Todas las niñas estaban sentadas alrededor de un círculo negro pintado sobre el suelo de la clase. Tenían cinco años y miraban a su profesora con atención que, marcando jerarquía, se sentaba sobre una alta silla de mimbre.
―Bueno, las niñas que vayan a clase de ballet nos vamos levantando en silencio, vamos quitándonos las zapatillas y poniéndonos los zapatos y vamos tomando nuestro abrigo para que, haciendo una cola en silencio, ¿eh?, en absoluto silencio, vayamos esperando a la profesora de ballet en la puerta, que en cinco minutos vendrá a recogernos. Las demás nos quedamos en el círculo de brazos cruzados y esperamos, en silencio, ¡en silencio digo, Iratxe!, por favor, en silencio, hasta la hora de marchar.
Después de decir aquello, la profesora se ajustó el botón más alto de su bata blanca y, colocando sus manos juntas sobre la rodilla izquierda, se quedó en silencio, esperando que las cuarenta niñas hicieran lo mismo.
Blanquita pellizcó la pierna de Elvira que miraba el patio a través de la ventana. Elvira, tú eres de ballet, dijo Blanquita a su amiga que casi nunca se enteraba de nada. Elvira se levantó precipitada del círculo y se fue a los percheros. Una vez allí volvió a mirar a Blanquita porque nunca se acordaba de cuál era el suyo. Elvira le señaló uno con una pegatina de un perro. Blanquita desde el círculo negó con la cabeza. Después el de la pegatina de un gallo, y Blanquita volvió a negar. Elvira los miró todos, estaba convencida de que su perchero era uno de aquellos, de los del final, pero ¿cuál? ¿El pato rojo?, no, ¿el camello?, no, ¿el cisne?, no, ¿la tortuga?, no, ¿el burro?, y por fin la cabecita de Blanca asintió, ¡ay, menos mal!
Elvirita se sentó en el suelo, se quitó las zapatillas rojas de pana, y las guardó en una bolsita de cuadros con su nombre bordado en letras verdes: Elvira Rebollo. Se puso los zapatos. Se quitó la bata gris de rayas y se colocó el abriguito azul marino a juego del resto del uniforme. Pero antes de tomar la mochilita, con su ropa de ballet para su clase extraescolar, se volvió a acercar corriendo al círculo y ante Blanquita preguntó:
―¿Están bien así?
Las dos niñas tenían su vista clavada en los zapatos de Elvira.
―No ―dijo Blanquita sin dudarlo ni un segundo―, están al revés, porque esto es para fuera.
―¿Esto? ―preguntó Elvira señalando con su dedito cada una de las dos hebillas.
―Sí, tú tienes los dos para dentro pero esto es para este lado y esto es para así, para allí ―explicó Blanquita señalando gráficamente la dirección correcta que debían llevar las hebillas.
¡Jo, qué lista! Elvira no podía dejar de pensar en lo lista que era Blanquita, nunca había conocido a nadie tan listo como ella, era súper lista y además era su mejor amiga, jo, qué pasada…
Así que Elvira se cambió los zapatos colocando el derecho en el pie derecho y el izquierdo en el izquierdo.
Cuando las niñas llegaron a los vestuarios de la sala de ballet, al otro lado del patio del cole, se encontraron con un montón de mamás que las esperaban para ayudarlas a cambiarse de ropa. Pero la mamá de Elvira no estaba, nunca iba. Elvira lo sabía, su mamá se lo había explicado, no trabajaba pero no podía estar a su servicio veinticuatro horas al día porque ella no era esclava de nadie. Así que Elvira no buscó a su mamá al entrar allí, sino un trocito de banco libre donde poder cambiarse sola.
Primero se quitó la falda y, dentro de su bolsita, buscó las medias rosas y empezó a ponérselas por encima de los gordos leotardos del uniforme del cole. Las medias se le iban revirando según se las iba subiendo hacia la cintura. Estaban completamente retorcidas a lo largo de sus cortitas piernas, pero no parecía importarle, no se sentía incómoda, quizá porque las medias le quedaban inmensas y no llegaba a sentir el estrangulamiento en sus piernas, y es que Elvira era una niña realmente pequeña para su edad.
Después sacó el mallot negro y se lo puso. No se quitó nada, ni la horrorosa camiseta interior de ganchillo, ni el polito blanco, ni el jersey azul marino con el escudo del cole. Nada. Se colocó el mallot encima de todo aquello, y además… ¡al revés!
―A ver, bonita, que te ayudo ―le dijo una mamá al ver que parecía una morcilla envuelta en un mallot negro.
La mamá le quitó el jersey y después intentó hacer lo mismo con el polito.
―¡No, no, no!, ¡esto no, esto no! ―grito Elvira estirándose el polito hacia abajo intentando hacer fuerza para que no se lo quitara.
Y es que aquella mamá tan simpática no había caído en la cuenta que cuanto más le desvistiera más tendría, luego, Elvirita que vestirse y sola además. Así que no, sintiéndolo mucho el polito se quedaba allí.
Por último se calzó las zapatillas de ballet. Le encantaban esas zapatillas porque Blanquita, hacía tiempo, le había explicado que no importaba en qué pie se las pusiera, izquierdo o derecho, daba igual, valía en cualquiera de los dos. ¡Jo, qué guay de zapatillas!
Elvira entró por fin en la sala dando saltitos y empezó a mirarse en el espejo toda presumida a pesar de estar hecha un cromo.
―¿Con esos pelos va a bailar, señorita? ―preguntó con desdén la profesora de ballet mirándola por el espejo.
Elvira se tocó su cabeza. Tenía el pelo suelto con una media coleta. Ella se veía muy bien, hasta que vio entrar a sus compañeras de baile con moños perfectamente recogidos en redecillas. Jo, ella no tenía moño, ni redecilla, vaya… Se deshizo la media coleta e intentó hacerse un moño igual que el de sus compañeras, el resultado fue desastroso. Se acababa de colocar un mondongo de pelo hacia un lado, apretado con la goma, era algo así como la versión pitufa de Alaska.
La clase empezó y todas las mamás apretujadas en la puerta saludaban a sus hijas y les mandaban besos. Elvira, con una enorme sonrisa, devolvía el saludo a las mamás y también les mandaba besos porque nunca comprendió que aquellos besos no eran para ella.
La clase se terminó y las niñas corrieron a los brazos de sus madres. Elvira también corrió feliz a su trocito de banco y se sentó allí, de brazos cruzados, a esperar mientras veía el alboroto de prendas entre madres e hijas.
―¿No te pones la ropita? ―le preguntó la mamá simpática de antes.
―No, porque tengo que quedarme aquí, a la otra clase con las mayores, porque dice, dice, dice ―y a la tercera pudo arrancar― mi mamá que no es esclava, y que, y que… ―cogió aire― y que no tiene tiempo para venir antes y que está harta, harta, harta.
La mamá simpática la miró extrañada, no entendía qué decía y prefirió no hacer más preguntas porque Elvira le resultaba un tanto rara.
A los treinta minutos se marcharon las últimas niñas con sus mamás y empezaron a llegar las niñas de doce, trece y catorce años, las mayores. Todas conocían a Elvirita y todas la trataban como a una muñequita. Les parecía muy graciosa.
―Venga, Elvirilla, haznos un cambré y luego un supléss ―le jaleaban entre todas.
Elvira se ponía ante ellas y se quedaba todo tiesa porque no se sabía los nombres de las posiciones en ballet. Entonces, una de las mayores lo hacía primero y luego Elvira la imitaba. Todas se reían y la aplaudían como a un mono de feria.
Durante la clase de las mayores, Elvira era una auténtica peonza que iba de aquí a allá, tropezándose con todas. Cuando todas estaban arriba, ella abajo. Cuando todas saltaban ella todavía estaba con el impulso, porque nunca se decidía. Y en los grand battement, Elvirita no sólo lanzaba la pierna hacia arriba sino que también la zapatilla. Salía disparada como un torpedo, y ella inocentemente se reía como una tonta panza arriba en el suelo. Hasta que, finalmente, la profesora le castigaba a estar de pie, con los brazos pegados al cuerpo, en una de las esquinas. Siempre era lo mismo.
De nuevo en los vestuarios, alguna de las mayores le ayudaba a ponerse el jersey y la falda porque Elvira nunca quería quitarse el mallot. Así que salía como una auténtica cebolla, cubiertita de capas.
Se despidió de sus compañeras mayores con su abriguito y su mochilita a la espalda. A algunas de ellas les gustaba verla bajar por las escaleras, porque Elvira tenía tanto vértigo que bajaba arrimada a la pared no fuera a escurrirse por los agujeros de la barandilla. Y como era tan bajita, sus piernas no le alcanzaban a dar el paso del escalón completo, así que bajaba sentada de culo. Primero uno, luego otro y otro y así hasta terminar con los dos pisos de altura. Después, una vez abajo, miraba hacia arriba y se despedía, con las manos, de las niñas mayores asomadas a la barandilla, que acababan de ver, muertas de risa, su culona forma de bajar.
Al llegar a la portería principal esperó a su mamá sentadita en el tercer peldaño de la puerta de la entrada.
―¿Qué hace ahí, Doña Elvira?
Elvirita miró hacia atrás y vio a una gorda monja hablándole con seriedad.
―Espero a mi mamá ―respondió con una gran sonrisa desdentada.
―¿Usted cree que ésa es manera de llevar el uniforme?
Elvira no entendió la pregunta y siguió sonriendo.
―Dígame, Doña Elvira, si ésa es o no manera de llevar el uniforme ―repitió la monja con sequedad.
Elvira seguía sin entender nada pero dejó de sonreír porque sabía que la monja estaba enfadada con ella, no sabía muy bien por qué, pero por su cara estaba muy, muy, muy enfadada.
En ese momento entró por la puerta la mamá de Elvira. Elvira dio un paso hacia atrás porque supo que ahora sí que estaría metida en un gran problema. La monja explicó a la mamá de Elvira la importancia de llevar correctamente el uniforme. Decía que la pulcritud era un valor que intentaban inculcar a las niñas y que los padres debían apoyarlas. La mamá de Elvira se deshizo en elogios hacia las monjas y su santa institución, y pidió infinitamente disculpas por la apariencia de su hija, asegurándole que nunca se repetiría.
Una vez en la calle, la mamá agarró con fuerza el brazo de su hija y le pegó un sonoro sopapo en toda la cara.
―¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar! ¡¿Cuántas veces te he dicho que te quites la ropa de ballet antes de salir y que la metas en la mochila?!, ¿eh?, ¡¡¿cuántas?!!, que pareces tonta, ¡tonta de remate, hija mía! Yo no sé… no sé ¿a quién coño habrás salido? No lo sé, de verdad te digo, ¡no lo sé porque pareces retrasada mental!
Elvirita empezó a llorar.
―¡Y no me llores que te encanta el drama! ¡Cualquiera que te vea va a pensar que te maltrato!, y aquí la única maltratada ¡soy yo!, que estoy esclavizada por todos vosotros ―y sin soltar el brazo de su hija y sin dejar de gritar empezó a andar de nuevo―, que si yo estoy así es por tu culpa, ¡con lo bien que estaba yo soltera!, ¡que me tienes ya muy harta, Elvirita!, ¡muy harta!, pero ya verás cuando se lo cuente a tu padre, ¡ya verás! ―aligeró el pasó y farfulló entre dientes―: mierda de hija… mierda de hija…
Elvirita seguía a su mamá con congoja, cargada de culpa. Todo era por su culpa, por su culpa, por su culpa, todo lo hacía tan mal…
Pobre Elvira, cómo lloraba, pobre Elvirita, qué poco entendía…
13 comentarios:
Fragmentos de la vida que cada cierto tiempo flotan en el presente. Con suerte, con el paso del tiempo podemos ir entendiéndolos mejor
Ains! Qué mal rato me has hecho pasar, Elvirita. Que a mí no se me pueden contar estas cosas, que no distingo realidad de ficción, y me las creo todas :)Un besote y cuidate! Muakkkk!
JO, que ganas de coger a Elvirita y peinarle, y ponerle los zapatos, y bajarle en brazos las escaleras...Hija, como escribes!!!
bss
Tengo un nudo en la garganta. Y los ojos aguados. Te podría decir hasta el nombre del colegio.
Por fortuna mi madre me ponía moños de esos tirantes que te convertían en chinita acabado en un graaaaaan lazo rosita. Era su muñeca.
Así y todo me has hecho recordar muchos momentos de la infancia en los que me encontré totalmente perdida en ese mundo frío y adulto al que te enfrentabas tras la puerta de entrada al cole. Ese cole.
Magistral relato.
Gracias, chicas, sois unos amores, esto me hace pensar lo poco que comentan los hombres...
La verdad es que la infancia es todo un mundo de falsos recuerdos.
100PiEs, es cierto que con el tiempo todo se va entendiendo mucho mejor, bienvenida al blog.
Y chicas, recordad, que si queréis que escriba sobre algo concreto, o más historias sobre un personaje o país determinado, o una versión de un cuento ya escrito, no tenéis más que sugerirlo (como hizo Lopillas).
Acabo de colgar el email por si preferís poneros en contacto conmigo por este medio.
Gracias por ser tan fieles, besos!!
Elvira, creo que de la infancia deberíamos guardar sólo recuerdos buenos aunque algunos sean falsos... enhorabuena por la gran escritora y persona que eres! Un besazo!
qué bonito, loca... anda, dime: "están bien así?"
Beso inmenso! Mua!
Están perfectos! ;)
wow.. Elvira me conmovio me es que ya me estaba poniendo los zapatos y saliendo a ayudarla..!!!!!
Noooo que va.. y a la mama..? unnn zampazo..! nooo no no no.. a esa la mando con mi madre.. ja jajajajajaja
Excelente..!
Me alegra haberte encontrado..
jajajajaja!! Gracias, Pili, y bienvenida!!
Pues ya que no opina ningún hombre, yo voy a opinar. Y te juro por Snoopy o por quién quieras, que yo nunca hice ballet, ni nunca me he calzado unas zapatillas rosas.
La verdad es que tu cuento hace revivir infancias pasadas donde todo era gigantesco y las pequeñas cosas estaban teñidas de injusticia. Y esta Elvirita llega al corazón. Sabes llegarla al corazón de los que te leemos. Amena y perfecta escritora, como siempre.
Un beso para Elvirita. No para Blanquita ni para las otras mamás…¡ y mucho menos para la monja!.
que dolor me causa esta historia, que por cierto ,yo la he visto y oido, que les pasara a las mamas que maltratan y angustian a sus niños de esta manera,..un abrazo
Gracias, Conde, por ser el único hombre que opina, siempre has roto moldes. Un beso!
Abuela, no creo que sea una historia de maltrato sino más bien de incomprensión. Desconocimiento absoluto del mundo infantil por parte de la madre y desconocimiento absoluto de los problemas de adultos por parte de la niña.
Muchos besos!
Publicar un comentario