12 oct 2020

Madre, hijo y espíritu santo

Fotograma de Psicosis de Alfred Hitchcock de 1960


—Ha cruzado la línea, Elvira, y yo no puedo más, no puedo más… —dijo Almudena mirándome en la cocina de su casa. Después, abrió la nevera, cogió un botellín de cerveza y me lo dio—. Tienes en ese cajón el abridor. De verdad que lo intento, lo intento con todas mis fuerzas pero es inútil.

Me senté en uno de los taburetes de la mesa y apoyé la espalda contra la pared. Bebí el primer trago de cerveza y, después, sujetándola con una mano la sostuve en mi rodilla cruzada.

—Imagino que no tiene que ser fácil —dije.

—¿Fácil? El sábado llegó a las 5 de la mañana completamente borracho y tiene 12 años recién cumplidos. ¿Fácil?, no es que no sea fácil es que es innecesario. Es completamente innecesario que tenga que aguantar esto. Yo, Elvira… Yo… Yo nunca lo quise, a ti no te voy a engañar… En mis planes no estaba el ser madre, pero llegó y ya. Y no piensas, no piensas, lo tomas, lo crías, y dices qué duro, oh, qué duro es  tener un niño, lo dice todo el mundo, ¿no?, así que lo repites, sí, sí, durísimo. Pero lo realmente duro es ver cómo ese bebé se convierte en una persona completamente ajena a ti… Mi hijo, mi hijo, dice la gente, mi hijo, ¿qué tiene tuyo?, dime, ¿qué hay de ti en él? ¿Quién es? —Se quitó las gafas, las dejó sobre la encimera y se frotó los ojos—. Siempre he tenido miedo a que ocurriera esto, a reconocerlo a él en mi hijo. Abel es igual que su padre y ni te imaginas el rechazo, por no decir el asco, que me produce… yo… es asco… yo… no puedo…

Comenzó a llorar. Dejé el botellín sobre la mesa y me levanté. Me acerqué a ella y la abracé. Almu es casi tan bajita como yo, así que nos quedamos unos minutos completamente solapadas en silencio.

—Tú me entiendes, ¿verdad, Elvi? Entiendes que no pueda quererlo…

La miré y le retiré su pelito de Amélie por detrás de las orejas.

—Voy a hablar con él, ¿vale?

La habitación estaba bastante desordenada. Aparté algunos cuadernos que había sobre su escritorio, una bolsa de patatas fritas vacía y una camiseta sudada, y aposenté mi trasero; supongo que lo de sentarme encima de las mesas era marca de mi profesión.

—¿Vas a salir hoy? —pregunté.

Abel me miró con despreocupación, estaba tumbado en su cama.

—No puedo, tu amiga me ha castigado.

—¿Mi amiga? —Me reí, a sus ojos era tan cómplice como ella—. Tu madre —dije.

—No es mi madre. La odio, no sabe nada, no entiende nada, la odio, ojalá se muera.

—Sí, bueno, pero si se muere Almudena, ¿qué harías tú?

—¡Irme con mi padre! —gritó incorporándose.

—Pensaba que no sabías donde vivía.

—¡Claro que no lo sé!, porque tu amiga no me lo dice. Por su culpa se marchó y ahora no sé dónde está, por su culpa. Siempre va de víctima y siempre tiene que ser lo que ella diga. No entiende nada, no entiende nada, y cree que… joder, ojalá se muera, ¡que se muera!, del virus o de lo que le dé la gana, que me deje en paz, que me puto deje en paz.

—¿Puto deje en paz? ¿Desde cuándo puto califica a verbos?

—Joder, Elvira, no me puto enseñes.

Puto enseñes… De acuerdo, de acuerdo, vale.

Me bajé de la mesa y me senté en la silla del escritorio. Pensé en mi padre, en lo mucho que lo detestaba y en el constante deseo de su muerte. Pensé en mi madre, en sus continuos gritos, me culpaba por tener el pelo tan fino, tienes un pelo de mierda, me decía. Me reí.

—¿De qué te ríes?

—Menuda estafa, ¿no? —contesté.

—¿Qué estafa?

—La familia. Es una estafa. Una estafa de las gordas. Te lo venden como algo idílico y luego te das cuenta de que, si no tienes el número ganador, todo es una mierda.

—No sé…

—Sí, claro. Un ejemplo: mi familia. Un padre psicópata, una madre neurótica, un hijo mayor anormal y una hija pequeña subnormal.

Abel se empezó a reír.

—Joder, Elvira, eres mazo de idiota.

Idiota, pues sí, eso siempre me lo decía mi madre.

—¿De verdad? ¿Te llamaba idiota?

—No, no, no, no, nunca me llamó idiota. Solo me llamaba retrasada mental e inútil.

Se empezó a reír a carcajadas. Lo miré, era un niño grande, un niño de 12 años de casi metro setenta, largo como él solo pero un niño a fin de cuentas. Quería buscar a su padre, ¿por qué no?, era un niño. Supongo que necesitará de 20 años más para darse cuenta de quién es su padre, de lo que hizo y de lo que seguirá haciendo, para dejar de buscarlo, de necesitarlo, de vincularse a él emocionalmente sin sentirse culpable. Necesitará de 20 años más, no sé si para querer a su madre pero sí para darse cuenta de todo lo que hizo y hará por él, de respetarla y empatizar con su esfuerzo. Necesitará de 20 años más, porque ahora es un niño, es todavía un niño.

—¿Qué me miras? —preguntó ya serio.

—Nada, pensaba en lo que me acaba de decir tu madre en la cocina, pero no, no, nada, déjalo.

—¿Qué te ha dicho?

—Nada, nada, bueno, me ha hablado de ti, claro, pero no… Le he prometido que no te diría nada, es algo entre nosotras, ya sabes…

—Joder, ¿qué te ha dicho?

—Bueno, a ver, ella está preocupada, lo entiendes, ¿no? Y bueno, se culpa, dice que hace las cosas mal, que no sabe cómo acertar contigo, que no te entiende.

—Ya, joder… Es que no me entiende.

—Sí, lo sabe y se siente muy mal. Me ha dicho que ya no sabe ni cómo decirte lo mucho que te quiere, que le da vergüenza, que se siente rechazada, bueno, no sé, ya sabes, Almudena es muy especial para los sentimientos. Me ha dicho textualmente que se muere por abrazarte y comerte a besos como antes. Madre mía, qué tonta, ¿no?

—Sí, qué tonta…

—Sí, tu madre es muy puto tonta.

—¡Elvira, que no se dice así! Eres mazo de idiota.

Y ahí lo dejé muerto de la risa en su cama. Al llegar a la cocina, Almudena me esperaba sentada en un taburete.

—Tendrás ya la cerveza caliente —dijo.

—Ah, no me importa. —La cogí y le pegué un sorbo, sí, estaba realmente caliente, la dejé de nuevo sobre la mesa y me senté—. Pobre.

—¿Pobre quién?

—¿Eh? Ah, nada, nada, estaba pensando en alto, en lo que Abel me acaba de decir y pobre… En fin…

—¿Qué te ha dicho?

—No, no puedo decírtelo, se lo he prometido. Le he dicho que no te diría nada.

—¡Elvira, por favor!

—Bueno, vale, pero no le digas que te lo he dicho, además él lo va a negar todo, ya sabes cómo es.

—¡Que sí! ¿Qué te ha dicho, coño?

—A ver, pues se siente mal porque sabe que no está haciendo bien las cosas.

—¡Claro que no está haciendo bien las cosas!

—Sí, lo sabe y se siente muy mal, y me ha reconocido que lo hace para llamar tu atención, porque hace tiempo como que pasas de él y que te echa de menos.

—¿Que me echa de menos? Imposible, eso no te lo ha podido decir, no habla así.

—No, claro que no, a ver, textualmente me ha dicho que te puto quiere pero que no sabe cómo decírtelo, que le da mucha vergüenza, que ninguno de sus amigos lo dice y que ya nada es como antes y que le gustaría estar más tiempo contigo pero que ya no es un niño y sin embargo tú le sigues tratando como tal.

—¿Me puto quiere…?

—Sí, te puto quiere.

—Ay, pobre… Y yo que pensaba que deseaba mi muerte. —Se llevó las manos al pecho y me sonrió.

—¡Mujer, cómo va a querer que te mueras, por favor! ¡Por favor! —Pegué otro trago a la cerveza, me ardía la garganta y la conciencia.

Abel apareció en la cocina. No dijo nada. Abrió la nevera y se quedó un rato largo mirándola.

—¿Vas a cenar? ¿Quieres hacerte un sándwich y te lo llevas a la habitación? Esta mañana he comprado jamón, lo tienes en el táper de abajo, el de la tapita azul —dijo su madre.

—No sé, ¿tú vas a cenar? —preguntó cerrando la nevera.

—Sí, más tarde, en una hora, cuando se vaya Elvira. Me haré una ensalada y la carne empanada que ha sobrado este mediodía.

—¿Hay para los dos?

Almudena se quedó un minuto en silencio.

—Claro… —dijo con cierta sorpresa. Se levantó, abrió la nevera, sacó el plato de la carne empanada y se la mostró a su hijo—. Ves, hay de sobra.

—Vale, pues ceno contigo.

—Sí, claro, cenamos juntos… —respondió sujetando el plato con fuerza.

Abel salió de la cocina y a Almudena se le cayeron las lágrimas.

—Me puto quiere…

No pude evitar abrazarla de nuevo aunque, esta vez, nos separara el plato de carne empanada al que se había aferrado como a un salvavidas.

No hay comentarios: