4 may 2020

Pandemia hay más que una

My opinion about you por Agnes Ceciles


Eran poco más de las 10 de la noche. Subía por la calle Montera. Estaba nerviosa. El Gobierno había elaborado un plan de  desescalada para salir del confinamiento por la pandemia y volver, en poco más de dos meses, a la supuesta normalidad.
Al llegar al semáforo de la Gran Vía los vi bajando Fuencarral.
—¡Almudena! —grité, y tanto ella como su hijo Abel me miraron.
Empecé a zarandear los brazos en el aire, como si estuviera parando un avión en plena pista de aterrizaje. Almudena hizo lo mismo. Su hijo, en cambio, metió las manos en los bolsillos y agachó la cabeza. Me reí. El semáforo se puso en verde y crucé corriendo. Ya en la acera opuesta, Almu y yo empezamos a saltar y a gritar a casi dos metros de distancia.
 —Jo, mamá, para ya, me estáis dando mucha vergüenza.
Aquello era imposible pararlo, las dos estábamos dobladas de risa y como no podíamos abrazarnos perdíamos solas el equilibrio.
Continuamos el paseo por la Gran Vía. Abel pidió prestado el móvil de su madre y se adelantó casi 10 metros, éramos dos viejas bochornosas para él. Almu y yo caminábamos en paralelo, a uno o dos metros de distancia, no lo sé bien, la cosa es que cada dos por tres un runner atravesaba nuestro espacio de seguridad, nos reíamos, Madrid nunca había tenido tantos corredores en sus calles como en estos últimos dos días.
—¿De verdad crees que es seguro esto de llevar mascarilla? —pregunté—. Yo la tengo empapada, es que cuando me río se me cae la baba por dentro.
—Joder, qué cerda eres.
Y las dos otra vez partiéndonos de risa y cuanto más me reía, más se me subía la mascarilla, me tapaba casi los ojos. Así que hice la gracia completa y me la subí hasta la frente, tenía la cara tan pequeña que la mascarilla me la cubría entera.
—¡Mira, mira! —le gritaba a Almudena que me pedía que parara porque se estaba meando pero meando de verdad, lo dicho, dos viejas bochornosas.
Y así era imposible avanzar. Supongo que las cosas no tendrían tanta gracia pero, por decirlo de alguna manera, habíamos destapado una lata de cerveza que llevábamos agitando desde hacía dos meses.
Me contó anécdotas de su teletrabajo y yo de mis estudiantes y por supuesto aquellos chismes no nos tranquilizaron, todo los contrario, el ataque de risa iba en aumento. No llevábamos ni 15 minutos juntas y ya me empezaba a doler la tripa, al día siguiente tendría agujetas fijo, ¡y sin correr!
Más o menos a la altura de Callao, Almudena me hablaba de Carlos y en ese momento yo le hice un par de bromas sobre lo agotador que debía ser salir con un coach, ella se llevó las manos al estómago y se paró en seco.
—Almu, no te lo tomes así, no hablaba en serio, bueno, es cierto que debe ser agotador e insoportable pero ya sabes que siempre me refiero a ellos como…
—¿Dónde está Abel? ¡¿Dónde está Abel?!
—Ahí delante —dije y lo señalé. El crío seguía yendo a 8 o 10 metros por delante de nosotras absorto en el móvil.
Almudena todavía inmóvil se dio la vuelta, vi cómo observaba al chico que nos acabábamos de cruzar. Se bajó la mascarilla y respiró nerviosa.
—No es él, Almu, no es él —dije al entender la situación.
—Es que con mascarilla puede ser cualquiera.
—Ya no vive en Madrid.
—Eso no lo sabemos —dijo dándose la vuelta y mirándome de nuevo. Después me preguntó—: ¿Aquella noche lo hubieras hecho de verdad?
Creo que fue hace 8 o 9 años, no sé, no lo recuerdo bien. Abel era muy pequeño, tendría poco más de dos añitos. Almudena me llamó de madrugada, lo sé porque estaba de fiesta en casa de Gael y al ver la llamada contesté gritando que se viniera, ella decía cosas, no la oía así que me metí en el baño y le repetí una y otra vez que se viniera, cuando dejé de hacerlo oí su voz claramente.
 —Me ha llamado, dice que viene a buscar a Abel, dice que se lo lleva.
Salí del baño. ¡Mi bolso, mi bolso!, pedía a gritos a Gael. Lo encontró, me lo dio y corrí como nunca por Madrid. Atravesé Chueca, Tribunal, Glorieta Bilbao, Quevedo, hasta llegar al 39 de Bravo Murillo. Los pulmones se me iban a salir por la boca. Almudena abrió la puerta y, tras cerrarla con prisa detrás de mí, nos abrazamos.
La relación con el padre de Abel nunca fue buena, por describirlo de la manera más maquillada. Hacía unos meses que los había abandonado de la noche a la mañana. En verdad fue un alivio para Almu, el problema llegó unas semanas más tarde cuando empezó a acosarla con llamadas y amenazas de llevarse al niño. Llegó a aparecer en la guardería e incluso, hasta en 6 ocasiones, los esperó dentro del portal de casa. Doce denuncias llevaba puestas Almudena contra él sin que la policía pudiera hacer nada ya que, según la ley, aquel hombre no había cometido ningún delito.
—Va a venir —dijo. Temblaba.
—Vale, ¿has llamado a la policía?
—¿Para qué?          
Me costaba mucho pensar.
—¿Estaba tranquilo o…?
—No, no lo estaba, supongo que habría bebido.
—Vale, vale… —Necesitaba pensar pero no podía—. Dame un poquito de agua, Almu, por favor.
Al regresar con el vaso de agua, Almu tropezó con la alfombra, dio un pequeño traspié. Entonces, lo tuve claro.
—Almudena, escúchame muy bien.
—Sí.
—Cuando llegue, vamos a abrir la puerta.
—¡No!
—Sí, a él le costará mantener el equilibrio, sabes cómo se pone. Será fácil.
—¿Qué?                        
—La barandilla de las escaleras es pequeña. Puede tropezarse.
—¿Qué…?
En ese momento tocaron el timbre por lo menos 10 veces seguidas. El muy hijo de puta seguía teniendo las llaves del portal. Almudena y yo miramos a la entrada en silencio, no nos movimos. Después llegaron los puñetazos contra la puerta acompañados de insultos. Almudena y yo nos agarramos de la mano y seguimos mirando al frente. Los gritos y los golpes continuaron por lo menos 30 minutos más, hasta que oímos a la policía subir por las escaleras, fueron los vecinos quienes avisaron. Almudena se dejó caer al suelo de rodillas.
—Nunca se va a acabar… —susurró cuando me agaché junto a ella.
Aquella tortura duró casi dos años y después, sin saber por qué, cesó. Nunca más se supo de él. Ni llamadas ni visitas inesperadas. Varios conocidos le dijeron que ya no vivía en Madrid, unos decían que en Huesca y otros que en Zaragoza. Sin embargo, para Almudena siempre ha seguido estando en Madrid: en el metro, al fondo de un bar, frente a su oficina, en el patio del cole de Abel y, ahora, detrás de cada mascarilla. Una vida completamente condicionada por el miedo.
—No, claro que no lo hubiera hecho. Dije muchas tonterías aquella noche, lo sabes, ¿verdad?
—Sí, lo sé —dijo. Se subió de nuevo la mascarilla y continuamos nuestro paseo como dos mujeres preocupadas por la pandemia.

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