Foto: Liu Heung Shing
—Dicen que el ejército va a entrar en Hong Kong —dijo Tao.
—No lo creo —contestó Elvira.
Estaban sentados en el muro que rodeaba la orilla del inmenso lago de aquella universidad china. Acababan de llegar de la ciudad. Habían
cenado en el centro.
—Eso dicen.
—Pero ¿tú sabes algo? —preguntó Elvira con cierto temor a
que su respuesta fuera afirmativa.
—No, solo dicen.
—Sí, en China dicen muchas cosas, pero ¿tú sabes algo? —preguntó
ella de nuevo.
—¿Por qué iba a saberlo?
—Porque eres diplomático y perteneces al Partido.
—Yo no sé nada.
Elvira lo miró, tenía ante ella a un hombre de 36 años
enfundado en un carísimo abrigo inglés, con el pelo engominado hacia atrás, que
fumaba despreocupado apoyando el codo sobre sus piernas cruzadas. Le costaba
reconocer al estudiante al que había dado clase hacía 16 años en otra
universidad de China. Le costaba reconocer la inocencia de
aquel chico de 19 años que le atosigaba continuamente con sus preguntas. “Es
que quiero entrar en el cuerpo diplomático, profesora”, le decía, “Bien,
entrarás, pero relájate un poco y deja que yo me relaje también”, luego se reía
y le daba un golpecito en el hombro, él le pedía disculpas una y otra vez y
después comenzaba con las preguntas de nuevo, ella por fuerza se encariñó de él
como de ninguno. Mantuvieron el contacto a lo largo de todos estos años y
llegaron a verse hasta en dos ocasiones, una en Estados Unidos y otra en
Singapur.
—Has cambiado mucho, Tao.
—Tú no demasiado.
Elvira se levantó y se apoyó en la barandilla que separaba la arena del agua del lago.
—¿Habrá intervención militar?
—No lo sé, Elvira...
—La historia se repite.
—Se repite para quienes la conocen y en este país pocos
son los que saben lo que pasó. Así avanza el gigante.
Elvira se volvió a sentar en el muro junto a él.
—Se desmorona el mundo, Tao…
—Te gusta demasiado creer en sueños y así pasas la vida
dormida —dijo y lanzó el cigarrillo al lago, después soltó el humo con prisa y miró
a su vieja profesora, ella sonrió y le dio un golpecito en el hombro.
—No me vengas con proverbios chinos, mi pequeño
saltamontes —dijo, se rieron. Tao la abrazó con fuerza y ella perdió su mirada
en aquel lago tan enorme y tan artificial.
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