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Pelea en la taberna, grabado de Gaetano Gandolfi (Museo del Prado) |
En una
mesa de un conocido restaurante de Malasaña están comiendo las tres amigas: Almudena,
Beatriz y Elvira. En realidad, todavía no han empezado. Un joven camarero con
el cutis esculpido en cera les toma nota.
—Perdone,
señora, pero menestra ya no nos queda.
Elvira
gira la cabeza y lo mira seria.
—Cada vez
que me llaman señora se muere un gatito —dice.
—Lo siento,
señora.
—Dos
gatitos… —Vuelve la vista a su móvil donde ha descargado el menú—. Revuelto de
gulas.
—Bien.
—Con
mucho ajo.
—De
acuerdo.
—Y ¿le
echáis guindilla?
—Sí, ¿con
mucha guindilla también?
—No, sin
guindilla. Es decir, con guindilla al cocinar, pero al emplatar me la quitáis y…
—Elvira… —le
corta Beatriz—. Para mí ensalada de queso de cabra.
—Vale, ¿la
quieres con rúcula o con hojas de espinacas?
—¡Perdona!
—espeta Elvira—. Cómo que “la quieres”. ¿A ella no la llamas señora?
—No, a
ella no, señora.
—Tres
gatitos…
Almudena
se ríe y pide otra ensalada de queso de cabra también con rúcula. Cuando el
camarero se marcha, les cuenta que ha conocido a alguien, Elvira sorprendida le
pregunta por Eudald. Almudena resopla y le recuerda que lo dejaron hace casi
dos meses.
—¿Y yo cómo
iba a saberlo?
—Porque
te llamé llorando al enterarme de que mantenía otra relación paralela.
—Ya…
igual me quiere sonar, sí.
El camarero
se acerca y deja sobre la mesa una botella de Navaherreros abierta y dos
entrantes. Beatriz va llenando las copas:
—Almudena,
que no te importe, ya conocemos a Elvira.
—¿Qué
quieres decir con eso? —pregunta la aludida.
—Que no
destacas precisamente por tu empatía ni por tu generosidad con las amigas.
—Ya —contesta
seca—. Me lo dice la mujer que se metió en una secta de yoga dos años mientras tenía
a sus padres en vilo y a sus amigos desesperados.
—Bien,
vale, vale, bueno, pues lo he conocido por Tinder, se llama Luisfer,
vamos, Luis Fernando, pero yo, bueno, todos: sus amigos, familia…
—¡Sucia
tarada!
—…
colegas del trabajo le dicen Luisfer. Así que yo también, Luisfer. Y es…
—¿Tarada
yo? Me lo dice la que desaparecía durante meses dejando a unos padres poniendo denuncias en la policía días sí y días también, pero resulta que la niña se había ido a hacer yoga en medio del Sahara, flipando porque estaba
encontrando la verdad, ¡descubriendo el sentido de su vida! ¡Oh, Osho,
muéstrame el camino ante esta inmensidad de arena! ¿Tarada yo? ¿Ta-ra-da-yo?
—…matemático,
es matemático, trabaja en un instituto dando clases y bueno, es así como
bajito, a ver, más alto que yo, claro, un poco gordo, no suena bien, pero es
muy guapo, vale, no, guapo no, pero eso que lo ves y dices, bueno, si me
preguntan digo que ni guapo ni feo, o sea que...
—Elvira,
eres una persona tan podrida por dentro que necesitas…
—¿Las
ensaladas eran para? —El camarero ante la mesa. Almudena y Beatriz levantan la
mano—. Estupendo, entonces las gulas para la señora.
—¡Cuatro
gatos!
—¿Disculpe,
señora?
—¡Y cinco!
Almudena
intercede y el camarero se va. Se hace un largo silencio. Elvira toma el
tenedor y enrosca algo del sucedáneo.
—Elvira —comienza
Beatriz en un tono pausado—, estás tan llena de mierda, que con tan solo abrir
un poquito la boca la esparces cual aspersor. Eres retorcida. Eres un ser negro
y despreciable.
Elvira
deja el tenedor en el plato con delicadeza y responde imitando con ironía su sosegada voz:
—Y tú
eres una pija malcriada con demasiado tiempo libre para mirarse el ombligo. Que
mientras sollozabas embriagada de emoción al ver la vastedad del desierto, a
pocos kilómetros se estarían muriendo cientos de subsaharianos cruzándolo para
intentar escapar de la cárcel en la que África se ha convertido gracias a Europa.
¿En serio soy yo la retorcida? Háztelo mirar, Beatriz.
Beatriz
se levanta y sin decir nada coge su chaqueta y bolso y sale del restaurante.
—Ay,
Elvi, te has pasado… —Almudena.
—¿Yo? ¿Por
qué siempre soy yo la mala?
—No eres
la mala, pero tienes esa forma de hablar que… Anda, vete a buscarla.
—¡No voy
a ir!
—¿Todo
bien por aquí? ¿Más vino? —El camarero de nuevo ante la mesa.
—No, está
todo bien, gracias —responde Almudena.
—¿Suficiente
ajo, señora?
—Si lo
que pretendes es un genocidio felino, lo estás consiguiendo.
Una vez
más Almudena intercede y se quedan solas. Elvira la mira y sonríe, admira con envidia lo
buena persona que es. Le pide que le cuente sobre su nuevo novio, cómo
se llama, le pregunta.
—Luisfer,
ya te lo he dicho.
—¿Cuándo me
lo has dicho?
—No
importa. ¿Quieres un poco de ensalada?
—No, ¿y tú
gulas?
—No me
gusta el ajo.
—Ya. ¿Tú
crees que volverá?
—¿Beatriz?
—Sí.
—No.