Ilustración de Javier Avi
Hace un tiempo, cuando vivía en Francia, no sé, tendría
unos 29 años, decidí pasar un fin de semana largo en Bilbao. Por alguna razón,
que ya no recuerdo, el martes era fiesta en Lyon así que el lunes lo pedí libre en el trabajo. Pensé que ver a mis
amigas y atender a la demanda de continua atención con la que me acribillaba mi
madre, no sería mala idea. El sábado al volver a casa después de tomarme el
aperitivo con Marieta y Blanquita, me encontré a mi madre sentada en la mesa de
la cocina, mirando al frente mientras se pasaba una mandarina, rodando por la
mesa, de una mano a otra.
―Ama, ¿estás bien?
No contestó, así que preferí no insistir y me senté en otra
de las 6 sillas que rodeaban la mesa. Sabía que mi madre necesitaba su tiempo, no
tanto para empezar a expresarse sino porque los focos estaban hacia su persona,
nada ni nadie debía robarle ese momento de protagonismo.
―Merceditas ―dijo al fin.
―Merceditas ―repetí. Dejé pasar un tiempo prudente y
pregunté―: ¿Quién es Merceditas?
Recogió la mandarina con su mano derecha y ya no la
soltó.
―Merceditas, la de la tintorería. La cierra.
―¿Qué cierra?, ¿la tintorería?
Con enfado dejó la mandarina de nuevo en el frutero.
―¡Sí, hija, sí! La tintorería, ¿qué si no? ―Luego me miró―.
Lo de ponerse tanto colorete ¿es una moda francesa? ―No sé si molesta pero sí
algo avergonzada me pasé la mano por ambos pómulos―. La vende porque dice que
tiene que ayudar a su hijo, no sé en qué estará ahora ese chico, siempre fue un
tarambana. No pudo hacer carrera con él, que si ahora abre un taller de motos,
que lo cierra; que si ahora abre un bar, que lo cierra; que si ahora quiere
probar suerte en el extranjero, que si págale el billete y los 3 primeros meses
de alquiler hasta que encuentre trabajo, que al cuarto se vuelve… En fin, le ha
sacado hasta el higadillo a la pobre Merceditas, ¿y ahora?, vete tú a saber
qué. Pobre Mercedes, no me la quito de la cabeza, 56 años y sin nada más que un
hijo que la vuelve loca además de arruinarla.
Se llevó las manos al pecho.
―Ya… Tiene que ser difícil, sí.
―Ni te lo imaginas. Es absolutamente imposible que sepas
lo que es sufrir por un hijo.
―Bueno, mamá, Gerardo y yo no te hemos dado muchos
problemas precisamente.
―No se sufre por los problemas que te dan, se sufre
simplemente por haberlos parido, por tenerlos. Es un sufrimiento constante.
Siempre te lo he dicho, no tengas hijos, Elvirilla, nunca tengas hijos porque los
hijos te arruinan la vida.
―Ya… ―Me rasqué la frente con lentitud intentando trocear
sus palabras para tragarlas mejor.
―Siempre, desde que te levantas, con esa obsesión de
protegerlos, de hacer que no sufran con nada. Fíjate que sabía lo de Merceditas
hacía ya dos semanas y no te quise decir nada, para no preocuparte. Allí en
Lyon, qué podías hacer.
―Mamá, yo es que a Merceditas no la conocía.
―¿Cómo no la vas a conocer?, ¿eh?, ¿cómo no la vas a
conocer? ¡Pero si lleva la tintorería de la vuelta de la esquina desde hace 23
años!
―Sí, sí, ‘La tintorería Merce’, pero, ama, nunca he
tenido trato con ella.
―¿Cómo lo vas a tener?, dime, ¡cómo lo vas tener si he
hecho lo imposible para que no te falte de nada, para que vivas siempre entre algodones! Ya me encargaba yo
de llevarte los abrigos y las blusas donde Merceditas, ¿o te creías que
aparecían en tu armario limpios como la patena por arte de magia?
Esta vez fui yo la que cogió una mandarina del frutero, pero
no sabía si para juguetear con ella o tirársela directamente a la cabeza.
―¡Y deja la fruta en paz que siempre que la va a comer tu
padre dice que está pocha!
Sí, se la tenía que haber tirado.
―Mamá, te entiendo, pero…
―¡No entiendes nada! ¿Qué vas a entender? Llevo dos
semanas casi sin comer por esta pobre mujer, ni te imaginas por lo que estoy
pasando. ¿Qué va a ser de ella? Tengo un come-come en la cabeza que está
acabando con mis nervios. No puedo evitar no sufrir por los demás, soy así. ―Se
retiró el pelo hacia atrás con ambas manos y resopló tres veces fuertemente,
como si fuera a parir―. Nada me quita esta angustia por ti, allí en Lyon que
vete tú a saber, rodeada de tanto francés, y ¡tu hermano!, allí en Berlín…
―Rodeado de tanto alemán… ―Ni me oyó, ella estaba a lo
suyo, en su mantra victimista.
―…siendo tan sensible, porque tu hermano es muy
inteligente pero muy torpe emocionalmente y sufro por él lo que no está escrito,
y ¡ahora Merceditas! ―Hizo una larga pausa―. No puedo con todo yo sola, no
puedo, me supera. ―Y comenzó a llorar.
Me levanté y la abracé porque mi madre era así, su realidad
era igual a la mía pero su percepción estaba un pelín distorsionada.
―Mamá, debes relativizar las cosas. Gerardo y yo estamos
bien y Merceditas seguro que sale adelante, es una mujer fuerte, lo ha
demostrado. Hay cosas peores. ―Cogí el servilletero y se lo ofrecí para que se
sonara los mocos con una servilleta de papel, luego me volví a sentar―. Mira,
acabo de estar con Marieta y Blanquita y me han contado que el padre de Nerea
tiene cáncer de pulmón, en fase terminal, no hay nada que se pueda hacer.
Imagínate.
―¡Coño! ―Exclamó mientras se restregaba la servilleta por
la nariz―. ¡Es que ese hombre fumaba como un carretero!
―¡Mamá, por favor!, que le han dado 4 meses. Te puedes
imaginar cómo estará Nerea.
―¿Nerea? ¡No me vengas con Nerea ni Nereo! ¿Qué, le
vienen ahora las penas? Pues dile a tu amiguita que ya puede ir dejando el
vicio, que siempre que la veo tiene el cigarrito en la mano, que si no,
terminará como su padre.
¡Booom!
No dije nada, no se podía decir nada, chasqueé la lengua
y me levanté.
―Oye, antes de que te vayas ―dijo―, ¿quieres la carne
empanada o prefieres vuelta y vuelta?, que voy a empezar a preparar la comida y
luego no quiero líos, que te conozco.
―Vuelta y vuelta. ―Y me marché.
Doce años después de aquella escena, yo vivía en Madrid
desde hacía 8 y mi madre había muerto hacía poco más de 4. Un día bajando por
la calle Fuencarral alguien metió un grito y luego boceó mi nombre.
―¡Elvira!, ¡Elvira!
Me giré y vi a Nuria Mardones, detrás de mí, con los
brazos abiertos. No me lo podía creer, nos abrazamos como si no hubiera un
mañana. No nos veíamos quizá desde hacía tres años, desde que me mudé de barrio.
Trabajaba en la biblioteca municipal de aquel distrito y lo que empezó siendo
un trato cordial comentando los libros que pedía en préstamo, pasó a
convertirse en una divertida amistad. Y digo divertida porque siempre estábamos
entre risas, cualquier cosa nos hacía gracia. A veces nos reíamos tan fuerte
que su compañera nos pedía que saliéramos fuera, que nos tomáramos un café o
que hiciéramos lo que quisiéramos pero que, por favor, dejáramos de molestar.
Nos tenía envidia, decíamos las dos tomando ese café y ja, ja, ja, ja, ja, vuelta
a empezar.
―¡No me lo puedo creer! ¡Ay, Nuria!, pero ¿qué es de tu
vida?
―Nada, chica, todo igual, como siempre. No sabes lo que te
echo de menos en la biblio.
―Y yo a ti, a la que voy ahora son majos pero no saben
reírse. ―Y las dos empezamos a hacerlo como hacía tres años, hace falta ser
simples―. Lo que tenemos que hacer es quedar un día estas Navidades, tengo
mucho tiempo, estoy de baja.
―Ay, cariño, ojalá pudiera, pero van a ser unas fiestas
muy duras ―dijo, y se llevó las manos al pecho respirando fuertemente.
―No me asustes, ¿qué pasa?
―Murió mi cuñado, te puedes imaginar cómo están mis
sobrinas.
―Vaya, Nuria, cuánto lo siento, ¿y tu hermana?
―Estaban divorciados, desde hacía tiempo, vamos, que él se
casó de nuevo hace algo más de 6 años.
―Ya, bueno…
―Pero que había sido su marido, ¿sabes lo que te digo?
―Claro, claro.
―Y esas niñas, yo no me las puedo quitar de la cabeza.
―No me extraña, madre mía, siendo todo tan reciente y en
estas fechas.
―Sí, eso es, bueno, murió en febrero, pero van a ser las
primeras Navidades que no están juntos.
―En febrero, ya…
―He tenido que empezar a ir a terapia, no te quiero
contar más, porque no consigo superarlo.
―Ya…
―Lo de mis sobrinas me quita el sueño, y hasta las ganas
de vivir, de verdad te digo. ―Y se tapó la boca con una de sus manos como si no
lo hubiera querido decir.
―Venga, tranquila, seguro que la terapia te viene bien, a
veces es necesario, vital diría yo.
Busqué en mi bolso el paquete de kleenex y se lo ofrecí.
―Gracias. ―Cogió uno y me devolvió el paquete―. Son tan
jóvenes y que estén pasando por esto, a mí me destroza, me destroza.
―Sí, tiene que ser duro, además al estar acostumbradas a
tener a su padre siempre cerca.
―Exacto, bueno, ya sabes que él era piloto, y como su
mujer era de Florencia, vivían en Roma desde que se casaron.
―En Roma, ya…
―Pero las Navidades eran sagradas, siempre juntos. No
quiero ni pensar cómo van a ser estas sin él. Me descompongo de solo imaginármelo.
Le froté el brazo. No sabía qué decir.
―Y tú ―me dijo guardándose el kleenex en el bolsillo del
abrigo―, ¿de baja?, ¡qué suertuda!
―Sí, bueno, me operaron. Por la enfermedad de Paget, ya
sabías, ¿no?
―No, ni idea, pero suena súper exótica, chica.
Me reí aunque sin ganas.
―Es de huesos, empezó afectándome a algunos huesecillos
del oído y comencé a no oír demasiado bien y, bueno, pero desde hace dos años
está afectando a la columna y ya se me ha complicado más el tema.
―Chica, pues yo te veo divinamente, imagino que con la
operación te has quedado como nueva, ¿no? Y es que hoy en día la medicina es
magia, magia, Elvira.
―Sí, bueno, la enfermedad es crónica e incurable, la
operación era para dar mayor flexibilidad a las vértebras y reducir un poco el
dolor.
―Mira ―comenzó diciendo sujetándome de las solapas del
abrigo―, hoy en día los médicos no se quieren pringar y siempre te ponen en lo
peor, no quieren marrones, pero te digo yo que con lo que ha avanzado la
medicina, hoy, una enfermedad como esa, que suena tan bien, con tanto glamour,
se cura sí o sí.
―Sí, bueno, no estoy del todo segura que sea así, es un
poco más complicado que eso. Te va mermando tu día a día, Nuria, ya no puedo
pasar tiempo sentada, no puedo preparar las clases, mi vida está cambiando.
―¡Pues las preparas de pie! ¡Hay que adaptarse! Además,
yo te veo estupenda, lo que necesitas es hacer ejercicio, te enfundas las
mallas y sales a correr, ya verás que bien te hace a la espalda. Y perdóname,
pero te tengo que dejar ―añadió y suspiró largamente―, que vienen mis sobrinas
a cenar y les he prometido que les hacía pizza casera. Anímicamente, como te
imaginarás, no tengo ganas ni de levantar un tenedor, pero por ellas hago cualquier
cosa, cualquier cosa.
Me dio dos besos y se fue.
Llegué a casa y me encontré a Joan en su mesa de dibujo.
Me acerqué y lo besé en la cabeza.
―Amor ―dijo mirándome―, pensaba que ibas a llegar antes,
te he estado esperando pero como no venías ya he comido, te he dejado los
macarrones preparados en el micro.
―Gracias, vida. Sí, es que me he encontrado con una vieja conocida.
Y de camino a la habitación fui quitándome el abrigo.
―Ah, ¿sí?, ¿con quién?
―Con mi madre.
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