15 may 2020

Disociados

Autor desconocido


—Te vas a quedar muerta. Esta es una vajilla en porcelana de San Claudio. ¿Ves los ribetes dorados? Estampada en greca de rocalla. Una joya de 1956. La encontré en el Rastro por 60 euros, ¡todo el juego! 20 platos llanos, 12 soperos, 3 fuentes, ensaladera, entremesera y salsera, ¡60 euros!, ¿qué te parece?
PAUSA
Agosto de 2015. Casa de Sergio y Raquel. Sergio era amigo de la infancia de Joan. Raquel su mujer. No puedo olvidar la pasión con la que aquella mujer, a la que acababa de conocer, me enseñaba su casa. Vivían en un chalecito en el norte de Madrid. Raquel me mostraba con entusiasmo cada uno de los rincones. Yo intentaba buscar con la mirada a Joan pero Sergio se lo había llevado al jardín a preparar la barbacoa, porque en aquella casa los roles de género estaban bien definidos: los hombres al fuego y las mujeres a los platos.
Lo cierto es que nos habíamos pensado muy mucho el ir. La pareja se había mudado a Madrid desde Barcelona hacía algo más de dos años y llevaban tiempo invitándonos y siempre poníamos excusas. Debo explicar que Joan y yo no nos sabemos relacionar. Interactuar con otros seres humanos no es lo nuestro. Todos nos aburren. Sin excepción. Nosotros nos bastamos solos. Uno le mira al otro y le dice “cara pan” y el otro contesta “cara pitilín”, entonces es probable que uno se empiece a reír primero, el otro le siga, después a uno se le escape un pedo y ya tenemos la tarde echada. La profundidad de nuestra relación se basa en esto. Así que cuando nos plantan delante de otra pareja no tenemos nada de lo que hablar. Sin embargo, Joan creyó que si en aquella ocasión aceptábamos la invitación, dejarían de pedírnoslo y así podríamos volver a nuestra maravillosa vida de absoluto aislamiento social.
REBOBINEMOS
—… ¡60 euros!, ¿qué te parece?
—Mágico.
Sí, dije mágico. Mágico. Cuando no sé qué contestar me pongo nerviosa y digo palabras que no he utilizado jamás en mi vida y luego sonrío. También es cierto que podría haber sido peor y responder cosas como “glande” o “maremoto”, lo he hecho. La profesora Wang al poco de conocerme me invitó a comer y me preguntó cuál era mi plato favorito. “Glande”, le respondí. Luego recé para que además de china fuera sorda.
—¿Ves el tapizado de esta butaca? Lo hice yo misma. Tócalo, es de ante. —Ahora estábamos en el salón—. Tócalo, no tengas miedo. ¿Qué te parece?
—Asteroide.
En el cuarto de baño de invitados, de la planta baja, me subrayó la gran idea de haber empapelado las paredes.
—Me costó mucho tomar una decisión. El alicatado es éxito asegurado, pero le quería dar un ambiente más cálido, y eso solo lo podía ofrecer el papel pintado. Lo mejor es utilizar papel de vinilo por su resistencia al agua. Y cuando lo tuve claro me decanté por este, es hermoso, ¿verdad? Las margaritas y las espigas de trigo convierten el baño en luz y oro, todo un acierto. Es uno de mis lugares favoritos.
—Sí —dije.
—Perdona, ¿sí qué?
—¿Eh?, sí, sí a todo. —Y sonreí. Me estaba coronando como la novia retrasada del amigo de su marido.
Una vez sentados a la mesa, Sergio empezó a alagar a su mujer. Lo cuidadosa y detallista que era con todo. Decía que se levantaba como un torbellino a las 6 de la mañana, organizaba perfectamente la casa y después se iba al banco a trabajar, que no entendía cómo podía hacerlo todo y todo tan bien.
—Es maravillosa —dijo. Se miraron y se dieron un pico mientras Joan y yo sonreíamos como quien lo hace a su médico tras darle  cita para una colonoscopia.
Para cortar aquel merengue se me ocurrió decir algo.
—Tenéis una casa preciosa.
—Bueno, la cambiaría por vuestra buhardilla en pleno centro de Madrid, vivir en esa calle es un lujo. Tenéis mucha suerte —dijo Sergio.
—¡Qué bohemio! Vivir en una buhardilla de una gran ciudad. Seguro que la tienes puesta ideal, Elvira —dijo Raquel antes de preguntar—: ¿El suelo lo tenéis porcelánico, tarima flotante o madera natural?
—Chispeante —contesté y cogí la copa de vino a punto de llorar.
—Me gustan las lentejas con kétchup —añadió Joan ¿para echarme un cable?
—Vaya, pero hoy tenemos hamburguesas a la barbacoa, Joan —aclaró Raquel.
—Sí, las hamburguesas también me las como con kétchup.
Apreté los labios, veía imposible justificarnos como personas normales en aquel momento.
El postre nos lo tomamos en el jardín. Raquel empezó a contarnos que plantaba no sé qué tipo de flores porque eran resistentes al calor seco de Madrid, y que los arbustos tan altos del fondo estaban abonados con no sé qué caca que traían de Albacete. Mientras, yo me apuñalé el corazón con una daga, me ahorqué 2 veces en el árbol más alto del jardín y me arranqué los ojos con la cucharilla del postre.
Cuatro horas después nos despedían en la puerta de su casa.
—Debemos repetirlo —dijo Sergio.
—Claro, cualquier día de estos —contestó Joan.
Yo, con disimulo, mientras decía adiós con la mano a los anfitriones, le pellizqué el culo a Joan, me sentía liberada, él  me dio un manotazo en el muslo, yo le estiré de la camiseta y él me torció el dedo meñique, grité entre risitas. Y sí, así fue como nos vieron marchar de su casa. Los amigos raros, a los que por supuesto no iba a volver a llamar, se iban por fin.
Al llegar a nuestra destartalada buhardilla, nos quitamos los zapatos y nos tiramos en el sofá.
—¡Cara pitilín! —grité.
—¡Cara chispeante!  
Y los dos empezamos a reírnos como verdaderos idiotas. El pedo, esta vez, se me escapó a mí.

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