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La quema de los libros de Robert Smirke |
Nota: Este relato es la tercera y última parte de Café sectario y Té sectario.
Me repasaba con el dedo una de mis cejas. Desde que me
había quedado ciega de un ojo me resultaba difícil depilármelas con precisión,
nunca atinaba a ver los pelitos más cortos y hasta que no empezaban a pincharme,
cuando los tocaba con la yema de los dedos, no me daba cuenta del escandaloso
desarreglo.
—¿Y entonces?
Dejé de acariciarme la ceja y miré a Almudena que me
tenía cogida del brazo como si fuese una abuelita necesitada de ayuda.
—¿Entonces qué? —respondí.
—No hicisteis nada —dijo ella.
Estaban empezando a montar las casetas de la Feria del
Libro en el parque. Una enorme hilera de planchas y tablones de madera
desaparecían a lo largo del Paseo de Fernán Núñez.
—¿Cuándo empieza este año? —pregunté a un operario. El
hombre levantó los hombros.
—El trabajo tiene que estar terminado para el 24 de mayo,
lo que empiece o termine aquí ya no es cosa mía.
—Ya, gracias —contesté—. Vendremos, ¿no? —dije girándome a
Almudena.
—No me lo vas a contar, ¿verdad?
Resoplé y me desquité de su brazo con bastante molestia.
A veces Almudena era esa amiga que, sin darte cuenta, llevabas solapada a ti
demasiado tiempo y por mucho que la quisieras sentías su peso en cada uno de
tus movimientos. Qué quieres que te cuente, le dije. Lo intenté y no pudo ser.
Lo intenté y no pudo ser. Y al decirlo por segunda vez en voz alta me di cuenta
de la tristeza que me provocaba. Le conté las cosas como fueron. Que tras el
primer arranque de furia, Beatriz decidió no delatarnos y seguir el juego.
Fingió ser una sorprendida clienta de la peluquería. Le conté que Federico dijo
que éramos tigres, animales poderosos que no esperaban a que una gacela pasase
a nuestro lado sino que éramos hábiles cazadores a pesar de ser veganos. Le
conté que nos llamaba seres de luz y que cada vez que hacíamos meditación me
dormía. Le conté que nos repartían papelitos en los que valorábamos nuestro
pasado y apuntábamos objetivos futuros que debían situarse en islas de paz. Le
conté que la segunda vez que se me acercó una tal Marisa, administrativa y doula, hablándome de la importancia de
abrazar a los pinos porque ellos te ayudan a filtrar la culpa y la exigencia,
le contesté que tan solo estaba a favor de la prisión permanente revisable en
dos casos: para coaches y doulas. No hubo un tercer acercamiento.
Le conté que Federico insistía una y otra vez en que subiéramos el contenido en
redes etiquetando al grupo, nos hostigaba a que compartiéramos la información
con amigos y familiares. Le conté que nunca había comido tanta sandía y
arándanos. Le conté que Geraldine estaba fascinada por las expresiones
narcisistas de Federico y que escribiría un libro. Le conté las caminatas en
que nos hacían fijarnos en las encinas como reflejo de mujer empoderada que
necesitaba poner límites a una sociedad castigadora, y que el conocimiento no
estaba en los libros sino en la ruta salvaje de la indagación personal a través
de la naturaleza, a través de la pasión agreste que hacía abrir nuestros ojos a
una verdad que la tiranía de lo meramente académico quería escondernos. Le
conté que respiraba con fuerza y en cuclillas, dejando pasar al grupo de
mentorís delante, rogaba para que todos aquellos seres huecos se desintegraran,
sin dolor ni sufrimiento, solamente que desaparecieran de este mundo al que
nada aportaban más que subnormalidad embutida. Le conté que por la noche, junto
a la piscina jugábamos a “abrir nuestros corazones” y aquellas personas
contaban episodios desoladores de sus vidas y que lloraban y se abrazaban y que
yo les sonreía desde lejos y que con la mano estirada les pedía que no me
tocaran, por favor, mientras Geraldine se tumbaba en el césped boca abajo para
disimular su risa. Le conté que Beatriz habló de Pablo, de su muerte y de su
culpa. Le conté que Beatriz lloró y que Marisa la abrazaba y que yo tan solo la
miraba. Le conté que en su habitación intenté hablar con ella pero que tan solo
repetía que yo no podía entenderla y sí que podía, claro que la entendía, por
eso le dije que a la mañana siguiente me marcharía, que regresaría a Madrid con
Geraldine, que no esperaríamos a la tarde, que se viniera con nosotras. Vente,
Beatriz, le dije. Ella me abrazó y me auguró que algún día entendería la vida
de otra manera.
—La vida solo tiene un sentido, Bea, le dije. Nosotras
nos fuimos y ella se quedó.
Almudena frotó mi espalda con la palma de la mano
abierta.
—Sí, vendremos a la Feria y compraremos muchos libros para
que la tiranía académica termine con nuestras almas —dijo.
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