Kermit the frog. Sesame Street
Nota: Para contextualizar este relato te aconsejo que leas el anterior: Find a light
—De verdad, Alejandro, que te agradezco mucho que te
hayas acercado para hablar un poquito mejor— dijo Enrique a un joven que no
llegaría a los 30 años. El chico había mandado un texto dramático a la nueva
sala teatral de Enrique y parecía que este veía alguna posibilidad de llevarla
a escena. Estaban sentados en la mesa de su pequeño despacho, un habitáculo de 2x2
detrás del escenario—. Hasta diciembre está todo programado. Pero, como ves, todavía
estoy seleccionando textos para cubrir parte de 2020, de marzo a julio. Y
sinceramente tu texto me ha llamado mucho la atención además...
¡Crash! Los dos miraron a la puerta que estaba abierta y
vieron a Elvira que llevaba con dificultad un maniquí desnudo al que se le
acababa de caer una pierna.
—Elvira, ¿estás bien?
—¡Sí, sí, todo controlado! —voceó mientras intentaba
recoger la pierna del suelo con la mano izquierda sin soltar el resto del
maniquí, que lo tenía sujeto bajo el brazo derecho.
—¡Si no puedes, no te preocupes, que luego lo hago yo!, ¿vale?
—¡Puedo, puedo! ¡Yo puedo!
¡Crash! Ahora uno de los brazos también cayó al
suelo.
—¿Elvira?, ¿Te ayudo, mujer?
—¡No, no, no! ¡Puedo yo sola! ¡Puedo yo!
—Bueno, es una amiga que me está ayudando a organizar un
poco esto —explicó Enrique al chico—. Le cuesta aceptar ayuda, es de Bilbao. —Y los dos se rieron.
No pasaron ni 15 minutos cuando ambos volvieron a mirar a
la puerta tras escuchar como si alguien arrastrara un cadáver, mientras emitía
gemiditos de lo más ambiguos.
—Mmmm… ooohh... ya… mmmm… ya, más, un poco más… ya, joder…
oooh… mmmmm…
—¿Elvira? ¿Eres tú? —preguntó Enrique, sin todavía ver a
nadie a través de la puerta.
—¿Eh?, oh, sí, ¡soy yo!, ¡estoy llevando los focos, que
como pesan tanto, los estoy arrastrando sobre una lona que he encontrado!
—¡¡¿Los focos?!! ¡Pero no seas bruta, mujer, que te vas a
deslomar! —gritó mirando a la puerta pero sin llegar a levantarse—. ¡Deja eso
que luego lo hago yo con ayuda de dos colegas!
—¡No, no, no! ¡Puedo yo! ¡Puedo yo! ¡Todo controlado!
Enrique miró al chico y levantó las cejas.
—Bueno, vamos a dejarla a su aire.
Y su aire
apareció dos minutos más tarde por delante de la puerta:
—Mmmm… ooohh... ya… mmmm… ya… ya, coooño… oooh… mmmmm… —Elvira,
al verlos que la miraban, paró y los saludó con entusiasmo—. ¡Hola, chicos!
Enrique, si quieres luego coloco los focos, no me cuesta nada.
—¡Ni se te ocurra, que te vas a matar, mujer! Déjalos en
el escenario que los colocamos nosotros a la tarde.
—Vale, como quieras, pero que sepas que puedo yo, ¿eh?,
puedo yo.
—Lo sé, de verdad, gracias, Elvira —contestó Enrique con
cierta pena, se sentía mal por no programar sus textos dramáticos. Su decisión
no le parecía justa, y es que sabía que su amiga amaba tanto el teatro que le
daba lo mismo firmar una obra teatral como arrastrar por el backstage 45 kilos de focos, a personas
así siempre había que darles una oportunidad, pero él no lo iba a hacer y lo
tenía muy claro, los negocios eran otra cosa.
—¡No es nada, ya sabes que me encanta! —y con una enorme
sonrisa desapareció tirando de la lona—. Mmmm… ooohh... ya… mmmm… ya… ya,
coooño…
Enrique chasqueó la lengua intentando evadirse de su
último pensamiento de culpa y volvió al chico.
—Bien, Alejandro, entonces no sé si tienes alguna idea de
la puesta en escena, porque sabes que yo trabajo con una compañía y, si estás
de acuerdo, le pasaríamos el texto y que le dé forma, es la manera más fácil de
trabajar, cada uno a lo suyo, ¿me entiendes? A veces cuando el dramaturgo se
mete demasiado en el montaje, las cosas no terminan bien, de verdad que…
—Vale, pues los focos ya te los he dejado en el escenario
—interrumpió Elvira entrando con desparpajo en el despachito.
—Ya, bueno, vale, pues, perfecto —respondió Enrique descolocado con la nueva
interrupción—. Mira, Elvira, te presento a Alejandro Mardones, si todo va bien
estrenará aquí su primera obra.
Elvira le sonrió. Alejandro se puso de pie para darle dos
besos pero ella se apresuró a estrecharle la mano, detestaba los besos de
desconocidos.
—Encantada, Alejandro —dijo—, ya sabes que aquí solo
programamos comedia comercial.
—¿Programamos? —repitió
Enrique algo confuso.
—Sí, Enrique me ha explicado las características del
texto que andaba buscando y he tenido suerte.
—No, Alejandro, no es una cuestión de suerte, en el
teatro se tiene talento o amigos —matizó ella—. Pero a veces puedes ser tan,
tan, tan, tan inútil que hasta teniendo ambas cosas, tus obras queden guardadas en un fichero de tu ordenador llamado “Para cuando las ranas críen
pelo”.
El chico se rio, Enrique agachó la cabeza. Elvira se despidió
de los dos, dando una palmadita en el hombro a Alejandro y animándolo a que nunca
dejara de escribir y a Enrique diciéndole que lo llamaría esa noche para tomar
algo. Salió del despacho y antes de que pudiera cruzar el pequeño escenario,
Enrique, que había salido detrás de ella, la llamó:
—¡Elvi, espera! —se acercó—. Ya sabes cómo funciona esto,
lo siento de verdad, de verdad, me siento fatal, pero el dinero manda, estoy
hasta arriba de deudas, ni te imaginas… ojalá pudiera programar lo que realmente
me gustara.
—Mentiroso, mi obra no te gusta.
—Hombre, un poco sí…
Los dos se rieron.
—Elvi, yo sé que alguien, un día, leerá tus obras y
tendrás el lugar que te mereces en el teatro.
—Mentiroso. —Sonrió y sacó de su bolso los auriculares,
se los puso y, dándose la vuelta, dijo adiós con la mano a su amigo.
De camino a casa, pensó en la lástima que provocaba en
algunos de sus amigos y empezó a perfilar mentalmente una nueva obra de teatro
sobre ello, porque, quién podía saberlo, quizá las ranas mutaran algún
día.
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