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Viaggio alla fine de la notte de Carmen Mansilla |
Pegaba un
sorbito de café con la mirada baja, fingía ser complaciente, era lo menos que
podía hacer por él, a fin de cuentas, era el marido de mi amigo Enrique.
Me
agradeció por octava vez haberlo invitado al Museo del Prado. Dejé la taza en
el platito y lo sonreí.
—No,
dáselas al Gobierno, que me concede la entrada gratuita… y de paso también al
que me lleve del brazo. Maravillas del sistema: si eres ciega, puedes pasarte
la vida yendo a ver cuadros gratis. Creo que lo hacen porque saben que no los
desgastamos.
—Évidemment.
Con vosotrrgos no hasen gasto de mantenimiento.
Al final
iba a resultar que el francés tenía sentido del humor. Me explicó que el martes
debía visitar el Reina Sofía y el jueves y el viernes el Thyssen. Prometió compensarme,
decía ser consciente del dineral que se estaba ahorrando en las entradas y de
mi tiempo dedicado.
—No te
preocupes, me encantan las cafeterías de los museos. —Levanté la tacita y mostré
una artificiosa sonrisa—. Cuando termines tu TFM ya me invitarás a una buena
cena, ¿no?
—Au
final, seremos buenos amis.
—Tampoco
te pases, ¡ni amís ni amós! Seremos eternamente conocidos y ya.
—Ah, mais
non! ¡Nous somos familia! Yo soy el esposo de tu hegmano, de tu
mejog amigo.
Sonreí
vanidosa.
—¿Eso
dice Enrique?
—Quoi?
—Que soy su mejor amiga. —Me retiré el flequillo hacia un lado y después,
con delicadeza, apoyé el codo sobre la mesa con la mano bajo la barbilla.
Me llamó
infantil. Sí, claro que era infantil. Últimamente iba tirando amigas del tren
deseándoles una buena caída; las que me quedaban se podían contar con los dedos
de una mano y me sobraban cuatro. Así que, sí, elevar un camarada a la
categoría de mejor amigo me daba la vida.
—¿Cómo
está? —Debía preocuparme, eso hacen las mejores amigas.
Jérôme
apretó los labios y supe que quizá debía ponerme seria.
—Bueno,
tú sabes, él es así como él es. Habla poco de eso.
No añadió
mucho más, me dejó intranquila. Así que, antes de despedirnos, le propuse que
el martes, en vez de vernos en la entrada del museo, le iría a recoger a casa y
que, con la excusa, me tomaría un café con Enrique. Le pedí que no le dijera nada,
que pareciera todo improvisado.
Seis días
más tardes Jérôme me abría la puerta de su casa.
—Oh, Elviga, oh, oh, mais, oh, ¿cómo es posible? Mais, yo he
pensado que nos encontrrrgamos en el museo, mais, ah, quelle surprise!!!,
¡Bebé, Elviga está aquí! Mon doudou, me escuchas?
Con la
mirada le recriminé su terrible actuación. Entré al salón. En el precioso sofá
de ante verde estaba Enrique con Vicente despeluchado en el regazo.
—Hola,
camarada —dije.
—Hola,
amiga.
Me senté
a su lado y acaricié al perro.
—¿Cuántos
años dices que tiene? ¿Setenta? —pregunté.
—Once.
—¿No
había perro más viejo para adoptar?
—Sí, había dos de trece y uno de catorce, pero Vicente es sordo y ciego de
un ojo. Vamos, irresistible.
Enrique
siempre ha sido complicado, seco, con ese encanto de persona que parece que te
tolera por obligación. Pero luego va y rescata un fósil peludo… Supongo que el cambio climático le afecta a
cada uno de diferente manera.
Alargué
la mano y acaricié el lomito de Vicente, dije que lo veía mucho mejor que la
última vez; hacía tres meses tenía calvas, ahora el pelaje parecía algo más
uniforme. Lo arrastré hacia mí y lo abracé, era pequeño y escuálido, lo que provocaba
quererlo sin condición. Lo besé en la cabeza y le rasqué detrás de las orejas
mientras lo llamaba “feo-feo-refeo-requetefeo” con voz de niña. Miré a Enrique
y afirmé:
—Te
estará ayudando mucho estás semanas. Tenerlo se te hará más fácil.
—¿A qué
has venido, Elvira?
—¡C’est qui que quiega café que se levantas el mano! —gritó Jérôme
desde la puerta del salón.
—¿Tu
marido nunca va a aprender español? —dije y levanté la mano—. Con leche sin
lactosa, porfi.
—Oui, bien sûr, je sais. Bebé, Elviga y yo ya somos súper amis.
—Me
alegro, cariño, eso es todo un logro.
—¡No es
cierto! ¡Jamás seré amiga de un francés!
—Tarde, ma
chérie… —y regresó a la cocina tarareando Count on me de Bruno Mars.
Me reí, Jérôme tenía algo como Vicente, había que quererlo.
—Entiendo
que te casaras con él no solo por ser un yogurín de treinta y tres años.
Enrique
cogió de la mesita de café el tabaco de liar. Se hizo un cigarro, lo encendió y,
sujetando el cenicero con la otra mano, saboreó la primera calada y exhaló el
humo con calma. Aquella manera de sostener el cenicero me recordó a mi tío
Dámaso, pensaba en él como en un viejo fumador, pero tendría la misma edad que Enrique
ahora, cerca de los cincuenta. La perspectiva del tiempo te rejuvenece o avejenta
a su antojo.
Cruzó las
piernas y volvió a preguntarme que qué quería. En nuestra amistad no cabían los
formalismos.
—Saber cómo
estás.
—Estoy bien. Tú andas bastante peor, tu ojo izquierdo empieza a fallar y ya
no te quedan más flotadores, te hundes, Elvira.
Apreté a
Vicente contra mi regazo, sentirlo me recordaba que Enrique no era un carroñero.
No dije nada y mirando al frente esperé los cafés. Al poco, Jérôme llegó portándolos sobre una bandejita de
cristal naranja. Los repartió y se sentó en el suelo, al otro lado de la
mesita, frente a nosotros. Me aconsejó que dejara a Vicente en el suelo, me
dijo que estaría más cómoda. Le hice caso y, con una sincera sonrisa, le
agradecí el café, también le recordé que era mejor llegar antes de las cinco al
museo, que si no habría demasiada gente. Me fijé en Enrique, parecía
completamente ausente sosteniendo el cenicero con la colilla retorcida dentro.
***
Jérôme me
dice que mi hermana ha llamado. Que tenga diecisiete años más que yo hace que
sea una madre más que una hermana, que insista con su llamada mensual de rigor
al teléfono fijo me enferma. El infantilismo con el que me trata se me atasca.
Suspiro y me dejo caer en el sofá. Vicente me mira desde el suelo, lo ayudo a
subir. Todos deberíamos ser así: viejos, sordos y ciegos, pocos problemas
tendríamos con los demás, suficiente aguantarnos a nosotros mismos. Es tu
padre, dice Jérôme. Me incorporo y le pido que me lo repita. Mi hermana se lo
había dicho. El viejo ha muerto. En el coche de camino a Toledo, Jérôme me
habla de una compañera del Máster, lo oigo y lo intento escuchar, sin embargo,
las palabras se convierten en chicle, pegajosas se solapan unas a otras, quizá
ya me esté quedando sordo, quizá siempre lo haya sido: sordo y perro. Aparco
frente a la casa. Veo primero el coche de la funeraria, luego los dos de policía
y después a mi hermana. A dónde vas, me pregunta. Quiero subir a casa. No puedes, me
dice. Sí puedo, quiero subir. No puedes, Enrique, nadie puede, está la policía.
La veo vieja, lo que es. El pelo corto le hace parecerse a mamá. Su forma de
decirme las cosas le hace parecerse a mamá. Sus prohibiciones le hacen
parecerse a mamá. ¡Sí puedo, voy a subir!
—Enrique…
—Mi hermana me sujeta del brazo—. Llevaba muerto dos semanas.
***
Giró la cabeza y me miró con inmensa pena sin soltar su sucio cenicero, como mi
tío Dámaso.
—Perdóname, amiga —dijo—. Cuando siento dolor yo también
me ciego.