, más 7 días de cuarentena flexible en tu propia casa de tu lugar de destino.

Todos mis compañeros extranjeros del chat optaron por la opción a., al igual que gran parte de pasajeros chinos del mismo avión. Tan solo otros siete hombres chinos y yo optamos por la opción b. Me confirmaron que permanecería en la misma habitación durante los 21 días, así que no me pareció mala idea, necesitaba algo de calma y estar encerrada no me importa, lo que me saca de quicio es que me molesten con pequeñitas incidencias cada dos por tres y eso, repito, en un país cuyo caos ocupa los 365 días del año, es muy habitual. Sin embargo, me prometieron que no habría cambios y que mi estancia durante los próximos 7 días sería llevadera.

El día 14 de encierro, dos horas después de que los pasajeros con opción a. hubieron abandonado el hotel, recibo un mensaje en el que se me comunica que debo hacer las maletas porque se me asigna una habitación diferente. No, respondo, no me cambiaré, permaneceré 21 días en la misma habitación como habíamos establecido.

Durante una hora y media se genera un debate estanco en el chat. A un lado China, inamovible. Al otro lado Bilbao, igualmente inamovible. Debes abandonar la habitación, me voy a quedar. Debes abandonar la habitación, me voy a quedar. Y así hasta que se menciona a la policía.

Frente al escritorio y con el móvil en la mano decido llamar a la profesora Wang, Decana del departamento en el que trabajo como profesora en China. Le explico la situación, me escucha con paciencia. Cuando termino, queda en silencio, finalmente dice: “Bien, debes quedarte en tu habitación, es lo que prometieron, si van a buscarte, que lo harán, llámame, yo hablaré con ellos”.

Triunfante dejo el móvil sobre la cama. Tener a la profesora Wang de mi parte me llena de fuerza. Respiro hondo y quedo mirando la puerta. Van a venir. Los espero. Cojo de nuevo el móvil, no hay mensajes. Me mantengo de pie frente a la puerta. Junto las manos y respiro con fuerza. Van a venir. Los espero. Me miro las pantuflas de papel que llevo, son del hotel, me quedan grandes. Van a venir, me repito.

Toc-Toc.

Ya están aquí. Me pongo la mascarilla y abro la puerta. En el pasillo un total de 8 hombres con trajes EPIS. De entre ellos avanza uno. Se presenta. Habla un perfecto inglés. Soy médico, me dice. Me explica que debo abandonar la habitación inmediatamente.

—No —contesto—, voy a quedarme 21 días.

Llamo a la profesora Wang. Ya están aquí, digo. Le ofrezco el móvil al médico quien la escucha y asiente con la cabeza. Después habla en su turno. Habla de manera prolongada, parece tranquilo, no titubea, no me da buena espina. Termina, me devuelve el móvil y me dice de nuevo en inglés.

—Tienes 10 minutos para abandonar la habitación.

Me coloco el móvil en la oreja y escucho a la profesora Wang justificando mi salida. Va a llegar un avión cargado de nuevos pasajeros que se alojarán en mi pasillo. No pueden mezclarme con ellos. Sería arriesgado, me dice.

—Haz tus maletas, tranquila, te van a dejar tiempo, pero debes salir de la habitación, te ubicarán en otra planta del hotel, no te preocupes.

—Yo pensaba que íbamos a luchar, profesora Wang.

La oigo reírse.

—Haz tus maletas, Elvira, y estate tranquila, han entendido que vas a cooperar.

Vencida.

 A los cinco minutos tocan a la puerta, abro, dos hombres con EPIS me obligan a salir. Señalo mi habitación, es un perfecto desorden. Me gritan en chino. Entro al baño y con el brazo arrastro todo lo que hay sobre la repisa del lavabo. Lo meto en una bolsa de plástico. Recojo la ropa esparcida entre la cama, la butaca, el escritorio y el armario. Abro la maleta y todo dentro, en una bola. La maleta no cierra. Lo saco y lo divido en dos bolas. Cierra. El portátil, el bolso y la garrafa de agua de 5 litros. Salgo de la habitación. Uno de los hombres se encarga de mi maleta, el otro del agua. Cruzamos el pasillo. Giramos, cruzamos un segundo pasillo. Se abren dos puertas automáticas, estamos en el vestíbulo. Cogeremos el ascensor, pienso. Un hombre va delante, el otro detrás. No se detienen. Dejamos el ascensor a nuestra izquierda. Lo miro inquita. Me doy la vuelta. Hago una señal al hombre de atrás. Niega con la cabeza. No habla. Nadie habla. El hotel entero está en silencio. Salimos a la calle. Me detengo. Hay un coche negro en la puerta. A dónde me llevan. Me gritan. Avanzo. Me ajusto la mochila del portátil. Trago saliva. El primer hombre llega al coche, abre el maletero, mete mi maleta. Me detengo. Me gritan. Avanzo y contengo aire apretando la mandíbula. A dónde me llevan. Me hacen gestos, quieren que deje el ordenador y el bolso en el maletero. No, digo, necesito el móvil. Me gritan. Dejo todo en el maletero. Un tercer hombre sale del hotel, lleva una mochila de la que cuelga una pequeña manguera, va rociando el suelo con agua y cloro. Llega al coche y rocía el maletero. Cuidado con mi portátil. Silencio. El hombre uno se sienta ante el volante, el hombre dos de copiloto, el hombre tres regresa al hotel. Yo abro la puerta del coche y me siento atrás. A dónde me llevan. Voy a cooperar. Saben que vas a cooperar. Es la policía. Me llevan. Me harán preguntas. Me van a deportar. Voy a cooperar. El coche arranca. Me llevo las manos a la cara y suspiro.

—Por favor, voy a cooperar —digo en inglés apoyándome en el reposacabezas del copiloto.

No me entienden. Me hacen gestos con las manos, quieren que me separe. Me acomodo de nuevo en el asiento de atrás. Junto las manos, entremezclo los dedos, los aprieto unos con otros. Las separo y me veo las palmas. Las acaricio entre ellas. Me miro los pies. Mierda, no es posible, llevo las pantuflas de papel. No van a tomarme en serio en comisaría. Tampoco pueden deportarme en zapatillas. ¿Me dejarán ponerme los zapatos? Sí, me dejarán. Pero ¿y si no? No puedo declarar en pantuflas. No puedo. No pueden deportarme así. Necesito mis zapatos de la maleta. Bajo la ventanilla, entra aire. El conductor me mira.

—Aire —digo en español, ya sé que no hablan inglés.

Abro un poco más la ventanilla. Me quito una pantufla y después la otra. Las sujeto con la misma mano. Bajo un poco más la ventanilla. ¡Y las tiro! ¡Ya! Doy un grito y agito nerviosa las manos en el aire. El conductor decelera, me mira rápidamente. Me quedo quieta. Finjo no haber hecho nada. Chasquea la lengua. No hace comentarios. El copiloto tampoco. No es un delito, lo sé. Tirar pantuflas por la ventanilla de un coche no es un delito en China. Los dos hombres se miran. No dicen nada. En China lo que no se verbaliza no existe. El coche no se detiene, continua por el mismo camino arbolado de antes. La carretera no está asfaltada. Giro la cabeza y veo mis pantuflas en mitad del camino desparramadas. Alejadas la una de la otra. Respiro aliviada. Tendrán que dejarme ponerme los zapatos. Declararé con zapatos y cuando llegue a Madrid, caminaré por Barajas con mis zapatos. Me habrán deportado pero tendré mis zapatos. Voy a cooperar.

El coche se para. No habremos conducido ni 15 minutos. Los hombres salen. Abren el maletero. Uno coge la maleta y el otro la garrafa de agua. Me golpean la ventanilla. Salgo. Toco el suelo de gravilla con mis calcetines a rayas blancas, negras y grises. Siento vergüenza. El hombre con el agua me da el bolso y el portátil. Aprieto los labios. No se fija en mis calcetines. Caminamos. El hombre de la maleta abre una verja. Entramos. No es la comisaría. Es un pequeño complejo de tres edificios alineados. Nos paramos en el segundo portal. Ante la puerta un tercer hombre con EPI y una mochila rociadora de cloro. Abre la puerta. Rocía el suelo de baldosas. Entran los dos hombres, luego yo. Siento que los calcetines se están humedeciendo. Cierro los ojos. Los tres hombres suben las escaleras por delante de mí. Siento vergüenza. Uno grita. Avanzo. Los calcetines se impregnan de cloro y hacen chof. En cada escalón pestañeo con lentitud y levanto la cabeza. Erguida subo lentamente cada peldaño. Llego al rellano. La puerta de la derecha está abierta. Me asomo, mis cosas están dentro. Ellos esperan fuera. Me empujan. Antes de cerrar la puerta, el hombre del cloro me da una bolsa de plástico y hace el gesto de comer con la mano.

—¿Es la cena? —pregunto, no contestan y cierran la pesada puerta de metal conmigo dentro y ellos fuera.

Miro a mi alrededor. Es un pequeño apartamento. Dejo el portátil y el bolso en la entrada pero me aferro a la bolsa de plástico, quizá porque está caliente. La aprieto contra mi pecho. Avanzo por el estrecho pasillo. Oscuro, sucio. Hay una cocina sin frigorífico ni fuegos. Hay un baño sin bañera ni plato de ducha, la alcachofa sale de la pared junto al inodoro. Hay una habitación con dos camas sin sábanas ni mantas. Hay otra habitación con dos camas, solo una de ellas está vestida. Necesito aire. Llego a la ventana. Giro la manilla. No se abre. Tiro con fuerza, tampoco. Me acerco más, un poco más y veo un tornillo que la atraviesa. No se puede abrir. Necesito aire. Me aprieto más la bolsa de comida. Camino. Voy dejando un reguero de cloro. Siento frío. No hay calefacción. Vuelvo al pasillo, al fondo hay un pequeño mueble, sobre él: tres rollos de papel higiénico, dos botellines de agua y varias pantuflas de papel. Sin despegarme de la comida, alcanzo un par de zapatillas. Les retiro el fino plástico que las cubre, las dejo caer al suelo, me quito los calcetines y me las pongo. Encojo y estiro los dedos dentro. Levanto la cabeza y veo frente a mí la puerta de metal. Mañana, pienso. Mañana seguiré luchando. Hoy me conformo con mis pantuflas nuevas. 

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