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Raíces de Frida Kahlo |
Hace 8 semanas
Almudena giró el botellín de cerveza sobre la barra y
después, con una sonrisa forzada, se recolocó en el taburete.
—¿Tú no piensas lo mismo? —preguntó Darío.
—Me encanta que los bares hayan recuperado las barras. La
pandemia se ha hecho eterna pero otra vez estamos aquí —dijo ella sin quitar el
ojo de su bebida.
—Almudena, hace tiempo que no estamos bien, yo no sé,
pero no estamos bien.
—Yo sí estoy bien.
—Almu, no, no es verdad. Son muchas cosas: tu madre
viviendo contigo, tu hijo que no es fácil, son muchas cosas. No estamos bien.
Los dos lo sabemos.
Almudena levantó
el botellín, lo sostuvo un tiempo en el aire y luego lo volvió a dejar sobre la
barra. Se giró y miró a Darío.
—Yo sí estoy bien.
—No, no los estás, ninguno de los dos lo estamos.
Hace 6 semanas
—Son unos cobardes. Todos. Son unos cobardes. ¿Qué fila
tenemos? —preguntó Elvira.
—La sexta —contestó Almudena que la seguía por el pasillo
central del teatro con el móvil en la mano.
—Disculpe, señor, esa butaca es nuestra, tenemos la 13 y
la 15, ¿lo ve? —Elvira quitó el teléfono a Almudena y se lo mostró al caballero
de la sexta fila.
El hombre resopló, con pereza recogió su chaqueta posada
en la butaca de delante y se levantó. Las dos amigas se apartaron para que el
señor pudiera salir al pasillo.
—¿Y cuál es mi butaca entonces? —preguntó con desgana.
Elvira lo miró y sin contestar entró en la fila seis.
Hizo un gesto a su amiga y ambas se sentaron en sus asientos.
—Cobardes e inútiles —dijo Elvira inclinándose sobre el
oído de Almudena—. A partir de cierta edad los hombres deberían desintegrarse
automáticamente. Puff, game over.
Hace 4 semanas
—Yo no sé, Darío…
—Sí, Almu, sí… los dos queremos…
—Ya bueno, yo quería un café… yo… hablar….
—Los dos sabíamos que esto iba a pasar si subía a tu casa…
—Yo… Yo… Espera, me hago daño en la espalda, en la cama
mejor...
—Lo deseábamos… tanto, tanto, Almu… Lo estábamos deseando
los dos… ¡Oh, Dios!
—No grites, mi madre está en el salón… En salón, mi madre…
Darío…
—Hacía un mes que lo estábamos deseando… Así, oh, Almu,
así, los dos…
Hace 3 semanas
—¡¿Qué?!
—No grites, Elvira, te lo pido por favor. Demasiado tengo
encima como para aguantar tu furia.
—¿Ya saben lo que van a pedir las señoras? —Un joven
camarero, sosteniendo una libretita, las señalaba con un bolígrafo y una cínica
sonrisa.
—De momento con que nos dejes de llamar señoras me conformo —contestó Elvira.
—Oh, disculpen, por supuesto, pero pensaba que a su edad
llamarlas chicas sería una falta de
respeto.
Elvira, sin dejar de mirar al joven, comenzó a juguetear
con los cubiertos de la mesa. Cogió la cucharilla de postre y la golpeó
repetidas veces contra la mesa formando un molesto repiqueteo, después la dejó
junto al cuchillo y con una enorme sonrisa dijo:
—Para mí, rabo de toro, por favor.
Hace 12 días
—No sé, solo digo que, que, que, ¡no sé, Darío! —gritó
Almudena en su tercer intento de abrocharse el sujetador—. Pensaba que, que lo
estábamos intentando, yo, no sé ni qué decir.
—Toma —dijo Darío ofreciéndole las bragas que estaban en
el suelo sobre sus calcetines.
—Gracias. Darío, no entiendo nada. —Se puso las bragas y
se sentó en la cama.
—Los dos teníamos claro que esto podía pasar, Almu. Somos
adultos, estaba claro. Era cuestión de tiempo. Hemos roto hace casi dos meses
pero hace más de un año que no estábamos bien y los dos lo sabíamos. Lo raro es
que no nos haya pasado antes.
—¿Antes?
—Que haya aparecido Claudia en mi vida y que nos estemos
conociendo era lo más normal, esto iba a pasar sí o sí.
—Pero, ¡¿por qué te sigues acostando conmigo?!
—¡Porque los dos lo queremos!
Hace 4 días
Almudena se empezó a reír al ver a su amiga Elvira sentada
en un banco del parque de El Retiro con una larga gabardina y unas enormes
gafas de sol.
—Pareces una pervertida —le dijo al acercarse. La besó y
se sentó a su lado—. ¿Llevas algo debajo?
—Claro que no, voy desnuda. Me encanta asustar a los
hombres mostrándoles el cuerpo de una mujer de casi 50 años sin operar. ¿Qué
tal estás?
Almudena se recostó en el banco, echó la cabeza hacia
atrás y se detuvo observando el lento baile de las copas de los árboles.
—Me gustaría ser así de flexible —dijo. Alzó una mano y
comenzó a seguir el ritmo del vaivén de las ramas.
Elvira se recostó también, pegó la cabeza a la de su
amiga y alzó de igual manera la mano.
—Lo eres —dijo—. El mundo no quiebra por la flexibilidad
de la mujer.
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