18 mar 2025

El parador (III)

 

El tiempo y las viejas (1810) de Francisco de Goya


Nota: Este relato es la continuidad de El parador (I), El parador (II) por lo que aconsejo leerlos antes.

Diferentes artilugios estaban dispuestos ordenadamente sobre mi cama. Mateo me iba explicando para qué servía cada uno de ellos: que si un medidor de EMF, un detector de infrarrojos, una cámara térmica y otra de visión nocturna, un sensor de movimiento… pero lo que me dejó fascinada fue la Spirit Box, un aparato que te ayudaba a contactar con espíritus. Ante mi escepticismo, Mateo me explicó minuciosamente cómo el utensilio iba escaneando frecuencias de radio de AM y FM generando ruido blanco manipulado por entidades para formar palabras o frases. Insistió en que había muchas investigaciones que avalaban los resultados de dicha caja. Se sentía especialmente orgulloso, porque la había conseguido este verano en Róterdam en una tienda especializada en equipos paranormales por tan solo 76€. Un viaje relámpago de tres días porque su padre no tenía más tiempo. Fueron los dos solos, regalo por sus excelentes notas. Me enterneció la empatía y el respeto de aquel hombre ante las curiosas inquietudes de su hijo.

Menudo padre tienes. —Nada más decirlo me arrepentí. Abel estaba sentado al otro lado de la cama aparentemente absorto en su móvil, aunque con la atención puesta en nuestra conversación, como un gato con las orejas volteadas 180º.

Reconduje la conversación a los fantasmas. Me sinceré y le conté a Mateo que tenía un sexto sentido y que la vieja casa que mis padres tenían en Bilbao estaba repleta de fenómenos extraños y yo siempre los había experimentado.

—¿En serio?

—Ni caso, está chalada —adelantó Abel.

Sonreí victoriosa, había conseguido que Abel participara en la conversación. A continuación, les relaté con verdadera teatralidad las apariciones de Telmo en mi habitación siendo una niña y del hombre del reloj al final del largo pasillo. Abel empezó mirándome de soslayo, pero terminó dejando el móvil a un lado.

—Te lo inventas todo, eres una puta chalada. —Aquella recriminación constataba que tenía a Abel enganchadísimo.

—No, todo es cierto —dije con seriedad—, los fantasmas me muestran lo que va a ocurrir, ellos hablan conmigo y tengo que reconocer que a veces da miedo.

Los dos chicos me miraron descolocados, me encantaba tenerlos comiendo de mi mano, así que les narré la terrorífica experiencia que viví en los Estados Unidos. Antes de que pudiera terminar la historia, vibró mi móvil sobre la mesilla, y ambos chavales gritaron desquiciados. Casi muero de risa al ver a aquellos malotes adolescentes brincar de miedo. Cogí el móvil y el nombre de Almudena ocupaba parte de la pantalla, tu madre, le dije a Abel, él me contestó alzando el dedo corazón y, todavía riéndome, salí de la habitación para hablar con mi amiga.

—¡Lo que te estás perdiendo, Almu! En mi vida he visto unos cazadores de fantasmas tan aterrados. —La oí reírse al otro lado. Caminé hasta el ventanal del final del pasillo y me apoyé de medio lado sobre el cristal, el jardín me pareció más bonito de noche que de día. Me preguntó si ya habíamos cenado—. Sí, sí, ahora estábamos en mi habitación, haciendo tiempo hasta medianoche, me están explicando su plan de caza… ¿Abel? ¿No te coge el teléfono? Bueno… están a tope, no paran de grabar por aquí y por allá, ahora le digo que te llame… ¿Eh? Sí, sí, muy bien… ¡No, no, para nada! Está muy tranquilo, no, no me ha faltado al respeto, tranquila, está teniendo una actitud muy positiva, se le ve muy contento… —Carraspeé un poco, siempre que mentía se me secaba la garganta. Cambié de tema—. ¿Y por allí, cómo van las cosas?, ¿ya la has dejado en casa de tu hermano? —Un ruido a mi espalda hizo voltearme, no vi nada, más que la pared algo descascarillada, volví a mi postura anterior—. Ya… hombre tiene que ser duro para ella, porque los cambios los debe sentir… ¿Lo dices por tu hermano?... Ya… Pero, Almu, es su madre y tiene que… —De nuevo escuché un golpe seco detrás, sobresaltada me aparté del cristal y me giré inquieta. Nada. Separé un poco el móvil de la oreja y observé el pasillo. Avancé unos pasos y una risita a mi lado me paralizó. Una niña de apenas cuatro añitos me miraba riéndose con la falda del vestidito subido hasta el mentón.

—¡Pero bueno! ¡Qué susto me has dado! —Me agaché para estar a su altura y preguntarle por sus padres, a lo que la cría echó a correr hasta que la vi desaparecer en la esquina del corredor. Luego oí la voz de una mujer y una puerta cerrarse, así que tranquila volví a la conversación.

—Perdona… sí, eso, lo de tu hermano, es que, Almu, es cosa suya… Ya sé que si por ti fuera… no, no, mujer, tu madre va a estar bien, hombre, le costará, pero se hará a la nueva casa… Ya, ya sé que es mayor… claro, todo suma… Sí, pero no puedes pensar así… No, por favor, no digas eso, no la abandonas, no lo veas así, venga… claro que no, no te machaques, ella no podría entenderlo de esa manera…

Tras casi una hora de conversación me despedí con pena. Su situación era complicada. Pensativa regresé a la habitación. Los chicos estaban sobre la cama revisando el material. Me acerqué a Abel y le acaricié sus greñas Shaggy Mullet, me miró. Llama a tu madre, por favor, le supliqué.

—No seas pesada, joder… —Insistí con la mirada—. Que sí, hostias… que ya la llamaré.

Me senté con ellos en la cama y dejamos que la medianoche llegara sin casi darnos cuenta. Prepararon sus mochilas y los despedí desde la puerta con cierto dramatismo.

—¿Lo lleváis todo?  —reiteré. Mateo emocionado me repitió que sí. Abel se acercó de pronto a mí, hizo un gesto a Mateo de que lo alcanzaría enseguida. Se apoyó en el marco de la puerta y mirando al frente me dijo:

—Sabes que no lo decía en serio, ¿no?

—¿El qué, Abel?

—Eso.

—¿Eso?

—Eso, joder… no quiero que se mueran.

—Anda, ven aquí. —Y abracé a aquella masa de metro ochenta y noventa kilos, sintiéndola como una bomba de sentimientos mal gestionados a punto de explotar. Ojalá yo también supiera traducir mis emociones para poder haberle dicho lo tantísimo que lo quería y lo mucho que lamentaba que la vida estuviera siendo un terreno tan hostil.

—Es que no me despedí de ella —dijo separándose.

—¿De tu abuela? —Asintió. Almudena lo obligó a dormir en casa de Mateo la noche anterior y no pudo decirle adiós. Lo sonreí y le puse la mano en la mejilla —. ¿Tienes miedo de no verla más? —Él volvió a asentir y yo lo volví a abrazar incapaz de expresarle, una vez más, que el mundo podía ser algo mejor.

Nos miramos en silencio, es la única manera que conocemos de transmitir nuestro amor. Después me dio dos golpecitos en la cabeza con los nudillos y me llamó puta vieja. Le lancé un beso y cerré la puerta.

Eran las once de la mañana siguiente, estaba en el baño lavándome los dientes, acababa de subir de desayunar con los chicos que me habían contado su surrealista noche de caza. Me hicieron escuchar varios audios en los que aseguraban oír voces de mujeres, de sus lamentos, aunque sinceramente solo se podía escuchar chasquidos y crujidos de madera. ¿No oyes?, me preguntaban. No, no oía nada, pero terminé diciéndoles que sí.

Tenía todo preparado, Abel y Mateo me habían tocado a la puerta hacía algo menos de diez minutos para decirme que me esperaban abajo, el gerente del parador había tenido el detalle de llevarnos a la estación de tren en su coche. Antes de poder enjuagarme, tocaron otra vez a la puerta, molesta salí a abrir creyendo que serían los chavales de nuevo, sin embargo, en su lugar me encontré a una mujer mayor, bastante mayor, con un vestido  veraniego y un sombrero en la mano.

—¿Has visto a mi hija? —parecía algo desorientada.

Con la boca llena de pasta de dientes intenté preguntarle si a quien buscaba era a la niña que había visto anoche, pero no me entendió así que me disculpé y, pidiéndole un minuto regresé al baño para enjuagarme, desde allí la oí decir:

—Me abandonó aquí poco después de casarse, ¿la has visto?

Vi mi reflejo en el espejo. Lentamente me sequé el agua de la barbilla con la mano y sin dejar de observarme cerré la puerta del baño.

En el coche, sentada de copiloto, me abroché el cinturón de seguridad. Por la ventanilla vi a la niña de anoche, esta vez con un petito amarillo, en brazos de una mujer joven, me saludó traviesa al verme, sonreí. Cuando arrancamos, de mi mochila saqué una bolsa de plástico y dándome la vuelta se la ofrecí a los chicos:

—¿Un Sugus?



10 mar 2025

Cuando la lluvia arda

 

Rain, steam and speed (1844) de Joseph Mallord William Turner


Me dicen unos que hable.

Otros que silencie.

Unos que espere.

Otros, que corra.

Ellos que recuerde,

aquellos que desuelle la memoria a tiras.

Me dicen que las cosas son así.

Así. Jamás. Estuvieron.  

Me dicen y hablan,

escucho y (los) callo.

Al cristal, tumba líquida, velo muda,

como sorda amortajada al repique incisivo.

Si la ventana fuera carne,

lluvia como fuego caería,

ahogando mi pulso en llamas.



4 feb 2025

Sueños al son del rebuzno

 

Burro de Lyudmila Ryabkova

    Entré en la cocina e hice un gesto a Joan para que me mirara. Le señalé el móvil que tenía pegado a la oreja. Entendió que se trataba de la llamada que estábamos esperando. Dejó el vasito de café sobre la encimera y se colocó delante de mí con los brazos cruzados.

    —Vale, sí, sí, ¿hoy?, sí, sí podríamos. —Le agarré a Joan de la muñeca y con un claro gesto le pedí que me mostrara el reloj: las 10.20, dijo en voz alta—. Sin problema, a las 15.00 podemos estar allí. Mándame, por favor, la localización exacta porque en la web no aparece… Ah, perdona, y ¿el precio es negociable? Entiendo, sí… Vale, perfecto, vale, pues hasta esta tarde. —Colgué la llamada y me metí el móvil en el bolsillo del pijama, después miré a Joan fijamente—.  Cariño, necesitamos un coche.

    Mandé un audio a Almudena para pedirle prestado su viejo Citröen Xsara, me contestó enseguida con otro audio explicándome que en una hora salía con Abel y dos de sus amigos a Rascafría, tenían partido. Probé con Bea y, como era de esperar, me dejó muy claro que su BMW solo lo conducía ella. Así que pasamos al plan C. Antes de las 12.00 estábamos en la estación de Atocha ante el mostrador de alquiler de coches. Lo gestionó Joan, no sin darle muchas vueltas, el alquiler se había puesto a un precio prohibitivo en los últimos años. Es lo que hay, amor… me dijo resignado con las llaves en la mano de camino al aparcamiento.

    Ya en la carretera le comenté que tenía muy buenas sensaciones. Algo me decía que aquella casa sería para nosotros, que si las fotos no mentían se conservaba muy bien, es cierto que iba a necesitar reforma, por supuesto, la cocina y baños estaban inhabilitados, pero no sería tanta inversión. Joan sonreía, tiene buena pinta, decía. 

    Miré una vez más las fotos que la inmobiliaria había colgado en la web. Las agrandaba con los dedos y suspiraba, me veía viviendo allí. Tenía porche, tenía terreno y tenía aislamiento social. Una de las fotos parecía haber sido tomada por un dron y se podía identificar la casa más cercana a unos 500 metros, distancia suficiente para creernos estar solos y, al mismo tiempo, sentirnos arropados en caso de emergencia. Todo era perfecto.

    Tras algo más de dos horas conduciendo llegamos. No podíamos fingir, estábamos muy ilusionados. Era obvio que las fotos no decían toda la verdad porque sí, la casa era rústica y grande pero el estado en el que se encontraba era muy cuestionable.  

    —La restauración será un poquito mayor de lo que pensábamos —dijo Joan gesticulando una mueca que me hizo reír. Le di la mano estrujándome contra su brazo y le contesté que me seguía pareciendo de ensueño.

    Esperando al agente inmobiliario, hicimos tiempo paseando por los alrededores. Llegamos hasta la casa del “vecino”, era una casona restaurada al detalle, parecía no haber nadie. Dedujimos, al no oír a perros ladrar, que la utilizarían como residencia de verano. De regreso a nuestra futura casa, enumeré un sinfín de animales que me gustaría tener en la finca. Joan se rio y añadió un burro, lo llamaría Willie Nelson.

    A lo lejos vimos un coche acercarse. Los dos echamos a correr hacia la casa, parecía una competición, Joan me empujaba hacia atrás poniéndome la mano en la cara, yo, desgreñada por completo, le gritaba que no tenía compasión, que me faltaba un ojo, ¡que cómo era capaz!, así que cambió de estrategia y comenzó a empujarme desde atrás. Me iba tropezando con mis propios pies, empecé a reírme, parecía una marioneta con más de una cuerda rota, terminé cayéndome al suelo y Joan, saltándome por encima, me adelantó. Al levantarme, lo vi llegar a la par que el coche, de él se bajó un hombre joven y trajeado, desentonaba con el paisaje, Joan le estrechó la mano y me señaló en la distancia, yo, con sonrisa de político, los saludé. 

    La casa por dentro no nos decepcionó. Una vez más estuvimos de acuerdo en que había mucho trabajo por hacer, el dinero no nos sobraba precisamente, pero el tiempo sí, lo haríamos poco a poco. Hice un par de preguntas sobre el terreno que el joven no pareció entender.

    —Me refiero a la limitación del terreno, ¿dónde limita?

    —Bueno —comenzó diciendo—, generalmente no se limita con cercas, cada vecino sabe cuál es su parcela. Cuenten veinte metros desde el porche trasero y ahí tendrán la limitación.

    —¿Cómo que veinte metros? —preguntó Joan. Me acarició la espalda, reconozco este gesto siempre que se siente algo desorientado y busca tierra firme.

    —La casa se vende con veinte metros de jardín, el terreno no está a la venta. Creía que lo habían entendido. —Joan y yo nos miramos. ¿Qué quería que entendiéramos si el anuncio no explicaba nada del asunto?—. El propietario construirá dos casas más. Algo que, si lo piensan bien, revalorizará el precio de su propiedad el día de mañana. Es más que probable que el camino lo asfalten, no se trata de dos casas sino de cuatro. Todo el mundo sale ganando.

    —¡¿Quién sale ganando?! ¡Es una vergüenza! —espeté con rabia—. ¡¡¡El anuncio no especifica… 

    —Vámonos, amor —me cortó Joan—. Vámonos, déjalo estar, no es lo que buscamos, no hay nada de qué discutir. —Me dio la mano y llevándosela al pecho salimos juntos de la casa.

    Nos montamos en silencio en el coche. No estés triste, me dijo. No lo estoy, mentí. Recorrimos a la inversa el camino de gravilla y vimos empequeñecer ambas casonas. Joan sonrió y señaló su lado izquierdo de la carretera.

    —¿Lo has visto? —preguntó. Me quité el cinturón de seguridad y me incliné hacia su lado, por su ventanilla no veía nada más que campo amarillo—.  ¿No lo ves ahí, amor? 

    —¿El qué…? No… Pero ¿dónde…? —preguntaba con ingenua curiosidad.

    —Ahí, justo ahí, míralo, Willie Nelson, creo que nos está siguiendo.


7 ene 2025

El parador (II)

 

Pensando en Wyeth de Carmen Mansilla

Nota: Este relato es la continuidad de El parador (I), por lo que aconsejo leerlo antes.

Agarré con dos dedos el asa de la tacita de café y le di media vuelta. La ajusté al hueco del platillo y la observé con detalle, después me la llevé a la boca. Con la edad vas cogiendo manías, aunque a mí me gusta llamarlos rituales. Me sequé el labio superior con el inferior y volví a dejar la taza en la mesa con el asa, nuevamente, en el lado contrario.

—¿Ya lo tenéis todo preparado para esta noche? —pregunté a Abel a quien tenía delante. Mateo había subido a la habitación para llamar a sus padres.

—Sí.

Me elevé las gafas con un golpecito rápido en el lado izquierdo. Pesaban demasiado. Me lo advirtió el optometrista, te sientan bien, pero tienes poco puente, se irán resbalando, lo sonreí y le dije que me las quedaba. No han dejado de darme problemas desde entonces, es el precio que debemos pagar las feas presumidas.

—¿A medianoche vais a empezar con la investigación?

—Sí.

—Ya. ¿Has comido bien o te has quedado con hambre? Podemos pedir algo más de postre, ¿quieres?

—No.

Me contestaba sin levantar la vista de su móvil. Supongo que mi presencia le molestaba, a mí el saberlo me incomodaba. Me desabroché la chaqueta, hacía calor para ser octubre. El jardín era bonito aunque se me hacía desordenado. Las mesas se disponían sin una aparente lógica, parecían haber sido colocadas por un grupo de niños al terminar la clase. Eran mesas redondas de hierro y algunas tenían dos sillas, otras cuatro, había una de seis, cuatro de dos y otra a lo lejos de tan solo una, ¡qué disparate! Así que comencé a idear una distribución más armoniosa. Ladeé la cabeza y reorganicé el espacio mentalmente.

—¿Qué haces? —preguntó Abel.

—Nada —contesté.

—¿Qué estás contando?

—¿Contaba en voz alta? —solté una carcajada—. Pues no lo sé.

—Puta chalada...

Lo miré un instante y le pregunté si ya había llamado a su madre para darle las gracias.

—¿Gracias de qué?

—Este parador no es barato. Llevas tiempo queriendo venir y ella lo sabía. Ha sido un bonito detalle.

—¿Para quién? ¿Para mí o para ella? Le ha faltado tiempo para soltarme aquí y así llevarse a la abuela a Valladolid.

—¿Eso te ha molestado?

—¡Me la suda!, ¿vale? ¡Joder! ¡Comedme todos la puta polla!

Le hice un gesto para que bajara el tono y le pedí que me hablara con respeto porque si no nos volveríamos a Madrid en el siguiente tren, le expliqué con inquebrantable serenidad que no había construido mi vida para compartir mis cafés con adolescentes alterados. Amaba profundamente el orden y la tranquilidad de cada uno de mis días gracias a todas las decisiones que había ido tomando para conseguirlo, por ello, a mis cuarenta y siete años no estaba dispuesta a sacrificarlo ni siquiera durante un fin de semana. Por último, le avisé de que era una mujer de mecha corta y sin remordimientos, que lo interpretara como buenamente pudiera.

—¿Me has entendido? —Abel asintió y se agachó colocando los codos sobre las rodillas—. Bien, pues hablemos. ¿No te parece bien que tu madre lleve a tu abuela a Valladolid?

—No es un puto trasto —dijo sin levantar la vista.

—No, no lo es, claro que no. Pero Sabina tiene muchas dificultades para ser autosuficiente, ya lo sabes. Tu madre no puede hacerse cargo, es un problema del que tus tíos también deben responsabilizarse.

—Que la dejen en paz…

—No es tan fácil, Abel.

—¿Quién va a hacerse cargo de ti? —preguntó alzando la cabeza.

—Nadie tiene que hacerse cargo de mí.

—Ahora no. Pero cuando seas una puta vieja, ¿qué? Si ya estás mazo chalada, imagínate en unos años. —Crucé los brazos y me recosté sobre el respaldo de la silla—. Tranquila, tienes suerte, no tienes hijos.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que nadie va a decidir por ti. Te morirás sola en tu puta casa, esa del pueblo que te vas a comprar con Joan, y te comerán los doscientos gatos que habrás acumulado porque terminarás en plan pirada total.

—Ya. ¿Y te parece una bonita manera de morir? ¿Quieres eso para tu abuela?

—Joder, macho, Elvira, no es lo que yo quiera, es lo que cada uno decida, que me la suda te digo, ¡pero, joder, son viejos no putos retrasados! —Respiró un poco—. Mi abuela quiere estar en su casa en plan tranquila con su puto huerto y sus putos animales, ¡y ya! Pero la van a matar llevándola de aquí para allá.

—Sabina no puede estar sola en aquella casona.

—Tú tampoco podrás y lo estarás. Y yo. Tenemos suerte. No serán nuestros hijos quienes nos maten.

—Abel…

—Llama a mi madre y dale tú las putas gracias. Por mí como si se muere, como si se mueren las dos.

—Abel… Abel, siéntate, venga, no te vayas, sigamos hablando, ¡Abel!

Lo vi alejarse, hacia a la entrada del parador, desgarbado y oscuro.


(Continuará...)


 

9 nov 2024

El parador (I)

 

Psycho de Francesco Francavilla

Siempre tuve claro que lo de tener hijos no era para mí. El planeta jamás necesitó de la existencia de mis vástagos y eso lo supe ver. Somos muchos, alguien tenía que dejar de parir y me presenté voluntaria. Además, concebí la vida como un paseo sin responsabilidades, entiéndase, las básicas sí, pero ninguna añadidura extra que hipotecara mi tiempo libre. Porque quien verdaderamente es consciente de que lo dispone, lo disfruta perdiéndolo. El malgaste temporal es el cuarto pecado capital para aquellos que desoyeron el aviso terrenal de aforo completo. Cuidad de vuestros hijos, infelices, y justificad la desdicha que os acosa incansablemente con la farsa de la plenitud humana. Sed rebaño de un torrente ciego y sentíos parte indispensable de una sociedad trilera. Que yo, libre y angosta, me retozaré siendo…

—¿Te refieres a los dos?  —pregunté por teléfono.

—Sí, a los dos —contestó Almudena—. Son chavales majos, tienen sus cosas, pero no te van a dar guerra en todo el fin de semana, te lo prometo. Elvi… por favor… Dime que te los llevas.

Había decidido no tener hijos, sin embargo, me había sido imposible no enamorarme de mi mejor amiga, quien como madre soltera, delegaba en mí a su querubín de quince añitos de vez en cuando.

Almudena debía llevar a su madre, con una demencia senil bastante preocupante, a Valladolid a casa de su hermano. El estado de la madre provocó que los tres hermanos se pusieran de acuerdo para repartírsela cuatro meses al año, como el San Pancracio que rotaba en el vecindario de mis padres cuando era pequeña.

Era sábado por la mañana y estaba con Abel y su amigo, en la estación de Chamartín esperando a nuestro tren para ir a un parador de la provincia de Salamanca. Almudena le había regalado a su hijo una estancia en este parador por tener fama de estar encantado y de escucharse los llantos de una mujer en sus pasillos. Abel llevaba tiempo siguiendo podcast y programas de misterio y había decidido documentar la experiencia de Salamanca con su amigo.

—Mateo te llamas, ¿verdad? —dije. El chico asintió y se dio media vuelta—. Bueno, pues nos lo vamos a pasar muy bien los tres. —Abel también me dio la esplada y yo fijé la vista en el panel de salidas rogando ser engullida por un agujero de gusano para estar ya de vuelta.

En el tren los chicos se sentaron juntos. Parecían dos cucarachas con capucha. Habían reclinado los asientos y repanchingados miraban las pantallas de sus móviles con auriculares. Yo, como buena señora de casi cincuenta años, había ocupado el asiento de delante, había sacado el libro y el botellín de agua del bolso, el cual lo había colocado bajo el asiento delantero, y con los brazos cruzados inspeccionaba que nadie subiera una maleta de gran peso en la parte superior.

—Perdone, perdone —avisé a un hombre de poco más de treinta años—, considero que esa maleta es demasiado grande, así que para que no haya incidentes mejor déjela al final del pasillo, en el área de maletas.

El hombre me miró, pero no dijo nada, alzó la maleta y la colocó en el compartimento de arriba. Su acompañante le preguntó por mí, por lo que le había dicho.

—Nada, una loca… —contestó.

¿Loca yo, caballero? Apreté los labios y emití un suspiro lo suficientemente alto para que lo oyera. Quería incomodarlo, no lo conseguí, otra cucaracha que se puso sus auriculares. Pegué un traguito de agua y, después de estirarme cuatro veces el jersey por la parte de delante, volví a cruzar los brazos en busca de mi siguiente víctima.

El tren arrancó y del bolso saqué un paquete de Sugus.

—¿Un Sugus, chicos? —pregunté dándome la vuelta. Metí el paquete entre el hueco de los dos asientos. Abel se quitó un auricular.

—Paso de esa mierda —dijo.

—Genial. ¿Un Sugus, Mateo? —El chico levantó los hombros y miró a su amigo—. Coge si quieres —insistí. Alargó el brazo y metió la mano en la bolsa de plástico, sacó un puñado. Luego abrió la palma y me los enseñó.

—Cojo estos, ¿vale?

—Claro, los que tú quieras.

Abel lo miró y le robó un par de ellos de la mano. Me reí y me di la vuelta.

Tras un viaje tranquilo y antes de que hubiera podido empezar la pagina 103 de la novela, la megafonía del vagón anunció nuestro destino.

—¡Chicos! —exclamé poniéndome de pie—. Nos bajamos aquí. Coged las mochilas, ¡vamos!

Una vez en el andén miré a derecha y a izquierda y me di cuenta de lo poco que conocía mi país.

—¿Estás segura de que es aquí? —preguntó Abel, creo que con la misma inquietud que la mía porque aquella estación, por llamarla de alguna manera, estaba en medio de la más absoluta nada.

—Tu madre eso me dijo… —Leí de nuevo el cartel con el nombre del pueblo salmantino que colgaba del tejado de aquel apeadero y fingí tenerlo todo controlado—. Aquí es, aquí es. ¿Tenéis todas vuestras cosas?

Decidí tirar hacia la izquierda, como siempre hago, y justo en el andén de enfrente apreció una mujer bastante mayor con una niña de la mano. La saludé y le pregunté por el parador. Me dijo que sí, que era allí, que a seis kilómetros por carretera lo encontraríamos. Los chicos protestaron sin disimulo. Le pregunté si el camino resultaría peligroso, pero enseguida lo negó, dijo que apenas había tráfico. Salimos de la estación y tomamos la carretera. Comenzamos la marcha en fila de a uno por el estrecho arcén.

—¿Así seis putos kilómetros, Elvira? —Abel desde la posición del medio.

—¿Se te ocurre algo mejor? —yo desde la primera posición.

—¿Por qué no hemos venido en coche? —Mateo, el tercero.

—¿Por qué es ciega? —el segundo.

—¿Quién? —el tercero.

—Esta —el segundo señalando a la primera.

—¡No soy ciega! —yo—. Solo me falta un ojo y medio.

—¡Pues ciega! —el segundo otra vez.

—¿En plan ves sombras o en plan ves borroso y negro? Lo digo porque igual otro debería ir el primero —el tercero.

—Mateo, en plan hazme un favor y cómete un Sugus. —yo.  Abel se rio y pidió que paráramos.

Bebimos un poco de agua y tras conectar el GPS de su móvil, Abel tomó la primera posición, yo la segunda y Mateo seguía en la tercera. Este último, desconfiado, me preguntó si la enfermedad que me estaba dejando ciega era contagiosa, Abel volvió a reírse y lo llamó puto gañan. Le expliqué que no, que era hereditaria, que podía tocarte o no, como la lotería.

—Entiendo —dijo—. Yo tengo pie griego, lo he heredado de mi madre. ¡Ah y mira!, ¡mira! —exclamó y me hizo dar la vuelta y me mostró un lunar en la sien—. Este es de mi padre. Heredado también. Estamos jodidos, Elvira, con nuestros genes.

Intenté no reírme y asentí con la mayor empatía que pude encontrar en ese momento. Lo cierto es que, tras aquel acercamiento debido a nuestro defectuoso ADN, me contó las estrategias que tenían programadas para pillar a la mujer llorona de los pasillos del parador. Según lo iba explicando, Abel le puntualizaba con seriedad algún detalle desde la primera posición, se había erigido como cabecilla del grupo, riéndose a ratos con cierta condescendencia, como si estuviera en un estrato superior, más maduro y responsable. Y en ese momento, recordé las palabras de mi amiga “son chavales majos”, lo son, sí.

Tras casi una hora caminando por asfalto, encontramos un cartel que nos indicaba la desviación para llegar al parador. El camino se convirtió en gravilla y arena y continuamos durante unos veinte minutos más hasta encontrarnos frente a un viejo edificio de piedra de más de doscientos años.

—Bueno, chicos, pues aquí están vuestros fantasmas —dije.

Ellos ocultaron la sonrisa tras sus capuchas y entramos al parador.


(Continuará…)

 

6 oct 2024

Bucolismo en un biplaza

 

Dos viejos comiendo sopa de Francisco de Goya (Museo del Prado, Madrid)

—Podría haber venido Joan, ¿no? Digo yo que también será su casa.

—Beatriz, tienes un biplaza, ¿lo habrías metido en el maletero?

—Mira, Elvi, no vas a conseguir que me sienta culpable por tener un nuevo BMW. ¿Por qué todos los comunistas sois así? ¡Jodeos por vivir en la inmundicia, no es nuestro problema! ¿Tú no eres feliz con la chatarra de tu amiguita Almudena?, os la presta a todos, ¿no?, esa antigualla verde metalizada que ni sé cómo no está en el Museo Arqueológico, ¡cualquier día os matáis en ella! Sois unos inconscientes, pero, claro, en eso radica ser roja, ¿verdad?: en ser una inútil, no facturar y, culpando al sistema capitalista, decir que lo tuyo es mío y lo mío ya veremos, ¡lo mío ya veremos!

—Beatriz, este coche te lo acaba de comprar tu padre.

—¿Y qué quieres decir con eso?

—Nada, no quiero decir nada. —Suspiro y sigo mirando a la carretera.

—Si lo que tienes es envidia, chica, le digo que te compre otro a ti.

Me mira con sorna y nos reímos. Tener de vuelta a Beatriz en mi vida es volver a contemplar la vida desde otra perspectiva y eso me divierte. Lo cierto es que la había echado mucho de menos. La personalidad de Bea encendía cada momento que comparto con ella. Sí, es cierto, tengo envidia, no precisamente de su caprichoso BMW Z4 sino de su fuerza y seguridad en sí misma. Podía convencerte del mayor disparate jamás contado solo por cómo lo estaba exponiendo, te llevaba a su terreno con tal zalamería que nunca nadie le negaría nada. Y por ese motivo le había pedido que me acompañara. En la búsqueda de nuestra casita de campo, Joan y yo habíamos visto una en la Sierra del Segura. En realidad, se trataba de una casona derruida y un establo en medio de la nada, sin embargo, la podíamos pagar y ya veríamos cómo sacarla adelante. Aun así, queríamos bajar el precio, cuanto más pudiéramos reservar para la reforma, mejor. Y nadie como Beatriz para negociar una venta y salir ganando.

Llegamos y Bea sale del coche con coquetería poniéndose las gafas de sol y sonriendo al hombre de la inmobiliaria que espera frente al terreno. A mí me cuesta algo más, enseguida me doy cuenta de que desencajarme de aquel deportivo no iba a ser cosa fácil. Primero me agarro con una mano al techo, pero así, mis cortas piernas no alcanzan a tocar el suelo, así que las vuelvo a meter; esta vez me sujeto a ambos lados de la puerta, en cruz, y con impulso saco las piernas y de puntillas toco el suelo, sintiendo tierra firme voy arrastrando el culo hasta ponerme al filo del asiento, pego un salto y salgo con un gritito.

—Es discapacitada —señala Beatriz al hombre quien no deja de mirarme perplejo.

El hombre nos muestra la casa. La miro desde fuera y decepcionada digo:

—No tiene porche.

—¿Porche?, no tiene paredes... —añade Beatriz.

—Señoras, estamos ante una finca rústica con casi diez mil metros cuadrados de terreno. Podrán poner los porches que deseen una vez sea suya.

—A mí no me mire, la que quiere estas cuatro piedras es la tullida.

Sonrío al señor y él, acercándose, empieza a dibujar en el aire el plano de una supuesta casa de tres plantas conectada con el establo a través de un pasillo exterior de cristal.

—¿Lo ve? —me pregunta.

—Lo veo, lo veo —y vuelvo a sonreír con la misma condescendencia que antes.

Beatriz entra en conversación y con verdadero encanto le hace ver al gestor que semejante reforma triplicaría el gasto que había previsto, él parece entenderla, no obstante, le asegura que el terreno en sí ya vale el precio fijado. Me alejo de la discusión y camino sin rumbo, sigo un sendero que parece haber sido marcado por pisadas de ganado. A unos trescientos metros veo una casita. Me acerco, está a medio vallar, bastante descuidada, diría que abandonada. El ladrido de un perro me asusta y me alejo unos pasos, pero al ver un juguetón Border Collie, me acerco de nuevo. Hola, le digo, ¿vives aquí?

—¿Esperas que te conteste? ¡Es un perro!

Levanto la cabeza y en la entrada de la casa hay una vieja sentada en lo que parece una silla roñosa de playa.

—¡Hola! —saludo gritando—. ¡Pensaba que la casa estaba abandonada!

—Estoy medio ciega no sorda, deja de gritarme de esa manera.

—¡¡Lo siento!!

—Y dale… Anda, entra antes de que me sangren los tímpanos.

Abro una destartalada puerta de madera con alambre y entro en su terreno. Junto al perro, atravieso un pequeño jardín lleno de maleza.

—Hola —digo al llegar a la entrada.

—Hombre, sabes hablar en un tono normal.

—¿Vive usted aquí sola?

—¿Te parece que mi perro no es suficiente compañía?

—No, no, claro, o sea sí, sí, un perro lo es todo. Yo tengo un gato.

—Odio los gatos.

—Vale.

—¿Qué haces aquí?

—Usted me ha dicho que entrara porque estaba gritando demasiado.

—Esta conversación va a ser larga… Que qué haces aquí, en medio de la nada.

—Ah, he venido a ver la finca de arriba, igual la compro.

—¿La finca de los Gallardo? ¿Por qué?

—Mi chico y yo queremos dejar la ciudad, hay muchas cosas que ya no entendemos de ese estilo de vida.

—Ya. ¿Y creéis que vais a entender el estilo de vida del campo?

Levanto los hombros.

—No lo sé, pero parece un mejor lugar para vivir, más bonito.

La vieja suelta una fuerte carcajada.

—¿Más bonito?

—No quiero decir la apariencia, sino me refiero a bonito en esencia, todo aquí es más puro.

—¿Puro? ¿Quieres que te cuente algo puro? —Vuelvo a levantar lo hombros y la vieja comienza—: Mi marido murió hace cuatro años, aquí, en esta casa. Se levantó mareado, que no quería café, me dijo. Bueno, pues tómate aunque sea un poco de zumo, te hará bien. Se desplomó en la cocina. Los Gallardo habían dejado la finca hacía casi 20 años y los Benjumeda se habían ido a pasar la pandemia a casa de su hijo mayor. Me quedé sola y aislada, sin poder conducir por esta ceguera que tengo. Los servicios de emergencia, con la que estaba cayendo, aparecieron diecisiete días después. Diecisiete días conviviendo con mi marido muerto. Dime, guapa, ¿te parece bonito?

Beatriz me ve aparecer a lo lejos.

—¡¿Dónde te habías metido?! ¡¿Sabes que hay animales salvajes por aquí?!

Me acerco y contesto que lo siento, que estaba por ahí, que se me fue el tiempo. Beatriz me agarra por el brazo y al oído me susurra que ha conseguido bajar veinte mil euros del precio.

—No la quiero —le digo.

—¿Cómo que no la quieres? ¿Estás loca? No vas a encontrar nada mejor. ¿Por qué no la quieres?

—Porque no tiene porche. Vámonos.