3 dic 2008

La 64


—Perdón, perdón, perdón… —dije mientras entraba en la parte de atrás del coche.
—Tres minutos tarde, señorita —puntualizó Teresa mientras me ofrecía su mejilla desde el asiento del conductor, la besé.
—¡Eres una pesada, nena, una pesada!
—Oh, vamos, Margaret, Teresa dice que sólo han sido tres minutos.
—Teresa puede decir… Mira lo que puede decir —Margaret se colocó la mano en la boca y me lanzó una pedorreta. Teresa y yo reímos con ganas.
—Vale, ¿estamos todas?, pues hala, ¡en marcha!
Teresa dio el pistoletazo de salida. El viaje acababa de empezar. Las dos hermanas octogenarias me llevaban a Charleston a un concierto de la Orquesta Sinfónica de West Virginia.


Teresa era ex profesora de música en la misma universidad en la que yo daba clases, y hablando un día de esto y aquello no pudo creer cuando le dije tan frescamente que la música clásica no me gustaba. No entiendo, me espetó, no la entiendo, señorita, me quiere decir usted ¿a cuántos conciertos ha ido? ¿Conciertos…?, me pregunté a mí misma, pues… ¿dos?, ¿tres? Teresa se llevó la mano a la cabeza. Bien, todavía estamos a tiempo de desbestializarte, te llevaré a quinientos conciertos mientras estés aquí, me dijo amenazantemente, y después te volveré a preguntar si te gusta la música clásica y será entonces cuando me darás una respuesta desde el conocimiento. ¡¡¡¿A quinientos?!!!!, ¿pueden ser cuatrocientos noventa y siete?, anda, Teresa, ten en cuenta que ya he ido a tres. Me gané un cachete en la cabeza.

—A ver, sujétame un momento el bolso, nena, que quiero… vaya, por dios, hija, qué complicado, a ver, pero ¿quieres sujetar? —Margaret sostenía en el aire su bolso con una mano y con la otra una pequeña almohadilla para aposentar, cómodamente, sus riñones en el asiento.
—Perdón, estaba en otro lado —dije apresurada no fuese a ser que empezara con su retahíla.
—No, eso seguro, nena, ¡aquí no estabas! Yo sin poder moverme pero tú en otro lado, claro que sí. Pues, anda, ayúdame.
Le cogí el bolso y lo puse junto a mí en el asiento de atrás. Luego me acerqué hacia adelante para poder ajustarle la almohadilla.
—A ver, no, nena, tira de aquí, que yo me pongo más así, ¿ves? A ver, tira —y yo tiré—, pero no tan fuerte, bruta, que me la has sacado de lado, ¿ves?
—A ver, Margaret, pues intenta inclinarte hacia adelante porque si no va a ser imposible —quise explicarle.
—Es que no es inclinarme hacia adelante, nena, es hacer las cosas bien, y tú no tiras como debes. Sácalo otra vez y ahora tira así, pero así, no así, ¿eh? Así.
—Vale… ¿así?
—No, así, así, para acá, dale para acá, pero sin arrugarme la chaqueta, ¿eh?—intenté seguir sus instrucciones—. Eso, así, ves como así sí puedes, hala… ¿Ya?, ¿eh, nena?, ¿ya?
—Pues… creo que sí… ¿qué?, ¿bien?
Magaret se frotó la espalda contra el asiento, me recordó a Baloo, parecía estar cómoda porque no me contestó, así que era buena señal.

Empezó a llover torrencialmente, casi no podíamos ver la carretera, Teresa iba muy despacio, todavía no habíamos salido de Huntington.
—Madre mía, la que está cayendo —dijo Margaret— fíjate, fíjate, uy… cómo cae.
Teresa fue disminuyendo la velocidad hasta dejar el coche aparcado al lado derecho de la carretera.
—Elvira, cariño, conduce tú, que a mí con tanta lluvia me da miedo, ya no tengo los reflejos de antes —Teresa, sin darle mayor importancia a sus palabras cogió un paraguas plegable de la guantera, salió del coche, me abrió la puerta y me empujó hacia fuera.
Quise quejarme pero no me dio tiempo, en unas décimas de segundo me vi fuera del coche empapándome mientras las dos hermanas ya estaban colocadas de nuevo en el interior.
Toqué la ventanilla del conductor para que me abrieran la puerta, ¿qué demonios había hecho Teresa para cerrarla?
—Chicas, abridme, abridme, que me mojo, ¡chicas! —aplasté mi nariz contra el cristal, y las vi discutiendo sobre si yo ya te dije que llovería y tú no me hiciste caso, y qué más dará, pero no da igual, porque a ver ahora cómo llegamos y encima sin llamar a Carol que estará esperando pero lloviendo seguro que se va—. ¡CHICAS! Abridme la puerta —pero nada, ellas seguían que si Carol tiene móvil, pero que no, porque nunca lo lleva encima, que ya verás tú, que es por tu culpa, perdona, pero haberla llamado tú—. ¡POR FAVOR, abrid, la puerta! —volví a golpear con fuerza la ventanilla y me tragué un profundo joder que rebotó histérico en mi estómago.
Teresa desde la parte de atrás me abrió, por fin, la puerta.
Con absoluta calma entré en el coche, apoyé mis botines en la alfombrilla mientras hacían chof-chof, cerré la puerta y con un golpecito de dedo lancé la gota que caía por mi nariz. Intenté despegarme un poquito los vaqueros mojados para no coger una cistitis y giré la llave de contacto.
—Uy, te has mojado, nena…
—Pues sí… un poquito, porque no me abrías la puerta.
—La culpa es de Teresa, no ves, nena, que si me muevo se me cae la almohadilla y vuelta a empezar.
Suspiré atándome el cinturón de seguridad.
—Vale, y ahora ¿cómo se llega a Charleston? —pregunté sin mucha gana.
—Es la 64 —contestó Teresa.
—Sí, nena, la 64 y ya llegamos.

La 64 era la autopista mágica porque te llevaba a cualquier sitio de West Virginia. Necesito ir al aeropuerto: la 64, ¿el centro comercial?: la 64, ¿para llegar a Porstmouth?: la 64. Tanto que un día me dieron las mismas indicaciones para llegar al supermercado y terminé en Ohio.
—Luisa, estoy en Ohio —dije a mi jefa por el móvil desde dentro del coche.
—¿Qué haces en Ohio, guapa? Pensaba que te ibas al supermercado, como me has preguntado antes de marcharte, pues… he dicho, ésta irá al súper, ¿no?
—Sí, Luisa, pero he tomado la 64 y he llegado hasta Ohio y ahora no sé cómo volver.
La pude oír morirse de la risa.
—Ay, ay, que me muero, espera que esto se lo tengo que contar a Doug, espérate un momento —se apartó un poquito del auricular y gritó—: Es Elvira que iba al supermercado y ha terminado en Ohio —oí el ataque de risa de su marido—. Oye, me dice Doug que eres muy graciosa, y que cuando te vuelvas te vengas a cenar y nos lo cuentas que queremos reírnos.
—Vale, Luisa, ¿pero cómo vuelvo?
—Pues por la 64.


Dejamos Huntington y tomamos la 64, sabía que hasta Charleston era una horita así que tenía 60 minutos en línea recta sin preocupación, ya veríamos qué hacer en el minuto 61.
—Pues, me dijo la chiquita de la tienda que ésta era mejor, pero, oyes, fue abrirla y me encontré con una pasta así, como así, como… blanda y plof, plof, vamos de plof, ¿no? Bueno, pues digo: esto me lo tengo que colocar, y me esparzo así, y así por el pelo, mira, nena, por toda esta zona de atrás, mira, nena, mírame.
—Bueno, Elvira, ¿entonces te gusta Mahler? —me preguntó Teresa desde atrás.
—Bueno… pues si te digo la verdad, poco conozco de él —contesté.
—Pero mírame, nena…
—Ay, Margaret, que estoy conduciendo, a ver… —cuando vi que la carretera estaba libre de peligro, eché un vistazo al pelo de Margaret—, ya pues muy bien te ha quedado, ¿no?
—Pues no, no, no, porque la pasta ésta me ha chafado el pelo, ¿ves? Todo chafado. Mírame, nena, mírame como se me ha quedado, yo a la chiquita ya le he dicho que para volumen, con mis cuatro pelos tú me dirás, pero oyes, todo chafado, no me miras, nena, mira, mira.
—Hoy será la Sinfonía número tres en D menor, creo que te gustará porque es muy visual, representación de la vida del campo y luego ¡POM! —ay, di un pequeño brinco en el asiento, me asustó—, la guerra, la lucha, el sufrimiento. Entonces podemos pasar de un amarillo chillón…
—Mírame, nena…
—A ver… espera un momentito, Margaret.
—¿No? Te digo de ese amarillo chillón, esos clarinetes, trompetas y los fagot al negro intenso con mucha percusión.
—Ya… o sea… amarillo, ¿no…? —Hablaba un poco tensa porque no terminaba de adelantar a aquel camión que era gigantesco, pero qué enormes eran los camiones en América—, y… flauta…
—No, clarinetes y trompetas.
—Chafado, chafado, pero ya le voy a decir a la chiquita, mira, bonita, de volumen nada…
—Ah… vale… clarinetes y luego negro, porque… —un poquito más y ya tenía casi adelantado al camión—, porque llega la guerra ¿no?
—¡NENA! PARA, PARA —gritó Margaret completamente histérica.
—Pero, ¡¡¡¡¿qué pasa?!!! —pregunté aterrada.
—Qué necesito ir al baño y no me aguanto.
—Ya estamos otra vez… —farfulló Teresa.
—Por favor, Margaret, casi me matas del susto, a ver, que estamos en autopista, déjame encontrar una estación de servicio…
—Pues me cago aquí mismo, nena, yo ya no tengo edad como para sostener un apretón.
—¡Margaret!, ¡Margaret!, ¡Margaret! ¡Por favor, pero, por favor! —dije escandalizada, porque las personas mayores no tenían necesidades fisiológicas, como tampoco las tenían los modelos de Calvin Klein.

En diez minutos aparcamos en una gasolinera y Margaret pudo ir al baño. Yo la esperaba al otro lado de la puerta porque le daba miedo quedarse sola en aquel baño. Teresa estaba en la tienda de comestibles.
—¿Nena?
—¿Qué?
—No hay papel…
—¿No? Ay madre, pues déjame mirar en mi bolso a ver si tengo pañuelos.
—No, que esos no valen, se me rompen y termino con los dedos en el culo.
—¡Margaret!
—Quiero papel del gordo, del de las capas, de las muchas capas.
—Vale, bueno, Margaret, pues salgo y voy a la tienda a comprar papel, ¿vale?, no te muevas, ¿eh?
—Pero, ¿adónde quieres que vaya con esta pinta?
En la tienda compré un paquete de cuatro, a la hora de pagar me encontré con Teresa que le estaban cobrando tres chocolatinas.
—¿Y eso? —me preguntó Teresa mirando el papel higiénico.
—Es para tu hermana.
—¿Para limpiarse el culo?
—Por favor, ¡dejemos de ser tan explicitas!

Ya de vuelta en el coche respiré aliviada hasta que…:
—Nena…
—¿Qué…?
—La almohadilla, colócamela así… pero así, ¿eh?, así…
Quince minutos después pude arrancar. Llegamos a un cruce.
—Y ¿ahora? —pregunté en alto.
Eso era lo que más me desesperaba de West Virginia. Quizá por su carácter humilde y casero eran pocas las cosas que estaban señalizadas, todo se daba por sabido.
—Pues… ahora… será para la derecha, ¿no?, o… la izquierda… —titubeó Teresa.
—Izquierda, nena, izquierda seguro.
—Mira que si nos equivocamos volvemos a casa sin haber visto el amarillo ni el negro de Mahler, ¿eh? —dije con solemnidad.
—Derecha —dijo Teresa.
—Izquierda, nena.
Finalmente tomé la izquierda. Teresa repartió las chocolatinas. Las íbamos comiendo mientras Margaret comenzó a contarnos, otra vez, sus problemas capilares y Teresa se empeñaba en darme una clase magistral de historia de la música.
Las tres enmudecimos cuando vimos el enorme cartel verde sobre la autopista indicando que quedaban doce millas para llegar a Huntington.
—Bueno… —empezó Teresa diciendo— pues para retomar el camino a Charleston a ver quién es la próxima que se caga.

3 comentarios:

Kaña-mon dijo...

Hahahaha, por finnn, como te hemos echado de menos tus fans...(mañana otro, jijijijjij)
Musukis

María Jesús Rebollo dijo...

Has estado genial Elvira me he reido cantidad.Escribes con una gracia especial.Eres tan expresiva en tús relatos que no dejas de sorprenderme.Sigue asi que me lo paso muy bien disfruto mucho con estas historia.Pero tienes que escribir más.
Muchos besos y hasta pronto

Anónimo dijo...

West Virgina, such a beautiful place