26 oct 2009

Con corazón de papel de aluminio

Querida, Elvira:
Este email trae consigo una triste noticia. Hoy de madrugada, mientras dormía, el abuelo…
No pude seguir leyendo, porque solamente aquella línea me heló la sangre. Estaba acostumbrada a la frialdad de mi padre pero comunicarme aquello por email, sobrepasaba la línea de lo anímicamente saludable.
Me llené de una densa tristeza que trepaba lenta y torpe, congelándome las entrañas. Con dolor me levanté del escritorio de mi salón. Entré en el baño y me agarré al lavabo con una mano mientras, que con la otra, apretaba mi estómago. Necesité tres bocanadas de aire antes de poder escupir el primer sollozo.



―Abuelo, he venido a despedirme ―dije sentada, en una sillita, junto a su cama―, mañana me voy.
Intentó decirme algo, así que me acerqué mucho a él. Estaba muy delgadito, ya casi no podía hablar.
―¿A China? ―repetí su pregunta en alto para que me corrigiera si es que no le había entendido bien. Él asintió. Yo me reí―. No abuelo, no, ya no vivo en China, ahora vivo en los Estados Unidos, ¡con Obama! ―y solté una carcajada que él intentó imitar con una leve sonrisa dibujada en sus labios.
Me volví a acercar a él y le acaricié la cara. Tenía un ojo cerrado y el otro apenas podía abrirlo, sólo un poquito, lo justo para reconocer las caras. Sacando la mano de entre las sábanas me agarró un mechón de pelo, casi no tenía fuerza, así que lo soltó. No me moví, por eso lo intentó de nuevo. Yo le ayudé, se lo coloqué entre los dedos, él lo tocó. Qué guapa, txiki, me dijo con ese hilillo de voz que tenía. Se me cayeron las lágrimas. Le quité el pelo de entre los dedos y le sostuve la mano frente a mí. Le fui estirando dedo por dedo mientras se los contaba, hasta llegar al meñique que lo tenía totalmente retorcido.
―Abuelo, ¿qué hacemos con éste?, ¿eh? ―le pregunté, con una amarga sonrisa, señalándole su propio dedo.

―¡Me cagüen los cojones!
―Pero, ¿qué pasa, Vicente, chico? ―preguntó mi abuela entrando en la salita con un trapo de cocina en la mano.
―¡Esto pasa! ―dijo mi abuelo mostrándole el periódico―, que la niña ha pintarrajeado todo el crucigrama.
Yo tenía siete años y, al oír a mi abuelo gritar, me arrinconé contra la pared, lo más lejos posible de él, pellizcándome la mano. Siempre pensé que al hacerme daño, la culpa se marcharía antes y, al marcharse la culpa, los mayores dejarían de estar enfadados conmigo.
―¡Ay, esta niña es un caso! ―dijo mi abuela sin poder parar de reír―. ¡Elvirita es todo creatividad!, ¿a que sí, hija mía?, ¿eh?, ¿a que sí? ―me preguntaba, mientras se iba acercando a mí para darme un enorme achuchón―. ¡Me la como, me la como, me la como!
Antes de volver a la cocina, mi abuela miró amenazante a su marido y le dijo seria:
―Vicente, que no te vuelva a oír gritar a la niña, ¿eh?
―¡Bah! ―dijo mi abuelo sacudiendo la mano al aire y después me miró. Yo seguía con el culo pegado a la pared, mordiéndome los labios esta vez―. Anda, ven aquí, txiki, ven, siéntate conmigo ―dijo señalándome un trocito de butaca libre que tenía a su lado.
Me acerqué obediente y me senté. Mi abuelo cogió de la mesa dos bolígrafos, uno rojo y otro negro. Me dio el negro que era con el que había garabateado antes y él se quedó con el rojo.
―Bueno, vamos a hacer el crucigrama entre los dos, ¿sí?
―Sí… ―le contesté mirándolo desde abajo, porque mi abuelo era un hombre muy grande y más a ojos de una niña de siete años.
―Bien, yo voy a escribir dentro de estos cuadros, ¿ves? ―asentí un millón de veces moviendo enérgicamente la cabeza―. Bueno, ¡ya, ya, ya!, a ver si te vas a romper el cuello ―dijo riéndose―. Y tú puedes escribir fuera de los cuadrados, por ejemplo, aquí ―y me señaló la parte alta de la página―, o aquí ―junto a la información meteorológica―. Pero nunca dentro de los cuadros, ¿me has entendido? ―dijo con pose seria apuntándome, desde lo alto, con su boli rojo.
―¡Sí, sí, sí! ―respondí contentísima porque sabía que ya me había perdonado y ahora íbamos a hacer juntos el crucigrama.
No me había dado cuento de ello hasta que mi abuelo colocó su mano sobre el periódico para empezar.
―¡Uy, abuelo!, ¿por qué tienes esto así? ―pregunté poniéndome de pie para poder cogerle mejor del dedo pequeño de la mano.
Mi abuelo alargó el brazo hacia el frente estirando todos sus dedos excepto el meñique, que seguía encogido, parecía estar hecho un nudo.
―Bueno, pues para lavarme la nariz ―respondió.
―¿La nariz…? ―pregunté asombrada.
―¡Claro! ―dijo dejando el periódico sobre la mesa―. A ver, ¿tú cómo te limpias la nariz?
―No sé… ―contesté muy bajito y encogiéndome de hombros.
―Te echas el jabón y el agua aquí, ¿no? ―explicaba mi abuelo, juntando las manos como si de un cuenquito se tratara―, y después te frotas la cara así, así, así, así ―y empezó a pasarse las manos sobre su rostro pero, al tener el dedo roto, de todas, todas se lo metía en la nariz―. ¡Ves! ―exclamó, haciendo una pausa con el dedo dentro de la nariz―, así es como se limpia, por eso está torcido el dedo, ¿lo ves?
Lo miraba tronchada de la risa desde el suelo, otra vez, otra vez, le suplicaba. Y mi abuelo volvía a fingir que se lavaba la cara con el dedo metido dentro de la nariz. Y yo venga a reírme y venga a reírme, no podía parar, me dolía la tripa y todo.
―Va a tener razón tu abuela en que eres todo un caso, txiki, ¡mira cómo te ríes! ―dijo mi abuelo contagiado por mi loca risa.
―¡Otra vez, otra vez!
Y mi pobre abuelo lo repitió tantas veces como se lo pedí.

Le di un besito en aquel retorcido dedo y le volví a meter la mano dentro de las sábanas.
Marta y Feli, las chicas que lo cuidaban, entraron en la habitación.
―Cielo, déjanos un momentín que lo tenemos que cambiar.
―Sí ―dije secándome las lágrimas y sin poder mirarlas a la cara―, si yo ya me voy, tengo todavía que hacer la maleta.
―¿Cuándo te vas, cariño? ―preguntó Feli.
―Mañana… ―dije con inmensa tristeza.
―Tranquila, cielo ―dijo Marta―, despídete tranquila, que nosotras volvemos en un ratín.
Al oírlas irse, me senté junto a él sobre la cama para tenerlo más cerca y lo abracé con cuidado de no hacerle daño.
―Agur, abuelo… ―le susurré al oído. Agur, txiki... me dijo con su media vocecita.
Salí de aquella habitación envolviéndome el corazón en papel de aluminio para poder conservarlo entero, porque me marchaba sabiendo que no volvería a ver a mi abuelo nunca más.
A mi abuelo

9 comentarios:

ma dijo...

Pao lo siento mucho.
La historia como siempre alucinante.
Te mando un besazo enorme.
Ma

Monis dijo...

Paulis... Hasta las cosas tristes las escribes bonitas...
Muchos besotes. Cuídate.

lopillas dijo...

Precioso precioso homenaje.
Un largo abrazo

Anónimo dijo...

Qué triste, que se queden atrás las personas a las que más queremos. Pero mientras perduren los recuerdos, ellos estarán a nuestro lado.

Elvira Rebollo dijo...

Muchas gracias y besitos de crucigramas para todas...

Habibi dijo...

Que los recuerdos te arranquen siempre una sonrisa, como este precioso cuento.

Ktaná dijo...

Que cosas tiene la vida
Las personas mas queridas son los abuelos, yo tengo lindos recuerdos de todos , y cosas maravillosas me enseñaron.
Tu corazon tiene capacidad para todo , adelante que se puede.
Ademas la muerte en realidad no existe

Sweety dijo...

Jo, sé que hace mucho que escribiste esto (casi 2 años), pero estoy leyendo desde atrás tu blog y me ha hecho gracia saber que tu abuelo tenía el meñique torcido, porque yo también lo tengo. No se rompió, nací así, con las dos últimas falanges soldadas y torcidas, pero me imagino c´´omo sería...
Siento lo que pasaste en ese momento... Veré qué siguió pasando en tu vida, porque me encanta lo que cuentas y cómo lo cuentas.

Un saludo.

Elvira Rebollo dijo...

Hola Sweety, me ha parecido muy curioso tu comentario en esta entrada, y no sabes cuánto te lo agradezco porque es un relato al que tengo especial cariño.
Cuida de ese dedo con tanta personalidad y gracias por pasarte por aquí y dejar el comentario. Un saludo con mucho cariño.