15 ago 2019

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Tienes un mensaje de Javier Avi

—Me alegro de que os hayáis animado al final —dijo Cesc girando la cabeza hacia el asiento de atrás del coche—. Lucía y yo no las teníamos todas con nosotros, ¿verdad? —Y buscó la mirada cómplice de su mujer en el asiento del copiloto—. Lucía, le he dicho esta mañana, a que estos dos nos dejan plantados como de costumbre, porque tenéis que reconocer que os gusta poco salir con gente, ¿eh?
—Bueno, cada uno… ¿verdad? —intentó suavizar Lucía.
Mientras, en el asiento de atrás, Joan y Elvira miraban al frente sin nada que añadir porque estaban más que acostumbrados a que todos criticaran su relación. Llevaban casi 8 años juntos y efectivamente evitaban salir con amigos comunes y sobre todo con parejas. Aquello no era lo suyo. Elvira disfrutaba de las noches de Madrid por su cuenta y Joan, mucho más retraído, prefería organizar pequeñas escapadas con amigos. Pocas normas había en su relación, excepto la de la puerta, que siempre debía quedarse abierta. “Nunca vuelvas a cuestionarme, ¿de acuerdo?”, le espetó Elvira a Joan a los pocos meses de empezar a vivir juntos, “si algo no te gusta, ahí tienes la puerta, siempre estará abierta, y además no soy de las que pide explicaciones, te vas y punto”. Y sí, Joan pensó en cruzarla varias veces, “pero para qué”, le dijo una vez, “si me voy a pasar el resto de mi vida pensando en ti”. Elvira encontró en Joan a un hombre al que podía amar sin límites, por eso a veces hacía trampas, y sabiendo lo complejo que era compartir la vida con ella, solía entornar la puerta, nunca lo admitía pero no quería que aquel chico lo tuviera tan fácil para irse. Juntos habían creado un micro universo al que nadie estaba invitado, disfrutaban el uno del otro y no necesitaban compararse a otras parejas para reestablecer los valores de su relación. Su baza era la risa, se pasaban el día riéndose a carcajadas por cualquier cosa: un comentario, un tropezón, un chiste malo o un pedo. Ellos iban por libre, de siempre y no podían entender que los demás no quisieran hacerlo también y les recriminaran que no salieran juntos. Así que finalmente Joan y Elvira eran los raritos, una pareja peculiar y “mejor no les digas nada”.
Pero aquella tarde no tuvieron escapatoria. Habían alquilado una casita en la costa, pensaban encerrarse durante dos semanas para hacer lo que más les gustaba: dibujar a uno, leer a la otra, y no hablar con nadie a los dos. Sin embargo el plan se les truncó cuando Cesc, amigo de la infancia de Joan, les tocó a la puerta del chalecito.
—¡Joder, Joan! Tu madre nos dijo que estabais aquí, porque no me digas que no es casualidad que nosotros hemos alquilado el chalet de final de la calle.
—Sí, mucha casualidad, y qué discreta mi madre… —dijo Joan descompuesto.
—¡Venga!, pues nos vamos los cuatro a comer una paella que conozco un sitio donde las hacen de muerte.
—No, si es que nosotros íbamos a preparar una barbacoa y luego además el gato…
Y la abuela que fuma, que nada, que dos horas después estaban sentados en el asiento de atrás de aquel coche escuchando cómo no se podía ser tan poco sociable.
—Oye, Elvira, y cuéntanos, que ahora vives en China, ¿no? y ¿cómo es posible tú allí y Joan aquí? Yo no sé si las relaciones se pueden mantener así, de verdad, chicos, ¿es posible?
—Bueno… —empezó diciendo Elvira.
—A ver, no me malinterpretes, que cada uno hace lo que quiere, ¿sabes?
—Claro, las parejas… ¿verdad? —añadió Lucía.
—Sí, cariño, las parejas esto y lo otro, pero es China, ¿entiendes? —le azuzó su marido—, que no está aquí al lado y son dos años, que oye, que bien por ti, Elvi, ¿sabes?, con dos huevos, pero una pareja es una pareja y, no sé, igual me equivoco, pero el día a día es lo que da forma a la relación.
—Joan y yo tenemos clara nuestra relación, gracias, Cesc —contestó Elvira con ese tono impertinente, que le caracteriza, para zanjar una conversación.
—Claro, claro, si es que las relaciones… ¿verdad? —suavizó una vez más Lucía.
—Igual, Joan, tiene algo que decir, ¿no?, vamos, digo yo —insistió Cesc.
—¿Yo? —preguntó sorprendido Joan, como si nada de lo que estuviera ocurriendo en ese coche fuera con él—. Es su vida y poco o nada me gusta opinar de la vida de los demás.
Elvira no pudo evitar sonreír, no había un hombre igual, o por lo menos ella no lo había encontrado en sus 42 años de vida. Lo miró con admiración y luego, como una quinceañera, le pellizcó el muslo a escondidas.
—Ay, la vida de los demás… ¿verdad?
La música del coche se cortó y dio paso al tono de una llamada. Cesc miró en la pantalla del coche y cortó la llamada.
—¿No contestas, cariño?
—No, es del trabajo, no te preocupes. Me machacan ¿sabéis? —dijo dirigiéndose al fondo del coche—. Dicen que en tu salario se refleja estar pendiente del móvil las 24 horas del día pero sinceramente no creo que me paguen tanto. —Y se rio.
Elvira detestaba a ese tipo de hombres que se hacían los importantes hablando de su trabajo y después eran unos patanes. Así que empezó a mirar por la ventanilla del coche. La música volvió a cortarse y saltó de nuevo el tono de llamada.
—Begoña —dijo Lucía leyendo la pantalla central del coche.
—¿Cuántas veces, cariño, te he dicho que no me gusta que hagas eso? Es una llamada privada.
—Lo siento, cielo, pero si es que hoy en día ¿qué es privado?, ¿verdad?, con la aplicación esta de Apple Carplay todo salta al altavoz, y ¡menos mal porque es comodísimo!, no sé antes cómo podíamos conducir.
—¿Y va bien la aplicación? —preguntó Joan.
—Pues mira, al principio no, pero con las nuevas actualizaciones es estupenda, te lee los mensajes de WhatsApp, ¡y sin equivocarse! Ay, cariño, ¿te acuerdas al principio?, ¡qué barbaridades escribía en el dictado de voz! —explicó Lucía y empezó a reírse como si no hubiera un mañana.
Elvira desde atrás la miraba sin poder entender cómo las personas podían tener un sentido del humor tan diferente.
—Begoña, de recursos humanos, me tiene acribillado —explicó Cesc a Joan y Elvira.
—Acribillado lo tiene, soy testigo, porque ayer si no te llamó 5 veces, no te llamó ninguna, ¿verdad? —apuntó su mujer.
—Y volviendo a vosotros —retomó Cesc—, vamos, que vuestra relación se basa en lo que diga la parienta y los demás a callar, ¿no? ¡Ja, ja, ja, ja!
Elvira cerró lentamente los ojos inspirando con fuerza, intentando buscar un pensamiento que le trajera la calma porque estaba a punto de explotar en un discurso contra el macho ibérico. Joan sí se disponía a decir algo, pero en ese momento la música volvió a cortarse y esta vez saltó una voz mecanizada del ordenador del coche:
 —Mensaje nuevo de WhatsApp. Begoña ha dicho: “Por favor, cógeme el teléfono, tenemos que hablar…
—¡Joder, con la mierda de la aplicación de mis cojones! —gritaba Cesc apretando todos los botoncitos que tenía en su volante.
—…me parece bien que estés de vacaciones con tu familia, pero hace 11 días que no sé nada de ti…
—¡Me cago en su puta madre, su putísima madre!, ¡joder!, ¿cómo mierda se apaga esto?
—…te echo de menos, llámame, amor, me estoy volviendo loca”. ¿Quieres enviar una respuesta?
—¡NO! ¡No joder, no!
Lucía, Joan y Elvira miraban al frente como si una palanca rigiera sus cabezas. Cesc daba golpes al volantes con un continuado joder, joder, joder… que fue decreciendo hasta desaparecer, y así los cuatro quedaron en silencio. Pero de pronto, Lucía, reajustándose el cinturón de seguridad, añadió:
—Efectivamente, cariño, no te pagan lo suficiente, porque esto te va a salir caro, ¿verdad?


1 comentario:

Sofía Serra dijo...

Mis padres eran una pareja normal, un matrimonio normal. Ya sabes tú, de hace décadas, con sus peleas y sus cariños. Pero siempre les oí decir algo "No necesitamos estar (salir, ya me entiendes) con otros para pasárnoslo bien" (y eso que tenían infinitas amistades comparadas con la/los que suscribimos). Pero siempre se me quedó y lo sigo valorando. ¡Odio los que salen en parejas, jaaaa! MMUAA!