23 ago 2019

Para cuando las ranas críen pelo


Kermit the frog. Sesame Street

Nota: Para contextualizar este relato te aconsejo que leas el anterior: Find a light

—De verdad, Alejandro, que te agradezco mucho que te hayas acercado para hablar un poquito mejor— dijo Enrique a un joven que no llegaría a los 30 años. El chico había mandado un texto dramático a la nueva sala teatral de Enrique y parecía que este veía alguna posibilidad de llevarla a escena. Estaban sentados en la mesa de su pequeño despacho, un habitáculo de 2x2 detrás del escenario—. Hasta diciembre está todo programado. Pero, como ves, todavía estoy seleccionando textos para cubrir parte de 2020, de marzo a julio. Y sinceramente tu texto me ha llamado mucho la atención además...
¡Crash! Los dos miraron a la puerta que estaba abierta y vieron a Elvira que llevaba con dificultad un maniquí desnudo al que se le acababa de caer una pierna.
—Elvira, ¿estás bien?
—¡Sí, sí, todo controlado! —voceó mientras intentaba recoger la pierna del suelo con la mano izquierda sin soltar el resto del maniquí, que lo tenía sujeto bajo el brazo derecho.
—¡Si no puedes, no te preocupes, que luego lo hago yo!, ¿vale?
—¡Puedo, puedo! ¡Yo puedo!
¡Crash! Ahora uno de los brazos también cayó al suelo.
—¿Elvira?, ¿Te ayudo, mujer?
—¡No, no, no! ¡Puedo yo sola! ¡Puedo yo!
—Bueno, es una amiga que me está ayudando a organizar un poco esto —explicó Enrique al chico—. Le cuesta aceptar ayuda, es de Bilbao.  —Y los dos se rieron.
No pasaron ni 15 minutos cuando ambos volvieron a mirar a la puerta tras escuchar como si alguien arrastrara un cadáver, mientras emitía gemiditos de lo más ambiguos.
—Mmmm… ooohh... ya… mmmm… ya, más, un poco más… ya, joder… oooh… mmmmm…
—¿Elvira? ¿Eres tú? —preguntó Enrique, sin todavía ver a nadie a través de la puerta.
—¿Eh?, oh, sí, ¡soy yo!, ¡estoy llevando los focos, que como pesan tanto, los estoy arrastrando sobre una lona que he encontrado!
—¡¡¿Los focos?!! ¡Pero no seas bruta, mujer, que te vas a deslomar! —gritó mirando a la puerta pero sin llegar a levantarse—. ¡Deja eso que luego lo hago yo con ayuda de dos colegas!
—¡No, no, no! ¡Puedo yo! ¡Puedo yo! ¡Todo controlado!
Enrique miró al chico y levantó las cejas.
—Bueno, vamos a dejarla a su aire.
Y su aire apareció dos minutos más tarde por delante de la puerta:
—Mmmm… ooohh... ya… mmmm… ya… ya, coooño… oooh… mmmmm… —Elvira, al verlos que la miraban, paró y los saludó con entusiasmo—. ¡Hola, chicos! Enrique, si quieres luego coloco los focos, no me cuesta nada.
—¡Ni se te ocurra, que te vas a matar, mujer! Déjalos en el escenario que los colocamos nosotros a la tarde.
—Vale, como quieras, pero que sepas que puedo yo, ¿eh?, puedo yo.
—Lo sé, de verdad, gracias, Elvira —contestó Enrique con cierta pena, se sentía mal por no programar sus textos dramáticos. Su decisión no le parecía justa, y es que sabía que su amiga amaba tanto el teatro que le daba lo mismo firmar una obra teatral como arrastrar por el backstage 45 kilos de focos, a personas así siempre había que darles una oportunidad, pero él no lo iba a hacer y lo tenía muy claro, los negocios eran otra cosa.
—¡No es nada, ya sabes que me encanta! —y con una enorme sonrisa desapareció tirando de la lona—. Mmmm… ooohh... ya… mmmm… ya… ya, coooño…
Enrique chasqueó la lengua intentando evadirse de su último pensamiento de culpa y volvió al chico.
—Bien, Alejandro, entonces no sé si tienes alguna idea de la puesta en escena, porque sabes que yo trabajo con una compañía y, si estás de acuerdo, le pasaríamos el texto y que le dé forma, es la manera más fácil de trabajar, cada uno a lo suyo, ¿me entiendes? A veces cuando el dramaturgo se mete demasiado en el montaje, las cosas no terminan bien, de verdad que…
—Vale, pues los focos ya te los he dejado en el escenario —interrumpió Elvira entrando con desparpajo en el despachito.
—Ya, bueno, vale, pues, perfecto —respondió Enrique descolocado con la nueva interrupción—. Mira, Elvira, te presento a Alejandro Mardones, si todo va bien estrenará aquí su primera obra.
Elvira le sonrió. Alejandro se puso de pie para darle dos besos pero ella se apresuró a estrecharle la mano, detestaba los besos de desconocidos.
—Encantada, Alejandro —dijo—, ya sabes que aquí solo programamos comedia comercial.
—¿Programamos? —repitió Enrique algo confuso.
—Sí, Enrique me ha explicado las características del texto que andaba buscando y he tenido suerte.
—No, Alejandro, no es una cuestión de suerte, en el teatro se tiene talento o amigos —matizó ella—. Pero a veces puedes ser tan, tan, tan, tan inútil que hasta teniendo ambas cosas, tus obras queden guardadas en un fichero de tu ordenador llamado “Para cuando las ranas críen pelo”.
El chico se rio, Enrique agachó la cabeza. Elvira se despidió de los dos, dando una palmadita en el hombro a Alejandro y animándolo a que nunca dejara de escribir y a Enrique diciéndole que lo llamaría esa noche para tomar algo. Salió del despacho y antes de que pudiera cruzar el pequeño escenario, Enrique, que había salido detrás de ella, la llamó:
—¡Elvi, espera! —se acercó—. Ya sabes cómo funciona esto, lo siento de verdad, de verdad, me siento fatal, pero el dinero manda, estoy hasta arriba de deudas, ni te imaginas… ojalá pudiera programar lo que realmente me gustara.
—Mentiroso, mi obra no te gusta.
—Hombre, un poco sí…
Los dos se rieron.
—Elvi, yo sé que alguien, un día, leerá tus obras y tendrás el lugar que te mereces en el teatro.
—Mentiroso. —Sonrió y sacó de su bolso los auriculares, se los puso y, dándose la vuelta, dijo adiós con la mano a su amigo.
De camino a casa, pensó en la lástima que provocaba en algunos de sus amigos y empezó a perfilar mentalmente una nueva obra de teatro sobre ello, porque, quién podía saberlo, quizá las ranas mutaran algún día.


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