The crystal Ball de Rober Anning Bell
Era sábado noche y Verónica estaba en su casa del norte
del China grabando varios ficheros de su ordenador a su disco duro.
―¿Qué haces, Elvi? ―preguntó a su compañera de trabajo
que estaba en mitad de su salón, en pijama, desplazándose en lateral con las
piernas flexionadas.
―Saber qué siente un cangrejo cuando anda.
Se suponía que habían quedado para ultimar los detalles
de su charla sobre la semiótica del teatro y la lingüística del texto que iban
a presentar, en 4 días, en un congreso en Macao.
―Ya. Por un momento pensé que rememorabas a MC Hammer.
Fue decirlo y Elvira se emocionó tanto que empezó canturrear:
“Ken tax tis, oh, ken tax tis, oh, yeah, yeah, yeaaaaah!”.
―¿Ken tax tis? Elvi, ¿de verdad? ―Y empezó a reírse.
―Ken tax tis!
―U can’t touch this!
―Ken tax tis! ―gritó nuevamente intentando hacer algo así
como ¿twerking?
―¿En qué momento decidí ir contigo al congreso?
―¡Equipo! ―Y se abalanzó sobre su compañera buscando
chocar las manos―. ¡Equipoooo!
―¡Coño, Elvi!, ¡qué pesada eres, de verdad!
―Equipo… ―repitió pero más bajito y con las manos en
alto, no se sabía si le estaban atracando o le escocían los sobacos. Y Vero,
aunque intentó evitarlo, se descojonó.
Cenaron algo y después repasaron los tiempos de cada
intervención, sobre todo la de Elvira, que a veces se le iba el hilo pensando
en cualquier tontería como por ejemplo cómo eran capaces de respirar las hormigas
sin pulmones.
―¡Elvi, por dios, y yo qué sé!, ¿pero quieres arrancar
con las conclusiones?, ¡que llevas 47 minutos de charla y tu turno es de 40!
―Perdón, perdón, perdón. ―Recuperó su seriedad y se
dispuso a retomar el discurso―. Yo creo que por las antenas, ¿no?
―¡ELVIRA!
Practicaron media horita más y luego Vero se dio por
vencida, mandó a tomar por saco a su compañera y se tumbó en el sofá. Elvi, mientras
de pie, seguía reclamando su equipo pero no estaba teniendo demasiada suerte.
Vero se había puesto a revisar su móvil y cada dos por tres le decía que se
callara.
―Pues me voy a mi casa.
―Ay, Elvi, no te vayas.
―Pero si no me haces ni caso y para estar así…
―Ya, pero eres tan coñazo que llenas la estancia, haces
mucha compañía con tus tonterías, no me dejes, anda, quédate.
Elvira se sentó en el sofá porque reconoció ese tono de
voz. A veces en China la soledad te agarraba como una boa constrictor y por más
que lo intentaras era verdaderamente imposible librarte de ella.
―No sé nada de Antonio desde hace 3 semanas ―dijo por
fin.
Elvira tardó en contestar, se sentía mal. No le había
dicho que Rober y ella estaban escribiendo una novela sobre su historia, no
quería que pensara que solamente hablaba con ella de Antonio por interés,
aunque fuera así. Antonio desde el principio no le dio buena espina y poco le
importaba, pero claro, adoraba a su amiga y debía medir perfectamente las
palabras.
―A ver si se ha muerto. ―Quien dice medir las palabras
dice…
―¡Joder, Elvira!
―Rafa se murió.
―Ya, pero Antonio está muy vivo. Ayer mismo colgó una
foto en Instagram. No sé, quedamos un par de veces, la cosa no fue mal, de
verdad, pero se quedó en un “ya te llamaré” y hasta hoy.
A Elvira le costaba ver a su compañera así, porque de las
dos era ella la que arrastraba la incapacidad resolutiva además de una eterna
inmadurez, y ver esta vez a Vero así, tan desubicada, le dio cierta lástima.
―¿Te he contado que pasé una temporada viviendo en Cuba? ―preguntó Elvira.
―No ―contestó sin saber muy bien a qué venía esa
pregunta.
―Verás, allí aprendí muchas cosas…
―Ya, Elvi, no estoy para que me cuentes cochinadas.
―Tranquila, eso te lo cuento otro día ―Y las dos se
rieron―. Allí, la cocinera de la residencia era santera y me enseñó a hacer
amarres.
―¿Qué es eso?
―¡Vale! ―dijo poniéndose de pie―. Necesitamos: un
papelito en blanco, un boli, miel y un platito.
Verónica tardó poco más de dos minutos en reunir todo lo
que le pidió su compañera.
―¿Y ahora?
―Escribe en el papel su nombre y sus dos apellidos.
―Elvira, por qué me da que esto es una tontería como una
casa.
―Bien, pues nada, olvídalo ―dijo y se dejó caer en el
sofá.
―Hombre, a ver, ya que hemos empezado… pues lo hacemos ¿no?
―¡Equipo!
―¡No-me-abraces! Déjame escribir: Antonio Cartagena
Flores.
―¡Y olé!
―Qué paciencia, señor. ¿Y ahora?
―Vale, ahora hay que colocar el papelito en el plato,
oye, pero ¿mientras escribías su nombre has pensado en él fuertemente?
―No sé, me has puesto nerviosa, creo que sí.
―Sí, seguro que sí, piensas en él todo el tiempo, así que
no te preocupes.
―A ver si ahora el truco se va a chafar.
―Que no se chafa y no es un truco, es magia negra.
―Mejor me lo pones. Bueno, ¿qué hago con el papelito?
―Vale, sí, ponlo en el plato y rocíalo de miel.
Vero la obedeció. Al terminar la miró.
―Ya está. Y ¿ahora qué se supone que pasa?
Elvira levantó los hombros, es cierto que en Cuba había
estado hacía 14 años y quizá ya había olvidado muchas cosas, quizá demasiadas, así
que se lo inventó.
―Hay que decir unas palabras y en menos de 24 horas te va
a llamar.
―¿Qué palabras?
Elvira cerró los ojos y liberó su imaginación.
―De Pinar del Río a Las Tunas, de Matanzas a Camagüey, yo
a ti, Yuyutá, te invoco para que amarres este amartelamiento, de Artemisa a
Santiago, oh, Yuyutá, yo te invoco. Ameeeeeén.
―¿Yuyutá? ¿Qué diosa es esa?
―¿Eh? La de los hombres casados.
―Ah.
Después, la noche transcurrió tranquila, entre risas. Cotilleando
sobre la universidad entera. Vivir en el campus era como hacer un Erasmus a los
40 años. Había chismes en cada departamento y en cada bloque de viviendas, era muy
divertido, ambas profesoras se lo pasaban como verdaderas adolescentes
rastreando los movimientos del resto de docentes. Todo estaba siendo muy
inocente hasta que el móvil de Vero empezó a sonar. Ella lo miró y su cara fue
un poema.
―¡Antonio! ―gritó.
―¡Antonio, Antonio, Antonio! ―gritaba Elvira por toda la
casa como si lo estuviera anunciando al resto de invitados, pero allí no había
nadie más.
―¡Calla!
―Antonio…
―¿Sí? Hola, Antonio… ¿eh?, no, no, no, me pillas leyendo,
tranquilamente en el sofá… sí, sí, estoy sola… sí, es verdad, mucho tiempo, sí…
tres semanas, pues… nada nuevo, ¿cómo? ―Verónica se levantó del sofá y miró a
Elvira. Después se fue a su habitación y cerró la puerta.
Elvira se quedó sola en el salón esperando, metió el dedo
índice en el platito con miel y la tocó, luego se lo limpió en el pijama. Casi
20 minutos más tarde, salió Vero de su habitación. Elvira prefirió esperar alguna
reacción antes de decir nada.
―Era Antonio…
―Ya…
―Era Antonio, y eso…
Elvira no necesitó ninguna explicación más, nunca un “y
eso” había sido tan claro. La abrazó con mucho cariño.
―¿Sabes? ―preguntó Elvira sin dejar de abrazarla―. Lo
hacen por unas micro válvulas que están en su exoesqueleto.
―¿Qué?
―Las hormigas. Así respiran, lo he buscado en este
ratito.
―Ah. ¿Y tienen muchas?
―¿Micro válvulas? No lo sé, si quieres lo buscamos ahora.
―Vale.
Y las dos profesoras se sentaron de nuevo en el sofá,
bien juntas, para que la boa constrictor aprovechase ambos cuerpos de un solo ataque.
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