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Strangers on a train de Alfred Hitchcock (1951) |
—Por eso necesito que me ayudes —dije en inglés.
Era la primera vez que hablaba con él y lo hacía en el
descansillo del tercer piso, junto a su puerta. Max y yo éramos vecinos, lo
fuimos desde el primer día que me instalé en el campus chino pero, a pesar de
conocernos, nunca nos habíamos dirigido la palabra porque él tenía fama de raro
y supongo que yo también.
—Lo siento, no puedo —contestó.
—¡Eres profesor de alemán! —Sí, me acababa de cabrear—.
¿Por qué no puedes darme clases?
—Puedo darte clases, pero no quiero, no vas a aprobar el
examen de nivel, por lo tanto es perder el tiempo, no me gusta perder el tiempo.
Lo último que necesitaba en ese momento era aquella lógica
aplastante de un hombre tan hirientemente directo.
—Vale, imagina que necesitas aprobar un examen de español
muy importante en 6 semanas, yo te ayudaría —argumenté mostrando mi cara más
dulce.
—No necesito aprobar ningún examen de español.
—Lo sé, lo sé, solo imagínalo.
—Imaginar algo que no va a ocurrir es absurdo.
—¡Virgen santa! ¡Deja de ser tan alemán! —grité en
español. Me miró sin mover un músculo de su cara, parecía estar hecho de cera—.
Perdona, perdona —dije de nuevo en
inglés—, no te estoy gritando, de verdad, lo parece pero no. Es solo mi
carácter que es muy alegre y a veces grito con alegría cosas, cosas, así… Soy
española, demasiado sol, el sol da alegría, en Alemania no hay sol pero… hay
coches, muchos coches, coches bonitos, rápidos, caros, capitalismo… Necesito
que me ayudes, por favor.
Max resopló.
—Está bien. Voy a ayudarte.
—¿De verdad? Gracias, gracias, gracias, muchas gracias, danke, super danke, mil millones de dankes.
—Mañana baja a mi casa a las 6.30 de la mañana. Sé
puntual, por favor.
—Claro, sí, sí, sin problema, puntual, puntual, soy
española: sol y puntual. Hasta mañana, Herr Max.
—Herr Schreiber.
—Oh, perdón, Herr Srraiba. Ich bin Frau Rebollo… —¡Pum!—.
Hallo?
Cerró la puerta con desprecio pero yo respiré tranquila,
tenía lo que quería, yes! Sin embargo
la gozadera me duró poco tiempo porque antes de llegar al descansillo del
cuarto piso me topé con ella.
—¡Verónica! ¿Qué…? —Hacía algo más de dos semanas que no
nos veíamos a pesar de vivir puerta con puerta y trabajar en el mismo
departamento.
—Elvi, Elvira, Elv… ¿subes?
—Sí, ¿tú bajas?
—Sí, sí.
—¿Bajas abajo?
—Sí, sí, abajo voy. Tú subes, ¿no?
—Sí, sí, arriba. A casa. Subo arriba.
—Ah, vale, bien, sí, vale, pues… Me gusta tu pantalón, el
peto…
—¿Eh? Oh, es… sí, parezco una granjera, ¿no?
—Es muy bonito, estás, estás, estás muy guapa.
—No, no, no, tú, tú, tú… —Jo, la echaba de menos, si la
pudiera retener un poquito más—. ¿Qué tal todo? ¿Tu japonés progresa?
—Sí, sí, muy bien. Sí. —Sonrió, qué bonita era cuando
sonreía—. ¿Y tu alemán?, ¿bien?
—Uy, sí, sí, mi alemán fenomenal, muy fluido, mi alemán ya
vuela solo, sí, sí.
—Vaya, me alegro. Podrías practicar con nuestro vecino,
Hans creo que se llama.
—Max.
—Sí, eso, Max, ¿ya has hablado con él?
—¿Yo? No, no, nunca, no sé ni quién es, no me viene su cara ahora
mismo. —Está bien, la echaba de menos, pero tenía claro que iba a mantener mi
vida alejada del pozo que Narumi y ella representaban, ya me tiraron una vez,
no les iba a dar información para que me tiraran una segunda.
—Bueno, podría ayudarte pero dicen que es muy raro, no
habla con nadie y siempre con la misma ropa, ese pelo, no sé…
—Ni idea, ni idea.
En ese momento se abrió la puerta del tercero derecha.
Max salió de casa, al verme en lo alto del siguiente tramo de escaleras me
señaló, nerviosa fijé la mirada rápidamente en Verónica.
—¡Ey, Elvira!, mejor a las seis, hay mucho trabajo. Mañana
a las seis en mi casa —dijo y sin esperar respuesta bajó a zancadas las
escaleras.
Verónica me miró, yo la seguía mirando a ella sin
parpadear y Max ‘Gollum’ ya estaría en la calle buscando el anillo.
—Entonces, ¿te va a dar clases? —preguntó.
—¿Qué clases?
—Las del vecino.
—¿Qué vecino?
—¡El alemán!
—¿Qué alemán?
Esta técnica la aprendí de los chinos: “¿Los tanques
aplastaron a más de diez mil estudiantes en Tiananmen?”; “¿Qué tanques?, ¿qué
estudiantes?, ¿qué Tiananmen? Next!”.
Y así es como China construye su historia sobre unos hechos encadenados de atrezzo. Nunca negar, solo ignorar.
—Vamos, Elvira, somos amigas —dijo.
—Sí, claro, lo somos, Vero. —Pero no quería que mis actos
estuvieran en boca de todos y Verónica seguía siendo una grieta al estar tan
unida a Samara.
—Narumi y yo nos hemos distanciado, ¿sabes? Bueno, sin
más, que entiendo que no quieras contarme nada pero que sepas que puedes
hacerlo.
—No hay nada que contar, Vero —Y con cierta tristeza
comencé a subir de nuevo los escalones despidiéndome con la mano.
A las seis de la mañana del día siguiente, Max me abría
la puerta de sus casa.
—¡Buenos días, Herr Srraiba, he traído café!
—Schreiber.
—Sí, Srraiba. Café.
Nos sentamos en la mesa del comedor. Estaba ciertamente
conmovida porque Max había preparado muchísimo material, también había organizado el
trabajo por semanas junto a un plan de acción que me explicó al detalle.
—Vaya, no sé qué decir, Max, eres muy amable.
—Bien, ya te lo he dicho, no me gusta perder el tiempo,
debes comprometerte a cumplir estos objetivos y desde ahora solo hablaremos en
alemán, ¿de acuerdo?
—Claro, perfecto, perfecto.
Y entonces empezó:
—Fr$kschsstrgt&β chw%rthgdc€rrkgrt bxβjsschl@
lprthch, Pfvbrrd.
—Perdona, lo de no pronunciar vocales ¿es por una
cuestión cultural o para ver quién se ahoga antes?
No lo podría confirmar al cien por cien pero creo que se
rio.
La siguiente hora y media la pasamos entre ejercicios,
estructuras gramaticales, textos y un bochornoso intento de expresión oral por
mi parte. En todo momento Max, sin separarse un ápice de su gesto serio, me
animaba con frases en positivo: correcto, así es, bien-bien, sí, suenas muy
alemán. Y cuando cometía errores tan solo me pedía que repitiera la frase y con
su bolígrafo me señalaba donde estaba la confusión. Al final, aquel desgarbado
e huidizo desconocido escondía a un magnífico profesor, paciente y muy amable.
—¿Quieres comer algo? —preguntó en inglés al levantarme
de la mesa para irme, pero antes de que pudiera contestar me ofreció una
rebanada de pan de molde—. Si quieres tengo mostaza.
—Genial, pan
con mostaza, todo un chef —dije cogiendo la rebanada con dos dedos.
—Además de mi tiempo, ¿quieres robarme la comida?
—Lo siento, de verdad. —Me reí—. Estoy muy agradecida, en
serio, eres un profesor excelente.
—Lo sé pero no vas a aprobar.
—Y un coach de
mierda.
—¿Acaso hay algún coach
bueno?
—Heeeeeeeey!
—grité levantando la mano.
—¿Qué haces?
—¡Choca! ¡Choca esos cinco! ¡Choca! Por la mierda-coach.
—No voy a chocar.
—Vale, no vas a chocar… —y me metí parte de la rebanada
en la boca.
Recogí todas mis cosas y aunque insistí en que se quedara
con el café que había sobrado en el termo, no quiso, así que también lo metí en
el bolso.
—Está bien —me dijo en la puerta de su casa—, mañana a
las seis. Sé puntual, por favor.
—Claro, puntual, puntual. Muchísimas gracias por tu
tiempo y trabajo, estoy impresionada, de verdad.
—Normal. —Apoyó la espalda en el marco de la puerta,
metió las manos en los bolsillos y con una sonrisa torcida dijo—: Dicen que soy
perfecto.
—Oh, sí, sí, no hay más que ver tu mugrienta ropa y ese
churretoso pelo.
Fue decirlo y lamentarme. Cerré los ojos con culpa. Solo
quise ser divertida, pensaba que el momento lo permitía pero está claro que no
supe hacerlo. Max dio un paso adelante, yo con miedo di uno hacia atrás. Sabía
que había cruzado la línea de lo asumible como “broma”, siempre me pasaba lo
mismo, mi cerebro parecía confundir chiste con impertinencia, por eso estaba tan
sola. Antes de que pudiera pedirle disculpas, Max dijo:
—¿Qué ropa?, ¿qué pelo?
Sonreí aliviada. Dos raros inadaptados saben entenderse,
pensé.
—Hasta mañana, Herr Srraiba.
—Bis morgen,
Frau Grebolo.
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