5 oct 2020

Clementina

Mandarinas y limones de Verónica Rodríguez


Apoyada en la barandilla de las escaleras, Elvira vio sacar, del tercero derecha, el cuerpo dentro de una bolsa gruesa de plástico negro. Se sorprendió. En las películas siempre lo hacían en una camilla, pero esta vez estaba amarrado a una silla metálica con dos rueditas atrás.

—¿Ha sido el Covid? —preguntó.

Los dos sanitarios, equipados con EPIS, no la hicieron caso, agarraron la silla uno por delante y otro por detrás y comenzaron a bajar las escaleras. Un policía salió despacio del tercero derecha, que mantenía la puerta abierta, y alzando la vista increpó a Elvira.

—Señora, haga el favor de meterse en casa.

—Es que busco a mi gato, se me ha escapado.

—Su gato está ahí.

Elvira agachó la cabeza y vio a Tomás bajo sus piernas, con la cabecita metida entre los barrotes de la barandilla sin perder detalle.

—Ah, hola, Tomás. —Levantó la cabeza y sonrió al policía.

—¿Sabe si tenía familia? ¿Tenía trato con ella? ¿La conocía?

—¿A quién?

—A María Clementina Viedma Fernández.

—Vivía ahí y era mayor.

—Ya.

Y dando un golpecito en el lomo a su gato, Elvira comenzó a subir las escaleras hasta el quinto. Allí Alejandro, su vecino de enfrente, la esperaba en el descansillo con su chihuahua en brazos. Tomás le bufó.

—Nena, ¿qué ha pasado?

—Ha muerto Clementina.

—¿Y quién es Clementina?

—La vecina del tercero derecha.

—¿Esa señora tan mayor se llamaba Clementina? Uy, no lo hubiera dicho en la vida, fíjate. Me dices Rosario o Asunción o Concepción o Piedad o María del Pilar, o qué sé yo, pero ¿Clementina? ¡Madre mía, Clementina!, tú me dirás a dónde va una mujer de 90 años llamándose Clementina. Mi prima Susana, ya sabes…

—No, no sé —dijo apoyándose en su puerta.

—Sí, mujer, la de Torrejón, que se casó con un militar y que tiene tres hijos, te he hablado de ella mil veces, pero como no me haces ni puñetero caso, pues otras mil que te lo tendré que repetir.

—Ya…

—Bueno, sabes quién te digo, ¿no? Susana.

—Sí, sí. —No, ni idea.

—Bueno, pues se llama Clementina.

—¡¿Pero no se llamaba Susana?!

—Se lo cambió, guapa. Se-lo-cam-bió. Claro, de pequeños, allí en el pueblo todos la llamábamos mandarina. Las mandarinas Clementinas, ¿sabes? ¡Pues mandarina, mandarina, mandarinaaaaaaa!

Elvira se empezó a reír. Siempre pensaba que su vecino se inventaba la mitad de las historias que contaba pero aun así le encantaban.

—Así que un día, ya siendo mayorcita, dijo: “Desde hoy me llamo Susana y quien me vuelva a llamar mandarina le digo a mi novio que lo lleve preso”. Pobre, pudiendo elegir… Susana. ¡Chica, ponte Celeste, Bárbara, Norma, Bibiana, Débora, qué sé yo! Susana, una triste.  

—Pues se llamaba Clementina —dijo Elvira.

—¿Quién?

—¡La vecina, Alejandro, la vecina!, si te lo estoy diciendo, hijo.

—Ah, sí, la vieja. ¿Y qué vamos a hacer? ¿Le compramos una corona de flores? A ver, espérate un momento que lo busco. —Sacó su móvil del bolsillo de atrás del pantalón y le cedió el perro a Elvira. Tomás le volvió a bufar.

—No te pongas celoso, tonto.

El gato indignado entró en casa. Elvira apretó al chihuahua contra su pecho y le besó la cabecita temblorosa.

—¡Uy, nena, son carísimas! ¿Cómo algo para un muerto puede ser tan caro?, ¡si ni lo va a ver! ¡Nada!, lo siento, guapa, pero no hay coronas de flores, mi economía no está para despilfarrar. Hoy a las ocho de la tarde salimos a la ventana y aplaudimos por ella, seguro que lo agradece desde donde esté, la cosa es tener un detalle, ¿no? Anda, dame a Bamby, que tengo los puerros hirviendo y solo hace falta que se me pasen. Que no se te olvide, nena, ¡a las ocho!

Y Elvira lo vio cerrar la puerta de su casa. Se giró y entró en la suya. Se dejó caer en el sofá y miró a Joan que estaba en su escritorio.

—Se ha muerto Clementina —dijo.

—¿Qué? —preguntó él bajando la música.

—Clementina, que se ha muerto.

—¿Quién es Clementina? —Tomás se frotó contra sus piernas. Joan lo cogió y se lo puso en el regazo. Elvira los observaba desde el sofá pensativa.

—Clementina es la prima de Alejandro, nuestro vecino.

—Vaya, lo siento, ¿era él con el que hablabas en el rellano?

—Sí. Voy a comprarle una corona de flores.

—Pero, cariño, ¿la conocías?

Elvira se miró las manos, se las apretó contra los muslos y contestó:

—No, nadie la conocía. 

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