Martin Heidegger de David Levine |
Almudena estaba rota de la risa escuchando las anécdotas
de Beatriz en Berlín. Me encantaba verla así, sobre todo esa noche. Me hacía
sentir un poco menos mala amiga.
Aquella tarde estaba frente al ordenador resoplando,
llevaba en aquella postura 3 horas, cuando me llamó Almudena para invitarme a
la inauguración de su nuevo piso. Me llevé el móvil a la frente y pensé rápidamente
una excusa para no ir. No es que no quisiera, es que la liada que tenía encima
era cuanto menos surrealista. Por la mañana, la Decana Wang me había llamado
desde China, al ver su nombre como llamada entrante me hizo presagiar lo peor,
y así fue.
—¿Que se ha confundido Novela Realista con Realismo
Social?
—Eso es, Elvira. Ayer cuando recibimos tus programas nos
dimos cuenta de que debió de haber problemas con la traducción y de ahí la
confusión.
—¿Confusión? No
es una confusión, Profesora Wang, ¡es un tremendo error a una semana de empezar
las clases!
Joan, que estaba sentado a mi lado en el sofá, me pidió
que me calmara gesticulando con las manos. Lo hice, bueno, lo intenté.
—Lo siento, Profesora Wang, estoy un poco nerviosa porque
no me esperaba que se pudieran confundir los nombres de mis asignaturas. Y,
ahora que sé que en verdad imparto Novela Social y no Novela Realista, me
supone volver a empezar, prepararlo todo de nuevo, y no tengo ni 7 días para
hacerlo.
—Oh, Elvira —dijo riéndose—, estate tranquila, por favor,
confiamos en ti, lo prepararás muy bien y los alumnos seguirán encantados
contigo, eres una profesora extraordinaria, todos los dicen. Bien, nos vemos la
próxima semana, cuídate.
Y así se lavó las manos, señores. Los chinos eran únicos
en pasarte un marrón y, encima, hacer que estuvieras orgullosa de él.
—Almu, es que… de verdad que hoy no puedo, ni te imaginas
la que tengo encima…
—Ya, claro, pero me hace tanta ilusión.
Y es que cuando tu amiga, tu buena amiga, la que quieres
con locura, pronuncia la palabra “ilusión” después de haber pasado unas semanas
horribles, te doblegas.
—Vale, ¿pero te importa que lleve a Darío y a Beatriz? —La
preocupación de la confusión de China
no me iba a dejar disfrutar de la noche, así que qué mejor idea que llevar a
tus dos amigos actores como parapeto—. Son amigos del primer máster. Yo creo
que te los presenté, pero igual ni te acuerdas, hace 9 años, claro. Son
majísimos, se marcharon de Madrid un tiempo y, hará cosa de un año, nos hemos
vuelto a juntar. Te partes con ellos, de verdad.
Por suerte vivía en Madrid y traficar con amigos era de lo
más habitual, porque de haber estado en Bilbao esta situación hubiera sido
imposible:
—Elvi, ¿cómo que quieres traer a dos amigos de fuera a la cena de la cuadrilla?
¡Alerta, alerta! ¡Muros de contención social elevados! Vale,
soy un poquito exagerada, no es así exactamente, por supuesto que alguien que
no pertenezca a una cuadrilla bilbaína puede pasar un rato en ella, siempre y
cuando entregue las 4 cartas de recomendación firmadas por uno o más miembros
de la cuadrilla y se asegure que su estancia sea absolutamente esporádica. Es
decir, bajo ningún concepto se admitiría la repetición del convite, evitando
así el riesgo a una posible permanencia indefinida. Y es que Bilbao es un
poquito cerrado, a ver, entiéndase cerrado
como: hermético, impenetrable, sellado e inaccesible. Pero por lo demás es una
ciudad preciosa, y más ahora con el Guggenheim.
—¡Claro! —exclamó Almudena—. Pensaba en un mano a mano,
tú y yo, pero me encanta que vengan, además ahora que te vuelves a China me
conviene conocer a gente. Perfecto, pues avísales, a las 20:30 en casa.
Y allí estábamos, llevábamos sentados casi 4 horas en el
salón del nuevo piso de alquiler de Almu. Nos habíamos trincado, además de la
cena, dos botellas de vino (íbamos por la tercera) y unas poquitas de cervezas.
—¡Te lo inventas todo, Bea, por favor! —gritó Darío
muerto de la risa.
Beatriz apoyó los codos sobre la mesa y se escondió la
cara entre las manos, como si aquello le fuera a devolver su tono serio, el que
había perdido hace algo más de una hora relatando todo tipo de desvaríos en
Alemania.
—Os lo digo en serio, los hombres alemanes son así, ¡no
me lo invento! Mira, tú conoces a un tío que te gusta, ¿no?, yo por ejemplo, en
el bar donde trabajaba, siempre llegaba un tío im-pre-sio-nan-te. No os hablo
de un lechoso, era un morenazo de ojos verdes, mezcla de turco y alemán, ¡lo
más! Entonces mi cerebro reconoce que me gusta, lo miro, él me mira, lo sonrío,
él me sonrío, mi cerebro reconoce que yo le gusto. Me acerco, le pregunto si
quiere que le sirva otra cerveza, me dice que sí, le guiño un ojo, me sonríe con
timidez y agacha la cabeza, mi cerebro reconoce que esa noche me lo tiro. Bien,
¿qué pasa finalmente?, que el tío paga y se va, ¡se va!, ¿se va?, ¡sí, se va! Conclusión,
sus señales no corresponden a las nuestras, las únicas señales que entiende un
alemán son verbalizar un alto y claro “me gustas, tío”. Si no, os aseguro que
no lo captan, creo que piensan que les faltan parámetros para entender la situación
pre apareamiento.
Todos nos reímos. Almudena me sirvió más vino.
—Me encanta esta chica —me dijo llenándome la copa.
—Así que, claro, cuando conocí a Karl anduve más
espabilada. Me lo presentó una amiga en una fiesta, y lo mismo, miradita por
aquí, sonrisita por allá y pensé: si seguimos así, otro que se me va. Fui
directa, y le propuse ir a mi apartamento, lo entendió y yo entendí lo mal que lo
había hecho hasta el momento, porque llevaba 5 meses en Berlín y seguía casta y
pura.
—Los parámetros, Bea, los parámetros —dijo Darío. Me hizo
mucha gracia, me divertían sus puntualizaciones.
—Eso debió de ser. La cosa es que yo estaba loca con mi
novio alemán, y mi novio por aquí y mi novio por allá, llevábamos 3 meses y
todo iba fenomenal, hasta que un día después de follar, me pregunta: “¿Beatrgggis,
qué somos?”, coño, que se me pone existencialista… “¿Qué somos?”, repitió. Yo de
verdad que estaba completamente perdida, pero tampoco quería que pensara que era
una simple, así que le suelto: “Somos Dasein, cariño”.
Darío y yo rompimos en un verdadero ataque de risa. Él
empezó a aplaudir, y yo me tuve que poner de pie porque de la risa empezaba a
faltarme el aire.
—¡Mira, cómo se ríen estos! ¿Qué hubierais hecho
vosotros? Heidegger es muy socorrido para estos momentos. Conclusión, mi Karl
de existencialista tenía más bien poco, lo que me estaba preguntando era que si éramos
novios formales o si lo nuestro era un rollito.
—¿Y tú que le dijiste? —preguntó Almu porque Darío y yo
seguíamos descompuestos.
—Uy, yo me hice la tonta, no le iba a decir que llevaba
teniendo novia desde hacía 3 meses, le hubiera explotado la cabeza. Así que en
ese momento acordamos que éramos una pareja formal, establecimos nuestro
aniversario y él lo anotó en su Google
Calendar, y todos contentos.
—Qué diferente de un español, ¿verdad?
—La noche y el día, Almudena. ¿Quieres más vino? —le preguntó ya rellenándole la copa sin
esperar respuesta. Habían congeniado muy bien las dos, y eso me gustaba. Mirándolas me volví a sentar—.
Bueno, pues esperad que viene lo mejor… Llegó el año de noviazgo, ¿no?, y todo
muy bien si no fuera porque el chico había establecido únicamente dos días a la
semana para follar.
—¿Cómo que dos días establecidos?,
no entiendo.
—Ni yo, Darío, hijo, eso no lo entiende nadie. A ver,
nunca se establecieron como tal de forma oficial, pero sutilmente los martes y
viernes eran los únicos días que follábamos. Al principio pensé que era
casualidad hasta que un domingo le empecé a meter mano y me dijo claramente que
no faltaba tanto para el martes, que no fuera impaciente.
—Hostias… —dijo Almu mirándome, buscando cierta
complicidad, pero yo había entrado en el bucle de la risa tonta y todo me
parecía ya un despropósito—. ¿Y qué hiciste?
—Uy, pues buscarme a otro.
—¡Muy bien, Bea! —aplaudió Almu.
—No, no, no, pero sin dejar a Karl, ¿eh? Claro, yo ahora
soy una cuarentona a la que, sinceramente, muchas veces le da pereza follar,
pero con treinta y pocos era lo único que me apetecía hacer, ¡por favor! Así
que no podía dejar a Karl, porque yo me imaginaba que sería lo mismo con el
nuevo. Por lo tanto, que si uno establecía los martes y viernes, el otro podría
hacerlo los miércoles y domingos y, amigos míos, ¡así me hacía la semanada!
Darío se levantó y con las manos en alto empezó a
alabarla.
—¡Eres la mejor, Bea!
Yo intenté hacerlo también pero entre el pedo que llevaba
y la risa que no me daba tregua, aborté el plan.
—Así que conocí a Otto, y lo mismo: sonrisita, miradita, “me
gustas, tío”, tres meses de probaturas, y la pregunta: “¿Beatrgggis, qué somos?”,
y claro, llegados a ese momento, y compartiéndolo con Karl, yo ya lo tenía muy
claro: “tú no sé, yo bastante puta”. —Todos explotamos en carcajadas y aplausos—.
Ah, y nuestros dos días fueron los lunes y los sábados.
Cogí una servilleta y me sequé los ojos, parecía una vieja pero me había hecho
reír tantísimo que no podía parar de llorar. Adoraba a Bea y su sentido del
humor, era imparable.
—Y ahora, Bea, ¿sales con alguien? —preguntó Almudena.
La atmósfera cambió de color y yo me arrepentí de no
haber hablado antes con Almu para contárselo, ni me di cuenta, de hecho se me
había olvidado, Beatriz hacía que siempre se nos olvidara.
Darío y yo quedamos en silencio, un silencio espeso,
intencionado, cobarde.
—No, Almudena —respondió Beatriz—. Ahora no salgo con
nadie. —Nos miró pero yo agaché la cabeza y la oí continuar—: Mi chico murió
hace año y medio, con su moto, volviendo de trabajar.
—Oh, lo siento muchísimo, Beatriz, siento haberlo
preguntado, si es que a veces… Lo siento mucho.
—Gracias, no te preocupes, de verdad. Pero, sí, fue un
golpe duro, porque era español, si hubiese sido alemán la pérdida no habría
sido tanta.
Y, sin querer, nuevamente me brotó la risa tonta, Darío
no tardó en seguirme y Almudena, aunque le daba cierta vergüenza, terminó
riéndose con nosotros, y es que Beatriz era esa mujer que sobrevivía haciendo
de la vida un continuo chiste, porque si no, según ella, no merecía la pena
vivirla.
—Bueno, cuando paréis de reír, os cuento mi verano en
Nueva Delhi y cómo conocí a Suhas, pero antes abrimos otra botella, ¿no?
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