Eran las nueve de la mañana, cerraba la puerta de casa mientras los gritos de mi viejo vecino me taladraban el oído derecho. Intenté disculparme lo más rápido posible, no por sentirme culpable sino porque llegaba tarde a la universidad. Parecí convencerlo de mi inocencia y, tras un par de gritos más, me dejó marchar.
Vivía en una pequeña casa de una sola planta, en un barrio típicamente americano. En su día la dividieron para hacer dos apartamentos que compartirían la pared del salón y del baño, además del jardín trasero y las escaleras de la entrada.
Tres días más tarde de aquel episodio, me levanté con energía suficiente como para hacer peras al vino. Sólo había un problema, no tenía vino. Miré por la ventana de la cocina y vi que llovía, así que el ir a la tienda quedaba descartado. Me preparé un café para pensar mejor. Rebusqué en mi pequeña bodega y en la nevera y las posibilidades eran las siguientes: peras al Martini rojo, a la cocacola, a la cerveza, a la leche, al jerez o al zumo de tomate. Bien, creo que al jerez puede colar, pensé.
Después de una hora tenía cuatro peras borrachas de jerez caramelizado en una cazuela. Probé una y fui incapaz de terminarla, estaba tan rasposa que se me pusieron las papilas como escarpias. Necesitaba volver a pensar así que me hice otro café. Después del segundo trago me empecé a reír, tenía claro qué iba a hacer.
Metí las tres peras restantes en un tuper, me puse un jersey y toqué la puerta a mi vecino. Con una enorme sonrisa se las ofrecí y le pedí disculpas por molestarle siempre con mi música. El hombre estaba completamente sorprendido, apenas atinó a darme las gracias.
Dos días después me devolvió el tuper con pastel de brócoli dentro, y me aseguró que la música no le molestaba siempre, sólo un poco por las mañanas. Le invité a tomar un café y a compartir el pastel de brócoli. No quise comérmelo sola, tenía miedo de que estuviera rasposo también, pero descubrí que mi vecino, a pesar de su ruda apariencia, era un excelente cocinero y una maravillosa persona.
Dos semanas más tarde, cuando llegué a casa me paré en las escaleras y las miré. Mi vecino estaba colocando una de sus plantas en el segundo escalón.
—Oh, Fred, tenemos que hacer algo con este porche —dije con aire pensativo.
Fred se tuvo que sentar en las escaleras porque creía morirse de risa.
—¿Porche? Pero, princesa, ¿dónde ves un porche? —me preguntó entre carcajadas.
Bien, vale, no era propiamente un porche sino cinco escalones desnivelados con una oxidada barandilla a cada lado, y un diminuto descansillo ante las dos puertas.
—Creo que podemos pintar la barandilla… —dijo la princesa propietaria de un palacio.
—Eres adorable, chica, haz lo que quieras pero antes llama al dueño, no quiero problemas, ya sabes cómo es. Además es mejor que lo llames tú porque yo siendo negro creo que puede malinterpretarlo.
Me reí, pero desgraciadamente no le faltaba razón.
Ese mismo fin de semana empecé con la pintura.
—Fred, ¿rojo o negro? —pregunté a mi vecino, mostrando los dos botes de pintura que me había regalado un compañero del departamento.
—Mmm… ¿y si los mezclamos…? —contestó Fred ladeando la cabeza.
—¡Aye! ¡Genial, GRA-NA-TE! —estaba completamente fascinada.
Fred se ofreció a hacer la mezcla y a surtirme de cerveza a cada rato pero me dejó por entera la función de pintar, decía sentirse demasiado viejo.
Después de casi tres horitas de trabajo, estábamos los dos frente a las escaleras observando nuestra obra de arte. Subimos hasta el descansillo y Fred me pidió que esperara un minuto. Al cabo de un rato salió con dos sillas.
—Una para ti y otra para mí —dijo y cogió dos cervezas de la caja ofreciéndome una—. Una para ti y otra para mí —repitió—. Ahora sí que es un porche, princesa, porque tenemos barandilla granate como los reyes. ¡Hey, buenas tardes, Chad! —gritó levantando su brazo a nuestro vecino de enfrente que aparcaba el coche en ese momento.
—¡Hey, Fred! ¿Cómo va eso? —saludó Chad.
—Aquí, disfrutando del porche.
—¡Ja, ja, ja, ja! Del porche, dice, ¡serás cretino, Fred!
Le acompañé en la risa, la situación era de lo más disparatada pero me encantaba.
—No hagas caso, princesa, seremos la envidia del vecindario —me aseguró Fred en tono confidencial.
—Ven, Chad, te invitamos a una cerveza en nuestro porche —dije riéndome todavía.
Fred me miró enfadado y luego, dirigiéndose a Chad, añadió:
—Vale… puedes venir... pero ¡la silla te la traes tú!
Fred me miró enfadado y luego, dirigiéndose a Chad, añadió:
—Vale… puedes venir... pero ¡la silla te la traes tú!
5 comentarios:
jajaj, paula genial!!! pero una cosita, la ultima frase... es tipicamente tuya!!!! no de Fred, jajajaaja
Me encanta Paula! personajes nuevos. Fred es un amor y además, negro como Obama, jajjjaa... me encanta! Beso gordo!
Me ha encantado que te llames Elvira Rebollo. Por qué asi me toca todo Elvira por abuela y rebollo por ancestros.Es la primera vez que escribo es una pagina tan dicharechera.
Espero que llegue a su destino y luego ya te escribire más cosas. Hasta pronto Elvira Rebollo
Ja, ja, ja!! gracias, Maria Jesús, me hace mucha ilusión verte por aquí. Eres una máquina con esto del internet. Besoooooooooossssss!!
Hola Elvira:
me alegro qué te haya llegado. Para mi es como una gran obra.
Estoy muy contenta de pertenecer a tú grupo de amiguitas.
Hasta cuando puedas.
Muchos besos de maria Jesús
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