4 may 2021

Mujeres, madres y bestias

 

Recreación de las hermanas Brontë escribiendo en su casa de Haworth. Desconocido.

Cortaba fresas y las metía en un bol de cristal. Levanté la cabeza y miré el móvil, lo tenía en manos libres mientras escuchaba a Almudena. Llevaba aproximadamente 20 minutos lamentándose de haber sido madre, y lo hacía serena, intercalando frases claras y contundentes sobre el engaño de la maternidad, sobre lo difícil que era Abel, sobre lo incompetente que era ella para cargar con una responsabilidad tan compleja. Argumentaba una situación en la que no había culpables, era simplemente una etapa de la vida “mal construida” .

—Mal construida —repetí y me llevé la punta del cuchillo a los labios.

Jamás dude sobre mi inexistente deseo de ser madre. Supongo que se lo debo a la mía propia que, durante los 35 años que estuvimos juntas, me repitió hasta la saciedad el tremendo error de haber tenido hijos. Por raro que parezca siempre la entendí. Estaba claro que ser madre era una de las peores cosas que sabía hacer además de moldear croquetas medianamente uniformes. Mi madre sabía ser amiga, muy buena amiga. Cuando todavía vivía en casa, los sábados me proponía comer fuera. Era una mujer de pocos cambios, así que siempre íbamos al mismo italiano cerca del Hotel Ercilla. Cogía la carta, echaba un vistazo y la volvía a dejar sobre la mesa. Pediré lo de siempre, decía, es lo mejor que tienen. No era lo mejor que tenían pero, repito, los cambios nunca le gustaron. Qué bien estamos aquí, ¿verdad?, me decía acariciándome la mano. Ella me quería, me quería con locura, siempre que estuviera fuera de casa. En aquel restaurante yo era su aliada, su amiga, no su hija. Y eso la liberaba, lo sé.

—Sí, lo estamos —contestaba.

—Podrás estar así de bien siempre y cuando no tengas hijos. Te arruinan la vida. Dejas de ser tú. Te conviertes en madre y ¿para qué? Mis hijos van a terminar con mi vida si no lo han hecho ya. Pero, pero, pero, ¿qué otra opción tenía en mi época? ¿Qué otra opción? No teníamos opción. Que tú seas libre no es gracias a ti, es gracias a la época que te ha tocado vivir, así que no lo estropees y no hagas idioteces, que sé que eres muy dada a ello. La vida idílica anhelando constantemente el amor solo está en las novelas de las Brontë. En las novelas, digo, porque ellas sí que fueron libres. Las tres. Y puedo asegurarte que no se pasaron la vida bebiendo té en sus tacitas de Toile de Jouy, ni mirando el páramo a través de las ventanas de su salita de lectura. ¡Fueron libres, Elvira! Fueron libres. —Se servía un poco de agua en su copa y mirándome con verdadera dulzura sentenciaba—. He cometido muchos errores en mi vida, pero tener hijos es del que más arrepentida estoy.

Y yo, asumiendo el papel de amiga y no el de hija, la sonreía y afirmaba que las Brontë se habrían beneficiado a todos los hombres casados de Haworth. Nos reíamos y disfrutábamos la tarde entera de ese cambio de roles, porque por la noche regresaríamos a casa y su frustración me volvería a convertir en su enemigo a derribar.

Hacía unos meses me encontré a Tomás en Madrid, habíamos trabajado juntos durante varios años, aunque hacía dos que le había perdido la pista. Me contó que su madre había muerto de un infarto el año pasado.

—La gente cayendo como moscas por el Covid —decía—, pero a mi madre le da por morirse de un infarto. Siempre tan original. No está siendo fácil, Elvi… Me cuesta, me cuesta, coño… Daría lo que fuera por tenerla conmigo. —Me miró y cerró los ojos con fuerza—. Perdona, joder, se me había olvidado que  tú también... Supongo que a ti te pasará lo mismo, darías lo que fuera por volver a tener a tu madre, ¿no?

—No —contesté.

—¿Qué?

—Que no.

—Elvi, me refiero a que te encantaría volverla a ver, estar con ella, que cambiarías muchas cosas por tenerla contigo, ¿no?

—No. —Y esta vez agité la cabeza para parecer más convincente.

—Ya… Oye, me marcho que tengo que recoger a los niños en el cole. Si eso te llamo y nos tomamos unas cañas un día de estos.

Y así es como voy sembrando mi fama de rara entre mis conocidos. Y es que de cara a la galería, ¿en qué te convierte reconocer que tu vida ha ganado calidad emocional desde que murió tu madre y enterraste en vida a tu padre? ¿En qué convierte a Almudena al reconocer que no quiere a su hijo?

—…pero que merece la pena —seguía diciendo Almudena. Separé el cuchillo de los labios y lo dejé en el fregadero. Me froté las manos en la cadera y observé el móvil sobre el manos libres, como si tuviera a mi amiga allí mismo—. Dicen que es duro pero que todo tiene su recompensa, que merece la pena, ¿en serio? Estoy esperando esa recompensa, porque Abel no me la ha dado por el momento. ¿En qué consiste todo esto? ¿En mentirnos unos a otros para perpetuar la especie? ¡Que le den por culo a la especie! ¡Se extinguieron los dinosaurios y aquí no ha pasado nada!

—En bestias —dije.

—¿Qué?

—Nos convierte en bestias. Al no querer, e incluso aborrecer, lo que la sociedad estipula que debes amar por instinto, nos convierte en bestias.

—¿Soy una bestia?

—Sí, eres un Tiranosaurio rex.

—¿Por qué soy el de los bracitos cortos?

—Porque es el único nombre que me sé.

—¡Oh, señor, Elvi, eres una amiga de mierda! Tus discursos moralistas son basura, ¿un Tiranosaurio rex? —Suspiró—.  Bueno, me consuela pensar que no se extinguieron.

—No, algunos sobrevivieron al impacto del meteorito y luego, ya sabes, la falacia del instinto maternal hizo el resto.

Y mientras la oía insultarme entre risas, me llevé una fresa a la boca.

 

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