Autor desconocido |
—Te vas a quedar muerta. Esta es una vajilla en porcelana
de San Claudio. ¿Ves los ribetes dorados? Estampada en greca de rocalla. Una
joya de 1956. La encontré en el Rastro por 60 euros, ¡todo el juego! 20 platos
llanos, 12 soperos, 3 fuentes, ensaladera, entremesera y salsera, ¡60 euros!, ¿qué
te parece?
PAUSA
Agosto de 2015. Casa de Sergio y Raquel. Sergio era amigo
de la infancia de Joan. Raquel su mujer. No puedo olvidar la pasión con la que
aquella mujer, a la que acababa de conocer, me enseñaba su casa. Vivían en un
chalecito en el norte de Madrid. Raquel me mostraba con entusiasmo cada uno de los
rincones. Yo intentaba buscar con la mirada a Joan pero Sergio se lo había
llevado al jardín a preparar la barbacoa, porque en aquella casa los roles de
género estaban bien definidos: los hombres al fuego y las mujeres a los platos.
Lo cierto es que nos habíamos pensado muy mucho el ir. La
pareja se había mudado a Madrid desde Barcelona hacía algo más de dos años y
llevaban tiempo invitándonos y siempre poníamos excusas. Debo explicar que Joan
y yo no nos sabemos relacionar. Interactuar con otros seres
humanos no es lo nuestro. Todos nos aburren. Sin excepción. Nosotros nos
bastamos solos. Uno le mira al otro y le dice “cara pan” y el otro contesta
“cara pitilín”, entonces es probable que uno se empiece a reír primero, el otro
le siga, después a uno se le escape un pedo y ya tenemos la tarde echada. La
profundidad de nuestra relación se basa en esto. Así que cuando nos plantan
delante de otra pareja no tenemos nada de lo que hablar. Sin embargo, Joan
creyó que si en aquella ocasión aceptábamos la invitación, dejarían de
pedírnoslo y así podríamos volver a nuestra maravillosa vida de absoluto
aislamiento social.
REBOBINEMOS
—… ¡60 euros!, ¿qué te parece?
—Mágico.
Sí, dije mágico.
Mágico. Cuando no sé qué contestar me pongo nerviosa y digo palabras que no he
utilizado jamás en mi vida y luego sonrío. También es cierto que podría haber
sido peor y responder cosas como “glande” o “maremoto”, lo he hecho. La
profesora Wang al poco de conocerme me invitó a comer y me preguntó cuál era mi
plato favorito. “Glande”, le respondí. Luego recé para que además de china
fuera sorda.
—¿Ves el tapizado de esta butaca? Lo hice yo misma.
Tócalo, es de ante. —Ahora estábamos en el salón—. Tócalo, no tengas miedo.
¿Qué te parece?
—Asteroide.
En el cuarto de baño de invitados, de la planta baja, me
subrayó la gran idea de haber empapelado las paredes.
—Me costó mucho tomar una decisión. El alicatado es éxito
asegurado, pero le quería dar un ambiente más cálido, y eso solo lo podía
ofrecer el papel pintado. Lo mejor es utilizar papel de vinilo por su resistencia
al agua. Y cuando lo tuve claro me decanté por este, es hermoso, ¿verdad? Las
margaritas y las espigas de trigo convierten el baño en luz y oro, todo un
acierto. Es uno de mis lugares favoritos.
—Sí —dije.
—Perdona, ¿sí qué?
—¿Eh?, sí, sí a todo. —Y sonreí. Me estaba coronando como
la novia retrasada del amigo de su marido.
Una vez sentados a la mesa, Sergio empezó a alagar a su
mujer. Lo cuidadosa y detallista que era con todo. Decía que se levantaba como
un torbellino a las 6 de la mañana, organizaba perfectamente la casa y después
se iba al banco a trabajar, que no entendía cómo podía hacerlo todo y todo tan
bien.
—Es maravillosa —dijo. Se miraron y se dieron un pico
mientras Joan y yo sonreíamos como quien lo hace a su médico tras darle cita para una colonoscopia.
Para cortar aquel merengue se me ocurrió decir algo.
—Tenéis una casa preciosa.
—Bueno, la cambiaría por vuestra buhardilla en pleno
centro de Madrid, vivir en esa calle es un lujo. Tenéis mucha suerte —dijo
Sergio.
—¡Qué bohemio! Vivir en una buhardilla de una gran
ciudad. Seguro que la tienes puesta ideal, Elvira —dijo Raquel antes de
preguntar—: ¿El suelo lo tenéis porcelánico, tarima flotante o madera natural?
—Chispeante —contesté y cogí la copa de vino a punto de
llorar.
—Me gustan las lentejas con kétchup —añadió Joan ¿para
echarme un cable?
—Vaya, pero hoy tenemos hamburguesas a la barbacoa, Joan —aclaró
Raquel.
—Sí, las hamburguesas también me las como con kétchup.
Apreté los labios, veía imposible justificarnos como
personas normales en aquel momento.
El postre nos lo tomamos en el jardín. Raquel empezó a
contarnos que plantaba no sé qué tipo de flores porque eran resistentes al
calor seco de Madrid, y que los arbustos tan altos del fondo estaban abonados
con no sé qué caca que traían de Albacete. Mientras, yo me apuñalé el corazón
con una daga, me ahorqué 2 veces en el árbol más alto del jardín y me arranqué
los ojos con la cucharilla del postre.
Cuatro horas después nos despedían en la puerta de su
casa.
—Debemos repetirlo —dijo Sergio.
—Claro, cualquier día de estos —contestó Joan.
Yo, con disimulo, mientras decía adiós con la mano a los
anfitriones, le pellizqué el culo a Joan, me sentía liberada, él me dio un manotazo en el muslo, yo le estiré de
la camiseta y él me torció el dedo meñique, grité entre risitas. Y sí, así fue
como nos vieron marchar de su casa. Los amigos raros, a los que por supuesto no
iba a volver a llamar, se iban por fin.
Al llegar a nuestra destartalada buhardilla, nos quitamos
los zapatos y nos tiramos en el sofá.
—¡Cara pitilín! —grité.
—¡Cara chispeante!
Y los dos empezamos a reírnos como verdaderos idiotas. El
pedo, esta vez, se me escapó a mí.
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