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Encina de Marta Salvador Mancho |
Con un ¿ya estamos todos? de Almudena desde el asiento
del conductor de un viejo Citroën Xsara verde metalizado, comenzó el viaje. Su
hijo y yo intercambiamos una condescendiente mirada. Estábamos sentados detrás
porque a mi amiga no le gusta tener a nadie de copiloto, dice que le pone
nerviosa. Como pasajeros no podíamos compartir su entusiasmo. Abel estaba a
punto de cumplir 14 años y a esa edad hacer cualquier cosa con su madre era
peor que tomar la libre decisión de tirarse de un avión sin paracaídas. Yo
acababa de cumplir 45 años y pasar dos días en una casa de pueblo perdida en la
sierra de la Mancha era inyectarme la eutanasia sin previo consentimiento.
—Lo vamos a pasar fenomenal —decía mirándonos por el
espejo retrovisor—. Hay que oxigenarse. Respirar y abrazar las entrañas de la
madre tierra. Decid: adiós, Madrid, ahí te quedas. ¡Vamos, decidlo! ¡Adiós,
Madrid, ahí te quedas! ¡Vamos, chicos!
Yo quería a Almudena aunque a veces fantaseara con su
muerte.
Tras poco más de hora y media de viaje, aparcamos frente
a una enorme casona de piedra a unos quince minutos del pueblo más cercano. Del
portalón salió una mujer de entre 80 y 200 años con los brazos en alto. Llamaba
a Almudena entre sollozos. Almudena la abrazó y después señaló el coche, dentro
seguíamos Abel y yo con cara de si no te mueves no te ven.
—Sal tú primero, es tu abuela —dije al chico dándole un
codazo. Abel salió y abrazó a la vieja, era cuatro veces más grande que ella.
Todos giraron la cabeza. Bajé del coche y saludé desde la distancia—: Hola,
¿qué tal?, ¿qué tal?, hola, hola. —Miré al cielo buscando el helicóptero de
rescate.
La madre de Almudena, agarrándome con fuerza del brazo,
me obligó a entrar en la casa. Olía a piedra mojada y, aun siendo tan solo las
11 de la mañana, la oscuridad campaba a sus anchas, la mayoría de las
contraventanas estaban cerradas. Me dijo que me parecía a su prima hermana, tan
poca cosa como ella, me lo tomé como un halago aunque no sé muy bien por qué.
Me soltó y volvió a abrazar a su hija.
Almudena la mecía entre sus brazos y le decía que no llorara que ya estaban
juntas. No hacía ni tres semanas que se habían visto pero aquella mujer parecía
vivir en un sistema temporal ralentizado.
Salí de la casa y respiré profundo. Abel descargaba las
mochilas del maletero.
—¿Te ayudo? —pregunté.
—Me puto da igual.
—¿Ya estamos con el puto,
Abel? —Me miró y con una sonrisa sarcástica me hizo una peineta. Suspiré y
mascullé el nombre de Dios una docena de veces.
Descendí por el sendero de la casa unos 300 metros. Miré
a mi derecha y vi árboles, a la izquierda más árboles y volví a suspirar pero
esta vez sin blasfemar. Me tapé los ojos con las manos y pensé en las calles de
Madrid: gritos, empujones, sirenas, carcajadas, ruedines de maletas, el piu,
piu, piu de los semáforos en verde…
Me senté sobre una piedra plana en el borde del camino.
Cogí un palito y dibujé cuatro rayas en el suelo. No sé si pasaron 20 minutos o
dos horas, quizá me estaba adaptando al sistema temporal de la vieja, cuando vi
pasar a Almudena. Iba decidida con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos
de la falda. Llegó hasta una encina no demasiado alta que parecía estar doblada
por hastío. Almudena la tocó y besó su tronco. Se acuclilló y agrupando
hojarasca del suelo la aplastó contra una raíz sobresalida, como si quisiera
reforzarla en su sitio.
—¿Amando a la tierra madre? —pregunté riéndome desde mi
piedra.
Almudena se giró desde el suelo. Al verme se levantó y se
sacudió las manos.
—Comeremos pronto, mi madre tiene otro horario —dijo. No
sonrió y emprendió el camino de vuelta a casa.
Después de comer fregaba los platos mientras Almudena
preparaba café en una vieja italiana. Estaba seria.
—¿Todo bien? —pregunté.
—Claro, todo bien. —Ladeó la cabeza y sonrió sin despegar
los labios. Vertiendo el café en las anaranjadas tazas de cristal añadió—: Como
sé que te gusta estar sola, por la tarde puedes salir a leer. Detrás de la
casa, junto a lo que era el establo, hay una mesa de piedra, si le pasas un
trapo puede valerte, estarás bien allí. Yo bajaré al pueblo con mi madre,
quiero que la vea alguien.
—¿Va todo bien? —volví a preguntar.
—Claro, todo bien. Abel también se queda.
Despedí con la mano el coche mientras lo veía bajar por
el camino de gravilla. Sonreía fingiendo ser parte de la familia que decía
adiós a unos parientes el domingo por la tarde tras la visita. Desorientada
entré en casa y busqué en mi mochila el libro para leer.
—¿Sabes que podría matarte, enterrarte y negar que fui
yo?
Me di la vuelta y encontré a Abel apoyado en el quicio de la puerta de
la habitación.
—Ah, ¿sí? Y si no fuiste tú, ¿quién sería, el oso Yogui?
—De un manotazo lo aparté. Bajé las escaleras y salí de la
casa.
—¡Nadie encontraría tu cuerpo! —le oía gritar desde
dentro de la casa, al salir bajó el tono—: Diría que te fuiste al bosque a
leer.
—¿Quién se iba a creer eso? ¿Yo, voluntariamente,
adentrándome en el bosque?, ¿en serio? Detesto la naturaleza y tu madre lo
sabe, así que te acusaría de asesinato, buscaría mi cuerpo y te pasarías el
resto de tu vida entre rejas. Fin de la historia. ¡Y deja de ver tanto True Crime, te están trastornando!
Me senté en la mesa de piedra de atrás de la casa y abrí
el libro por la página 126. Carraspeé al sentir a Abel sentarse a mi lado.
—¿Tú serías capaz? —preguntó.
—¿De qué…?
—De matar a alguien.
Cerré el libro y lo miré. Podría aparentar 17 incluso 18
años, tenía un cuerpo fornido pero su cara era la de un niño y, ahora, la de un
niño asustado. Le acaricié la sien, qué pasa, Abel, pregunté.
—Que lo tengo por las dos partes. —Apoyó los codos sobre
la mesa y la cabeza entre las manos.
—¿Qué tienes?
—Eso…
—¿Eso?
—Lo de estar pirado. Estoy puto pirado como ellos.
—¿Como quiénes?
—Mi padre, joder, lo sabes, tú lo sabes, tú lo conociste…
—Repasé con el dedo índice el lomo del libro, tenía la vista baja y contuve una fuerte respiración
que hizo que se me inflara el pecho con dolor. Hubo un silencio porque mi
cobardía me impedía explicar nada como adulta—. Y mi abuelo… —dijo. Sorprendida
lo miré sin decir nada—. Se colgó de un pino, de uno de los de por ahí, de los
del camino, de esos, uno de esos, joder, no sé… Mi madre no cuenta mucho pero
se le debió de ir la olla, se le fue al viejo. ¿Entiendes?, ¿eh?, ¿entiendes lo
que te digo?
Qué puedes decirle a un adolescente aterrado de su propia
sangre. Le acaricié la espalda y le pedí perdón por no tener respuestas. Él me
sonrió y me dejó que lo abrazara, lo hice por mucho tiempo, no sé cuánto, pero
lo sentí largo. Después se desprendió y lo vi desaparecer en el bosque.
Bajé el camino de gravilla y me senté en la piedra plana.
Dejé el libro en el suelo y observé la encina de enfrente, a la que Almudena
había besado aquella mañana, me agarré el estómago y lloré con rabia por no
entender el dolor de alguien a quien tanto quieres.
Pasaron 30 minutos o 3 horas, cuando vi llegar el Citroën
Xsara verde metalizado. Las vi bajarse del coche y entrar en la casa. Con paso
lento llegué a la puerta y me senté en el poyo de la entrada. Apreté el libro
en el regazo y cerré los ojos.
—¿Has leído mucho?
Los abrí y vi a Almudena sentada a mi lado.
—Sí, es un bonito lugar para leer.
—Me alegro —dijo. Miró al frente e hizo una larga pausa—.
Tengo que llevarme a mi madre a Madrid, a vivir conmigo, ya no se puede quedar sola.
A tientas busqué su mano a mi lado y se la apreté con
fuerza.